Las Arañas. Por: Nicolás Castro. (Chía-Cundinamarca)
La que voy a relatarles es una larga historia, pues es la historia de mi familia y el relato de casi toda mi existencia. Mis padres fueron dos personas muy trabajadoras que nos dieron una niñez preciosa a mis hermanos y a mí. Yo fui la menor; conocí diez años de dicha, los primeros de mi existencia, a lo largo de los cuales todo fue felicidad. Y con el anuncio de una siniestra señal, a partir de ahí, comenzó nuestro suplicio. Tengo una memoria prodigiosa y por eso recuerdo todos mis cumpleaños desde que tuve tres. Antes de esa edad mis recuerdos no son tan claros, pero he llegado incluso a rememorar la imagen de mi abuelita, estando yo entre sus brazos, cuando apenas tenía un año de vida.
En ese recuerdo mi madre estaba de pie, delante de mi
abuela, entregándole una manta para envolverme. Estábamos frente a la casa,
bajo los árboles que crecían junto al camino. El abrazo de ellas dos es eterno
en mi memoria. Cuando me siento a rememorar las reuniones de mi familia puedo
ver sus rostros con tal vivacidad en mi interior, que incluso tengo la
sensación de poder tocarlos con las yemas de mis dedos. La familia completa se
reunía, siempre, cuando alguno de sus miembros iba a celebrar el aniversario de
su nacimiento. Las comidas sabrosas y abundantes en el patio, al aire libre, el
enorme pastel decorado con pastillaje, las luces coloridas prendidas de las
ventanas, las velas chispeantes y tercas, el soplo que las apagaba pidiendo un
deseo. Todo eso vive en mí, y abriga mi corazón, que necesitó cobijo del
siniestro mal que se cernió sobre nosotros durante mucho tiempo.
Con menos de tres años, una mañana, salí de la casa
sola, que quedaba en una vereda de Chía, para asomarme al jardín. Tengo una
imagen cristalina de las flores, de sus colores y aromas, y de su disposición
en el espacio. Mi madre, luego, con los años, me confirmó que el jardín de
nuestra casa era así. En el jardín había abejas, pájaros y mariposas. Recuerdo
estar en medio de todas esas maravillas vivas, gozando con su presencia, con la
calidez del sol y el viento fresco del campo; entonces apareció una mujer tras
las rejas del jardín. Se trataba de una mujer adulta, pero todavía joven. Su
rostro era muy hermoso, pero su maquillaje sobrecargado y su mirada feroz me
hicieron sentir temor ante su presencia. La mujer me dijo algo y muchos años
después, cuando supe el verdadero significado de ese encuentro, traté de
recordarlo sin poderlo conseguir. Sólo esa vez, esa única vez, mi memoria me
falló.
Pasó una semana y cumplí tres años. Ese día vinieron
unos primos que vivían muy lejos, en un pueblito de Boyacá. También vino mi tía
desde el país de la nieve. Y mi prima mayor, su hija, que vivía en el país del
fuego. Y mi abuelo, que casi nunca se aparecía, pues era capitán de un barco mercante,
pudo dejar las mareas en espera, para ver a su nieta. Fue un día esplendido, y
a la tarde mi prima mayor prendió una hoguera enorme, y hubo un asado y todos
los invitados comieron hasta saciarse. Con mis primas, primos y hermanos no
paramos de jugar un instante, todo fue dicha ese día excepto por un detalle;
cuando mis primas, mis hermanos y mis primos salimos al jardín, justo antes de
ellos irse, encontramos un gran número de telarañas entre las flores y las
ramas de las plantas. Prendidas de la tela, envueltas en los hilos, estaban los
cuerpos de las abejas y las mariposas. Curioseamos con aquellos insectos,
jugamos con sus partes diseccionadas y nos imaginamos que podíamos
recomponerlos, intercambiando sus alas, sus antenas o sus patas. No imaginábamos
que las arañas invisibles que las habían cazado representaban un peligro
mortal.
