La muchacha. Por: Nicolás Castro. (Bogotá-Distrito capital)
Cruzamos la sabana entera, desde Suesca,
y al fin estábamos en Bogotá. A lomos de bicicleta habíamos completado el
trayecto y, extenuados hasta el delirio, nos tumbamos sobre una espesa pradera
cuyos montículos y hondonadas recordábamos con claridad.
Poderosas ráfagas de viento descendían
desde lo alto, lamiendo la hierba crecida, formando con ella patrones como los
de las olas. Y nosotros, satisfechos de nuestra hazaña, nos arrullamos con su
vaivén.
Vinieron a buscarnos quienes nos
esperaban, sabiendo que nos encontrarían allí. Aparecieron sobre el alambre de
púas, junto al camino de La Conejera. Traían agua y unos panes. Eran tres. Uno
de ellos tenía una sonrisa cristalina.
Nos dijeron que llegó un mensaje al
celular que no está interceptado, comenzó diciéndonos el mayor, sin dejar de
sonreír. Entramos desde Cota y ya estamos en la pradera disputada, decía el
mensaje. Nadie más podría haber escrito eso, sabíamos que eran ustedes.
Yo me apalanqué sobre mis codos y alcé
la cara todo lo que pude. El líder del grupo, su capitán, era un muchacho
moreno de rostro muy bello. Las briznas de la hierba se bamboleaban en un
frenético baile aéreo a mi alrededor y yo sentía en mi interior un movimiento
similar.
¿En dónde están las cajas? Preguntó uno
de sus acompañantes. Yo me dejé caer de espaldas y dije, en voz alta, están
amarradas a las bicicletas que dejamos arrumadas en la cuneta, a la derecha, al
fondo.
Felipe y yo nos quedamos tumbados sobre
la hierba. De vez en cuando sus manos buscaban las mías; yo dejaba que sus
dedos juguetearan y acariciaran mis palmas, pero cada vez que intentaba aferrar
mis manos, me escapaba.
El capitán, con su sonrisa radiante, nos
dejó el agua, los panes y un mapa para llegar a la casa. Descansen, compañeros,
que bien largo era el camino y muy pronto ustedes lo acortaron. El cielo no
tenía nubes y su profundidad azulada sólo estaba ocupada por una rutilante
estrella.
Nos dormimos, pero el frío de la noche
vino y me despertó. Felipe me tenía abrazada. Sentí pena por él y me quedé un
instante entre sus brazos, respirando con suavidad, pensando en el momento en
el que habríamos de despedirnos.
El viento helado de la noche no daba
tregua, así que me levanté. Felipe, al rodar sobre la hierba, se puso a roncar.
A lo lejos se oían ladridos de perros. La carretera estaba atestada de
camiones, buses y carros.
Desperté a Felipe y le hablé en seguida.
La entrada a Suba está taponada, ellos ya deben estar en el cruce de la Cali,
¡vamos! No quiero dormir más con este frío. Felipe se levantó, somnoliento y
descorazonado, y arrastró sus pies hasta su bicicleta.
Nos precipitamos sobre los pedales con
todas las fuerzas que nos restaban. Remontamos la colina y bajamos hacia la
ciudad. La casa estaba cerca de la plaza fundacional; las calles estaban
atestadas por el tráfico estrangulado. La gente se veía crispada. El aire olía
a humo.
¿No vamos a ir a la casa? Me gritó
Felipe al ver que yo no tomaba el camino hacia la plaza, sino hacia el cruce de
las avenidas. Los pitos de los carros y las voces de los transeúntes, alarmadas
o enervadas, llenaban el laberinto de las calles apeñuscadas.
No, le dije, decidida, y me trepé sobre
los pedales para lanzarme desde la avenida Suba hacia abajo. A pesar de la
velocidad, alcancé a mirarlo una última vez; su rostro desencajado era el de un
hombre exhausto y vencido. Me sentí triste y aliviada.
La avenida estaba obstruida por varias
tanquetas enormes y negras, que bloqueaban el flujo de los buses varias cuadras
antes de llegar al portal de Suba. Yo zigzagueaba por el camino despejado,
disfrutando del espacio abierto. La gente me miraba desde la orilla,
expectante.
Cuando alcancé el bloqueo de las enormes
máquinas oscuras, crucé en medio de éstas, deseosa de desafiar a sus ocupantes.
Cuando aparecí delante de ellos, iluminada por sus farolas, me chiflaron; uno
de los cañones de agua estalló, tratando de derribarme con su chorro.
Mi bufanda, que traía amarrada al cuello
y que ondeaba a mi espalda, acabó empapada. Escapé por poco y alcancé la línea
del frente. Di un recorrido completo delante de la barrera y los escudos;
detrás estaban ellos, sin rostro, ni nombre, y yo sentía que los quería a
todos.
Llegué al flanco sur, que empezaba sobre
la avenida Ciudad de Cali. Pensé en todos mis compañeros de causa, a quienes jamás
vi en vida, y que habían muerto en esa ciudad en los últimos meses. Tanta
muerte acechándonos por doquier hacía que nos atenazara el miedo.
Me bajé de la bicicleta y la recosté
contra la barricada. Destapé mi cara, tomé la cantimplora que traía amarrada al
cinto y me bebí un largo trago de agua aromática. Me estremecí al observar los
indicios de la inminente violencia.
Era cierto que exponíamos nuestras
vidas. Pero también era cierto que deseábamos vivir. Si aquel no era el mejor
camino, ya no importaba. Yo quería que la refriega fuera breve y efectiva. Que
nadie sufriera. Entonces el capitán y su escuadra aparecieron de entre la
multitud.
