El retorno de los ameritas. Por: Nicolás Castro. (Chía-Cundinamarca)

 


Hay dos caminos que llevan a los armeritas desde su ciudad, en el ancho y generoso valle del Magdalena, hasta la meseta Cundiboyacense en donde se encuentra Bogotá. Los dos caminos son igualmente antiguos; uno de ellos conduce, además, de Medellín a la capital, por lo que es el más transitado. Ese largo camino es el que pasa por Honda. Saliendo de Armero, para tomar el camino más largo, se debe pasar por Mariquita antes de cruzar la Ciudad de los Puentes. Desde allí, luego, el camino atraviesa tres pueblos más; Guaduas, Villeta y La Vega, antes de completar el ascenso hasta Bogotá.

El otro camino, más corto y menos transitado, es el que los armeritas conocen como la vía de Cambao. Cambao es un pequeño pueblo situado a orillas del Magdalena. Posee un enorme y estilizado puente colgante, tendido sobre las corrientes del inmenso río, cuyas aguas son una providencial bendición para su gente, pues no sólo les provee alimento —no en vano los indígenas originarios de este territorio lo llamaban Arli, “el río del Pez”—, sino que además los refresca del calor y les proporciona un medio para movilizarse a gran velocidad. En otro tiempo, cuando el viejo Armero todavía se llamaba la Ciudad Blanca, los armeritas, sobre todo los jóvenes, solían salir a pie o en bicicleta hasta Cambao para bañarse, pasear a lo largo de la orilla o pasar la tarde junto al río.

Hoy Armero-Guayabal está más lejos del río Magdalena que antes. Pero, aún así, desde las colinas en donde se asienta el nuevo Armero discurren varios ríos y quebradas, algunos de los cuales desembocan en el Magdalena luego de bajar de los nevados, por lo que la relación de los armeritas con el “río del País Amigo” —como lo llamaban los muiscas— no se ha roto. Por el contrario, sigue siendo una tradición dominguera de la gente de Armero salir a cocinar a la orilla de las aguas un buen sancocho, bañarse en sus corrientes y disfrutar del paisaje de esta tierra prodigiosa y fértil.

A mediados de este año, 2023, decidí volver a visitar Armero luego de varios años de no ir, pues un tío mío, hermano de mi mamá, decidió retornar junto a su esposa a la ciudad que 37 años antes los vio partir. Nunca como en aquella ocasión fue la palabra “partir” sinónimo de irse; Armero estaba rota y sus gentes, trastocadas en fracciones de su existencia, debieron desperdigarse por el mundo. 37 años después Armero está vivo de nuevo y sus hijos y nietos siguen recorriendo los caminos que les permiten volver a morar en ella. Esto fue lo que vi durante aquella visita; lo que antes fuera un caserío diminuto, ahora era un pueblo boyante, en pleno crecimiento, con una sociedad capaz de pensarse a sí misma, de reconocerse y de trabajar con el mismo empeño industrioso y fértil de otros tiempos. Guayabal ha sido transformado por el retorno de los armeritas.

*

Treinta y dos años atrás, cuando apenas tenía cinco años, puse mis pies por primera vez en Armero. Aquella primera visita, claro, sería de la mano de mis padres, que sintieron que el momento de volver a visitar el lugar de la tragedia había llegado, luego de esos primeros años de dolor y silencio. Salimos de madrugada, cuando todavía restaban varias horas para la salida del sol. Salimos de Bogotá envueltos por la penumbra nocturna, que nos siguió hasta que dejamos atrás Facatativá. Desde allí, a la orilla de la cordillera, el anchísimo valle del Magdalena se dejaba adivinar entre las sombras. Arriba las estrellas y una luna creciente alumbraban el cielo. Y los picos de las montañas, envueltos en bruma, comenzaban a recibir los tenues rayos del sol. Entre sueños yo veía las cimas llameantes y un valle amarillo, y tenía la visión de una ciudad blanca e inmaterial, suspendida de la realidad, que todavía residía en el mundo a pesar de su desaparición. Cuando abrí los ojos, despertado por la voz de mi madre, lo que vi fue una planicie de oro. La puerta del carro se abrió y yo bajé, sin saberlo, a la tierra que habría de amar con la mayor intensidad de todas. El oro vibrante del suelo era la arena arrastrada por la avalancha, que quedó depositada encima, sobre la superficie. Y poblando la planicie dorada estaban las tumbas. Infinitos mausoleos de color blanco, con techos rojizos, desperdigados sobre la llanura ardiente. El sol, al no haber árboles, proyectaba sus rayos como saetas de luz, calurosas y potentes, sobre las cabezas de los visitantes. Miles de esos visitantes eran los antiguos armeritas, ahora desorientados y perdidos, que volvían al lugar de su más hondo dolor, para honrar a sus muertos y la memoria de su ciudad perdida.