Por siete años las telarañas se fueron regando desde
el jardín a la casa. Primero la sala, después el comedor, la cocina y los
baños, luego los cuartos en el segundo piso y, finalmente, mi cuarto, en el
tercero, bajo el techo. Mi madre las retiraba con cuidado, enrollándolas en una
serie de madejas, para luego quemarlas. Ella sospechó desde el principio que
había algo maligno en aquellas telas. No es normal que aparezcan tejidas por
todas partes sin que podamos ver a las arañas que las zurcen, me decía,
mientras las retiraba lentamente, tratando de no tocarlas con sus manos.
Pasaron los años y mi cumpleaños número diez fue la
última fiesta feliz que reuniría a mi familia en muchísimo tiempo. Ese día nos encontramos
en la casa de mis padres solamente con mis dos tías, y mis primas, que vivían
en la misma vereda de Chía que nosotros. El resto no pudo venir. Incluso mi
padre llegó tarde, por los trancones y porque en esos días debía trabajar mucho
más para ganarse el sustento. Mi abuelita estaba enferma y mi abuelo circundaba
el océano Índico. A pesar de la escasez de regalos, del pastel sencillo y de la
falta de bombas de caucho y papeles de colores, gocé de esa fiesta con todo mi
ser. Tres días después iría de la mano de mi madre, una tarde lluviosa de mayo,
a visitar a mi abuela en el hospital del pueblo.
Los médicos decían que no encontraban el origen de su
enfermedad. Sus pulmones estaban cada vez más congestionados y la materia que
los obstruía no era común ni conocida. Pasaron unos meses terribles en los que
íbamos todos los días a visitarla. Algunas noches, incluso, mi madre o mi padre
se quedaban a dormir con ella. Hasta que llegó la noche del anuncio de su
muerte. Esa noche soñé con una de las arañas por primera vez. Una araña enorme,
peluda y negra, que salía de mi boca, y que luego corría de regreso, entrando
en mis entrañas, sin que yo la pudiera detener.
Las telarañas de mi casa no paraban de crecer.
Aparecían durante la noche, pero incluso durante el día volvían a tejerse. Y
las arañas seguían sin aparecerse para mostrar su horripilante cara. Mis padres
buscaron ayuda, sospechando que la formación de esas telarañas era una señal de
algo maligno. Durante siete años, luego de mi cumpleaños número diez, nos
visitaron sacerdotes y exorcistas. Pero ninguno conseguía desentrañar el origen
de las telarañas y su mal. Durante esos siete años mi familia perdió todo su
patrimonio material. Poco a poco la casa se fue vaciando y hasta la luz del sol
se negaba a entrar a calentarnos en su interior.
El frío, el silencio y la invasión de las telas de
arañas trajeron consigo la segunda visita mortal. Mi abuelo, que ya no
navegaba, murió a las tres de la tarde de un nueve de julio; y el once, sin
razón aparente, perdí a mi padre. La tragedia se había ensañado con nosotros,
los días y las noches se desteñían y se emponzoñaban, hiriéndonos con el
desenlace de todos aquellos sucesos. Tenía diecisiete años y me iba fatal en el
colegio, perdí el año y tuve que repetir grado once, que aprobé la segunda vez
apenas raspando, pues en mi interior ya no había ni empuje ni deseos de nada.
Muy en el fondo de mi ser anhelaba seguir a mi padre y a mis abuelos a su otra
vida.
Pasaron siete años más. Entonces mi madre, quebrantada
y adolorida, murió en una mañana de noviembre, asfixiada desde adentro. Había
sufrido también de una larga enfermedad inexplicable, como su madre. El hondo
dolor que me producía su ausencia se mezclaba con el amargo alivio de saber que
ya no sufriría más.
