Extraño. Por: Nicolás Castro. (Bogotá, Colombia)

 


Un gato negro, la pantalla oscura de su pelaje contoneando sus músculos y huesos, brilla bajo la sombra y camina al lado de un perro viejo de pelos revueltos y empolvados. Ambos caminan levantando un poco las manos y los pies del suelo, dando pequeños saltos. Parecen felices.

Caminan frente a la fachada de un edificio sostenido por cuatro pilares. La mole, encima de ellos, les hace sombra. Cuatro delgadas líneas soportan el peso de la mole descomunal de quince pisos. Es ciencia. Tiene una lógica que funciona pero que no encaja bien con la estética. Es desafiante. Pero es normal. Ni el perro, ni el gato, ni yo, reparamos en ello.

Cuando el perro y el gato doblan la esquina, vuelvo a mirar al cielo. Hay un punto suspendido en medio del firmamento, lo veo al mirar hacia las alturas por encima del edificio. Es una maquina voladora, bordea los últimos pisos de la mole y desciende, y al bajar resulta que es un dron. Me mira con su ojo electrónico, suspendido en el aire. Quizás están grabando un comercial, o tal vez es sólo alguien jugando con el aparato. Una máquina que vuela y que va por ahí, como una mosca mecánica que zumba muy duro. Algo recurrente. Algo normal.

Miro hacia la entrada del edifico. En medio de los pilares hay unos cristales. Tras los vidrios veo venir a una trabajadora doméstica. Una muchacha joven, inmigrante. Pasa a mi lado. Lleva unas bolsas de basura que parecen pesadas. Me pongo de pie porque siento deseos de ayudarla. Desde el interior del edificio y con pasos apresurados aparece un hombre. Alto, vestido de manera formal. El taco de sus zapatos golpeando el suelo, tac, tac, tac, llama la atención de la muchacha. Al mirarlo, éste le ofrece una mano. Ella se deja ayudar. Un poco de amabilidad a plena luz del día. El sol está en su punto más alto, orgulloso, irradiando su fuego voraz. Un poco de amabilidad es como el sol que se desea asomando en el horizonte.

Miro el reloj. Se ha hecho tarde. Se me ocurre ir hasta la tienda de la esquina por un cigarrillo. Sobre la acera, luego de alejarme un poco el edificio, en el suelo duro y caliente, veo a un hombre dormido. Está tirado, con una pierna y un abrazo asomando por encima del pavimento, apoyados desde arriba del borde de la acera. Parece una postura muy incómoda. Hay una botella vacía a su lado. El sol lo está asando vivo. Su piel se ve a la vez reseca y brillante. Duerme bajo la llamarada inclemente del medio día de esta ciudad que, de por sí, es calurosa. Antes de dejarlo atrás coloco sobre su cara un papel que traía en el bolsillo.

En la tienda no tienen cambio. Debo entregar las monedas que quería guardar para el bus. El tendero es un hombre viejo, de cabello blanco, de piel que descuelga, de voz que se asfixia. Pero él no está viejo. Él en sí mismo no es alguien envejecido. Camina con energía, de un lado al otro de la tienda, para entregarme dos cigarrillos, porque al final he querido dos, y le digo: qué calor hace, y él me responde con una sonrisa: sí, así estamos, y en un segundo está de nuevo delante de mí. Deja los cigarrillos en mi mano, recibe mis monedas y pienso que será complicado tomar el bus sin las monedas que acabo de entregar.

El tendero me mira fijo. Sospecha lo que estoy pensando. Salgo hasta pararme bajo el marco de la puerta de la tienda. Alzo la vista y él levanta sus cejas, como preguntando ‘¿qué pasa?’. Enciendo uno de los cigarrillos y pienso que no pierdo nada con intentarlo; no tengo más que este billete y el conductor del bus no se va a poner feliz cuando trate de pagarle con él, ¿dónde puedo cambiarlo, sabe?

El tendero, que primero parece cavilar la situación con cierta gravedad, en un movimiento rápido, intempestivo, desaparece tras los cristales de las despensas en donde se exhiben infinidad de productos empacados en cajas de variopintas superficies. Luego reaparece, esta vez delante de los mostradores, caminando lento, como paladeando el momento, y se acerca hasta donde estoy y extiende su mano, como tratando de darme algo.

Yo extiendo la mía. Entonces veo que me devuelve las monedas que le había dado. Son suficientes para pagar el pasaje. Digo: ay, pero ya prendí el cigarrillo, no tengo con qué pagarle que no sean estas monedas.

Él tipo se ríe de una forma que me resulta contagiosa. Me rio con él. Regresa caminando y veo que sus pies se plantan fuerte en el suelo, pero sin hacer ruido, y sus movimientos se suceden uno tras otro livianos, como si no le costara nada. El hombre no dice nada más, sólo reaparece en el mismo lugar en el que lo encontré al llegar a la tienda. Me mira, con sus manos de dedos gruesos descansando sobre la madera del mostrador, y parece que ya se ha olvidado del asunto.

Una sensación de inquietud me invade. Hay una alegría que se revuelve en mi pecho y siento la necesidad de devolverle su gesto de amabilidad de alguna forma. Pero él ya se ha distraído con una revista que ahora está entre sus dedos fuertes. Me doy cuenta de que no hace falta devolverle nada. En su acción ya ha encontrado su propia recompensa. No necesita nada de mí. La alegría que me recorre se hace tan vivida y tan intensa como la luz del sol que aclara todas las caras, cuerpos y superficies que mis ojos ven. Camino de regreso bajo la sombra del edificio con una sensación de sorpresa.

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