Esa primera visita quedó grabada en mi memoria para siempre. Y con cada nueva visita se adheriría una nueva capa a esa memoria que no estaba muerta, sino que cambiaba y se desarrollaba conforme yo crecía, conforme me adentraba en la historia de Armero. La planicie, poco después de mi primera visita a la ciudad, estalló de vida y se cubrió con una tupida floresta tropical. Las sucesivas visitas posteriores transcurrieron en medio de esa selva, transitando por las trochas y caminos que los armeritas abrían cada año durante el aniversario de la tragedia. Es decir, mi primer recuerdo de Armero es el de la llanura dorada, habitada por las tumbas y los múselos que, luego, dieron paso al bosque inmenso y florido, habitado por los animales, en especial por las aves y su canto, y que sería una anunciación de lo que habría de suceder. Con el tiempo la comunidad armerita se organizó y, a veinte años de la tragedia, se repasaron las calles y los caminos de la vieja ciudad, para mantener abiertas sus sendas y sostener el testimonio de lo sucedido. La vieja Armero persistiría en el tiempo, sus cimientos y muros derruidos, las fachadas ruinosas y las tumbas, se mantendrían en pie como una lúgubre manifestación del pasado, como una puerta a otro tiempo que seguiría llamando a sus antiguos moradores, reclamando su regreso. Y a quince minutos de las ruinas, siguiendo el camino hacia Honda, el mismo que recorrieron los armeritas desde la terrible noche de la tragedia, comenzaría a nacer la nueva Armero, que vendría a llamarse Armero-Guayabal.

Treintaiocho años después de la tragedia, un viernes, tarde, luego de trabajar, mis familiares y yo volvimos a bajar hasta la ciudad renacida. Fueron muchas las ocasiones en las que visitamos Guayabal, en otro tiempo, cuando los retornados no eran muchos y todavía Armero no había vuelvo a nacer. En aquellas ocasiones visitamos el pueblo para sentirnos un poco más cerca de nuestra anhelada Ciudad Blanca, para abrigarnos con su calor poderoso, para darle sustento a los sueños en los que Armero nunca desapareció. Pero luego, tantos años después, ya no regresábamos a una ensoñación, ni a una recreación de nuestra imaginación que nos dejara perdernos en nuestros recuerdos; ahora estábamos yendo a la casa de nuestra familia en Armero, porque mi tío había vuelto a hacer suyas las puertas de un hogar en la ciudad que nosotros nunca quisimos abandonar, y ahora era posible llegar ante esas puertas y decir, “hola, hemos vuelto, aquí estamos de nuevo, ¡esta es nuestra casa!”.

Esa noche salí de Bogotá con el corazón encendido de luz y de bienaventuranza. Y a lo largo de todo el camino escuché las voces de mis ancestros hablarme con claridad. La idea de que mi familia volviera a celebrar la navidad en Armero me colmó de gozo. Y mientras bajábamos por las curvas del camino que desciende desde la cordillera al valle del Magdalena, me repetía a mí mismo esta idea: que si la fiesta de la buena nueva, cuya noticia es el gran nacimiento, volvió a tener lugar en la ciudad renacida, ¡es porque ya no estamos desterrados, es porque nuestro corazón ha vuelto a echar raíces! Y si esto fue posible es gracias a que en nosotros, en mi familia y en los armeritas retornados, el amor a la vida es más fuerte que el amor a la muerte.

La oposición entre el amor a la vida y el amor a la muerte es determinante en nosotros los seres humanos. El amor a la vida es la consciencia de que nos necesitamos a todos; la vida es imposible sin la coordinación y cooperación de todas las especies animales, los insectos, las plantas, y más allá, con la tierra, el planeta y sus elementos, y aún más allá, con las fuerzas planetarias y cósmicas que moldearon nuestro mundo. Vida y muerte son un solo fenómeno, y la irrupción de la vida en el mundo depende de una armonía tan poderosa como delicada, que no se altera con una gota de veneno, pero que sí puede desequilibrarse y acabarse si el veneno prolifera como las gotas del mar. Ese veneno, ese elemento que da la muerte, no debe multiplicarse, ni expandirse, pues entonces el desequilibrio provocado ahogaría la vida. Si bien vida y muerte son un solo fenómeno, cada fracción de dicho fenómeno debe ocupar su lugar dentro del equilibrio que le permite a la vida manifestarse; todo exceso de muerte ahoga la vida, la coarta, la destaja y la reduce hasta su desaparición, y se podría pensar, también, en un exceso de vida: una forma de vida que se niega a morir y que, por este exceso, termina provocando la muerte de todas las formas de vidas a su alrededor. La vida es nuestra identidad y su sombra, la muerte, también es necesaria en su proporción adecuada. Por eso necesitamos amar la vida; para servirle a ella, para alinearnos con ella. El amor a la vida no admite que neguemos la constitución de la vida. Si la vida es el equilibrio, todo lo que contradiga ese equilibrio la niega y la contradice. Y todo lo que niega la vida es amor a la muerte: deseo de que la muerte se expanda más allá de sus límites adecuados. Estas ideas, trasladadas al ámbito de lo político y lo social, determinan que todo lo que promueve la desconfianza, la discordia, la falsedad, la confusión, el miedo, el caos, la desgracia y la destrucción, es amor a la muerte. Amar la vida significa esmerarse gozosamente en comprender el mundo en el que vivimos para servir a las fuerzas que nos han regalado el don de existir. Amar a la muerte significa odiar lo que somos y lo que nos constituye, sea por la razón que sea, de manera que actuamos, conscientes o no de los alcances de dichas acciones, en contra de la vida, en contra de nosotros mismos.

Armero es un símbolo del amor a la vida. Los armeritas consiguieron sobrevivir y recuperar su ciudad en menos de medio siglo porque su amor por la vida es verdadero y se expresa materialmente. Armero vive porque el amor de su gente no se quedó encerrado en una ensoñación fatua, banal. ¡Armero vive! Decimos tanto los nietos de los armeritas, como nuestros padres y abuelos, y en nuestra declaración brilla una luz que anuncia un nuevo tiempo y una nueva verdad.

PD: el próximo domingo vuelve El gato con su noveno capítulo. ¡Felices fiestas a todos!

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