Salí, una noche, a vagabundear por los alrededores de
la pensión en donde vivía, a las afueras de Bogotá, muchos años después, cuando
me fui del pueblo con apenas veinticuatro. Estaba extenuada por el cansancio,
pues las jornadas laborales que tenía que enfrentar eran muy duras. Salí por
una calle hasta una pequeña plazoleta junto a una avenida. Allí compré un par
de empanadas, para no irme a la cama con hambre. Entonces la vi. Una señora
vestida de rojo, de pie, como esperando a alguien en una de las esquinas de la
plaza. Cuando pasé a su lado vi que llevaba puesto un rosario de oro y plata.
Me sorprendió ver aquel lujo, a plena vista, en aquella plaza descubierta en
donde no sería raro que apareciera un atracador. La señora me miró con una
dulzura infinita, como si supiera quien era yo. Muchacha, me dijo, ¿todavía
siguen las telarañas creciendo en la cabecera de su cama? Yo alcé los ojos,
sorprendida. Llevo casi veinte años siguiéndole el rastro a esta persona. Yo me
acerqué y vi la foto que me enseñaba; entonces recordé a la mujer que se había
asomado al jardín de la casa de mi familia, cuando apenas cumplí tres años.
¿Qué fue lo que le dijo esa mujer? Me preguntó la señora. Yo me senté en una
banca y me llevé las manos a la cabeza. No sé por qué no puedo recordarlo, le
dije a la señora, pues siempre he tenido muy buena memoria, recuerdo a esa
mujer, recuerdo su mirada, pero no logro repetirme las palabras que me dijo.
Sí, mija, eso no será fácil, pero si usted me deja, yo puedo ayudarla a
recordar, y cuando usted recuerde lo que le dijo, entonces encontraremos a las
arañas.
Esa noche empezó una intensa lucha espiritual. Debía
acudir a la casa de la señora vestida de rojo todos los domingos; llegaba a las
cinco de la mañana y me iba a las seis de la tarde. Lo que hacíamos era orar,
meditar y sentir. Las oraciones nos daban protección, la meditación nos
permitía discernir y las sensaciones que conseguíamos distinguir nos señalaban
el camino. Durante meses nos dedicamos a esto, hasta que se aclaró la verdad.
La mujer que yo había visto frente al jardín de mi familia era una bruja. Era
una hija de mi papá, que él nunca supo que había nacido. La madre de la bruja
también era una hechicera. Resentida porque mi padre no se había quedado con
ella, se embarazó de él e hizo de su hija el instrumento de su venganza. Fue
ella quien nos maldijo con la visita de las arañas incorpóreas. El día de
nuestro encuentro, en el jardín, lo que me dijo fue su nombre. Luego me dijo
que ella era mi hermana mayor y me dio un dulce. Aquel dulce era el segundo
recuerdo que mi infalible memoria no había podido recordar. Aquellas palabras y
el dulce entraron en mí y formaron dentro de mi ser el horrible mal que tanto
daño nos causó. Entonces llegó un domingo que me traería la libertad de aquel
mal, no sólo a mí, sino a toda mi familia, que seguía afectada por esa
siniestra voluntad.
En una vasija de barro las vomité. Eran más de cien
arañas, horriblemente grandes y peludas, negras, idénticas a la del sueño que
tuve muchos años atrás. Aquellas arañas habían estado en mi interior, y salían
de mí para tejer sus perversas telarañas, las mismas que llenaron los pulmones
de mi abuela, las mismas que estrujaron la vida de mis padres. Pero la señora
vestida de rojo sabía cómo retirar esa maldad.
Luego de ese domingo en que volví a ser libre de la
zozobra y el hastío, nos reunimos de nuevo, mis hermanos, primas, primos y
tías. También estaba con nosotros la señora de rojo. Aunque nadie estaba de
cumpleaños, encendimos varias velas sobre un enorme pastel. Luego del suplicio
había mucho que celebrar. Otra vez encendimos la luz encima de la dulzura de
las risas y los abrazos. Una vez más pudimos cantar juntos la canción que
celebraba nuestras vidas. Otra vez estábamos vivos y felices.
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