¡Compañera! La imaginaba durmiendo en la
casa, pero ¿quién concilia el sueño con este calor? Yo asentí, callada,
complacida de verlo, pero sin responder a su sonrisa. Me sentía demasiado
nerviosa. Entonces el capitán, acorazado de pies a cabeza, se acercó a mí.
¿Quiere un escudo? Esto va a explotar en
cualquier momento, es mejor que se cubra. Sí, le dije, me siento inquieta, pero
quiero pelear. Él mismo me entregó una batea abierta a la mitad, con correas
para sujetarla. En ese instante se oyeron explosiones en el oriente y al norte.
Corrí a mi bicicleta con el escudo en
alto, cubriéndome del fuego. Cuando tuve mis manos sobre la cabrilla busqué al
capitán. Su escuadra cargó de frente, con toda la primera línea, en dirección a
las tanquetas. Los estruendos y las chispas llovían sin cesar.
La línea aguantó lo que pudo, pero se
quebró luego de diez minutos terribles. Vi al capitán corriendo al frente de
los suyos. Andamos por la Cali y del cielo caían latas exhalando su gas. Una de
ellas impactó al capitán en la cara y él cayó al suelo. Corrí hasta él,
temblando.
Su piel morena perdió su color. Su
sonrisa preciosa estaba ensangrentada. Sus ojos ya no parecían vivos. Me quedé
arrodillada a su lado y mis rodillas se mojaron con su sangre. Mi mente estaba
quebrada; quería llorar y no podía, trataba de gritar y mi voz ya no estaba. Y del
cielo seguía lloviendo humo y fuego.
*
Yo la vi caer junto al herido y salté,
de dos brincos, a su lado con el orgullo de mi cuadra, el escudo insignia de
nuestra línea, el famoso tapa’e’olla;
caí al lado de ella y cuando la vi llorando de la forma en que me la encontré,
así, se me desarmó el corazón, roto en pedazos.
Pero yo sentía que sobre tapa’e’olla no
paraban de caer las pedradas que el Escuadrón Móvil nos devolvía, además de
otra tanda de latas y, peor, de granadas aturdidoras. Por eso sostuve el escudo
arriba y sólo le dije, ve, pelada ¿pero qué fue lo que pasó?
Y ella, entera de pies a cabeza de
rabia, me gritó, ¿es que no estás viendo, so guebón? Y yo, riéndome de mi
propia ceguera le dije, pelada, sostenga este escudo, usted no va a poder
cargar al compañero. La muchacha no lo dudó un segundo y se puso debajo,
aferrando el metal.
¿Cuánto tiempo tenemos para salir de
acá? Yo le pongo un minuto. Camine de espaldas, con el escudo a cuestas, y
sígame, para que estos hijueputas no me partan la cabeza. La sangre del
muchacho me escurría por el cuello y sobre la cara. La rabia me cimbraba la
columna. La muchacha venía pegada a mí, por detrás, cubriéndonos.
*
Fue una repentina rabia la que me permitió correr. En el
cielo las llamas nos miraban, voraces y asesinas, escupiéndonos sus dardos,
tratando de cubrirnos con sus cortinas venenosas, pero la rabia reventó la parálisis del pavor, y corrí debajo de la muerte, exponiéndome a ella, mirando las
gotas de sangre que caían del rostro del capitán.
Esa noche supe lo que era sentir un odio descarnado, enloquecedor. Mientras corría, sintiendo que el suelo se resquebrajaba bajo mis
pasos, toda mi piel ardía, y en el estómago sentía un ardor mayor que era como un abismo.
Corrí mirando los pies del muchacho que llevaba al capitán sobre sus
hombros, y las gotas de sangre, que no paraban de derramarse sobre el pavimento.
Sobre el camino también goteaban los chispazos de las bombas, como un aguacero de fuego, y las esquirlas trataban de apuñalarme los ojos. Pero tuve
suerte y, además, el muchacho del escudo grande no perdía el tino; pude
poner todos mis pasos justo detrás de los suyos, pudiendo correr sin tropezarnos
y llegamos hasta la otra primera línea.
Cuando llegamos, con los nervios
tensados hasta el límite, miré en los ojos del capitán caído; pasó un instante,
y con el paso de cada fracción de segundo fueron perdiendo, pieza a pieza, una porción de
su otrora luz; cuando se apagaron del todo alguien me agarró por el hombro y yo
tuve que despertar.
*
Entramos corriendo y no dejamos que
nadie tocara a quien habíamos traído. ¿Está herido? Nos preguntaban. La
muchacha le tomó el pulso, a pesar de que ya sabía la verdad. Ella vio la forma
en que cayó. Vio su palidez. Vio el cristal sobre sus ojos.
¡Primeros auxilios! Paramédicos,
hospital, ambulancia, médico. La muchacha se quedó aferrada al capitán, según
me dijeron el rango del compañero caído y yo, prendado de ella, me quedé a su
lado, queriendo resguardarla de cualquier otro peligro.
¿Será que se salva? Le dije, porque soy
torpe, y porque me enamoro fácil, y cuando estoy enamorado no pienso, y en mi
mente enamorada era posible que el compañero caído se levantara. La muchacha me
miró con sus ojos perdidos, y se puso a reírse.
Yo contesté su risa con una carcajada
triste. Luego nos callamos. Ninguno de los dos se levantaba de su silla.
Ninguno de los dos quería hacer nada más. Estábamos exhaustos por igual. Nos
habían vencido, porque nunca fue posible ganar.
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