El Coronavirus y su paradojal tanatoerótica, (primera parte). Por: Uriel Leal Zabala (San Francisco-Cundinamarca)

                                                                                             Una esperanza que guardaré mientras respire…

El clima natural y social actual es muy cambiante y sorpresivo; en el sitio donde ando “autoexcluido” llamado el Arrayan Bajo, asentado por misteriosas, ominosas y atrapantes montañas escarpadas, pareciera que el cielo estuviera roto por puro capricho natural.

La pandemia del Covid 19 nos ha confinado a todos los sensatos pues los infectados andan sueltos y, mis vecinos, después de quince días de enclaustramiento, ya empiezan a desesperar, agitar e inquietarse, sobre qué será de sus vidas luego de sobrevivir esta crisis y entrar en convalecencia sin recursos económicos y apesadumbrados al saber que nadie vendrá en su rescate, menos en su ayuda.

Estos días andan raros, la luz solar de amarillo pasa a púrpura y luego se vuelve muy blanca, soltando chorros de luz lactescente que invita a mirarla y alimentarse de esa energía que quizás sea salutífera en medio de esta peste exponencial que se avecina.

Para los turistas que compraron casi todas estas tierras y recién llegan a refugiarse, no sin antes dejar limpios los supermercados del pueblo, huyendo de la gran metrópoli asfixiante, se les antoja un lugar sombrío, desolado, sometido a unos aguaceros despiadados que azotan la región y sus fuerzas inmisericordes queman con sus heladas venidas del “tablazo” los cultivos de los campesinos nativo-mestizos que siguen estoicos estos acontecimientos, quizás asistidos por sus imaginarios mundos, por sus rumiantes interrogantes y certezas de que esto pasará pronto, mientras toman y comparten con nosotros toneladas de tinto hirviente para derrotar el frío álmico. Estos amigos campesinos nos miran detenidamente a los ojos como queriendo tácitamente crear una comunión conmovedora de solidaridad y cooperación que la salve de esta crisis que no inventaron ellos pero que la sufren calladamente.

Recién llegué a mi terruño me fui para la huerta medicinal a ver como estaban mis maticas de romero, albahaca, ruda, toronjil, yerbabuena, anís y coca y las encontré arruinadas por el frío y lo mismo le sucedió a la otra huerta donde estaban los tomates, fríjoles, lechugas, zanahorias y repollos; todas estaban mirando el suelo con sus tallos negros y sus hojitas color herrumbre como si la vida se hubiese detenido en ellas. Los grandes árboles como los urapanes, eucaliptos, quinos, cafés, aguacates y naranjos estaban sanos, verdecitos y frondosos…

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