El júbilo de un pensionado. Por: Manuel Amaya. (La Vega-Cundinamarca)
El día de la última jornada en la entidad donde trabajé por cerca de 40 años fue un 31 de diciembre. Abandoné la oficina un poco después del mediodía y me despedí de las pocas compañeras y compañeros de trabajo que aún quedaban en el gran salón, no más de cinco. Ya afuera, caminé despacio desandando la acera trillada durante tantos años y observé palmo a palmo, con mirada confusa, la edificación múltiple. Me dirigía por la carrera 30 hacia la calle 53 en Galerías. Los recuerdos y pensamientos se aglomeraban en mi cabeza sin lograr acomodarse, y las emociones se trenzaban en mi pecho en una especie de abrazo trastornado que me siento incapaz de describir.
Unos días antes, debido a que yo era el encargado de
escribir cuantas palabras de despedida, cumpleaños, protesta o celebración se
presentaba, escribí mi propia despedida. No anuncié que me pensionaba, sino que
me jubilaba, y hasta intenté en vano mostrarme jubiloso. Aquel 31 caminaba con
la sensación de que abandonaba la mayor parte de mi vida, de mi cuerpo o de mi
alma, o de ambos; hasta me esforcé por sentir cada parte de mi cuerpo mientras
me alejaba: sacudí la cabeza para comprobar que seguía sobre mis hombros, cerré
y abrí los ojos varias veces, respiré con fuerza, pisé duro.
Durante mi primer año como pensionado no sentí el cambio
de vida porque continué trabajando en casa, elaborando planos cartográficos en
el computador para una empresa privada. No para el Instituto Geográfico Agustín
Codazzi. En el segundo año empezaron los intentos de adaptación a las nuevas
condiciones de existencia, pero mi cuerpo se mostró sordo a los llamados de
adaptación y reposo. En cambio, acataba sumiso la tiranía de los hábitos
machados durante tantos años. En las mañanas me despertaba temprano y
abandonaba la cama renuente a soportarme más allá del horario acostumbrado. Ya
al final del día, tan pronto la noche se cerraba sobre el mundo, el cansancio
doblegaba mi cuerpo que, por otra parte, evitaba el culpable refugio de las
cobijas y prolongaba el momento de ir a la cama hasta después de medianoche.
Un tiempo más y comenzaron los pensamientos punzantes que
precedían al sueño: quiero dormir, caer como una tapia y no levantarme del
sueño nunca más. Y los que acompañaban la primera claridad del día siguiente:
¡Otro día! ¡No puede ser! ¿Y ahora qué, qué hago, qué haré? Se trataba de
viejas voces conocidas, de pensamientos desaforados que aparecían durante las
épocas bajas de mi existencia y que ahora se mostraban más mordaces.
Además, mi mente tuvo que plantarse ante sí como ante un
espejo que le permitió apreciar sin tapujos sus carencias: mala memoria al
hablar porque había palabras que se negaban a ocupar sus puestos en las frases
y las tornaban incoherentes o inconclusas, incapacidad para hilar el sentido de
los renglones de las lecturas, lo cual convertía el ejercicio en un avanzar y
volver atrás constantes; somnolencia, como si el movimiento pendular de mis
ojos transformara el espacio de las páginas en paisajes áridos e hipnóticos.
Por otra parte, predominaban los malos recuerdos, no saber qué hacer con el
tiempo infructuoso y lidiar con horribles presentimientos. Al cansancio seguía
el cansancio, y los días se convertían en semanas y meses cansados. Sentía
ganas de no hacer nada porque nada sentía.
Pero me quedaba el refugio de la escritura, a pesar de
que los últimos escritos en el instituto se habían convertido en esfuerzos
tormentosos que rozaban el fracaso y me abocaban a la vergüenza del temido
“discúlpenme, no supe qué escribir”; pero cada vez, en el último momento, mi
imaginación sobresaltada me sacaba del apuro. En una ocasión, casi en el último
instante, las palabras se convirtieron en versos salidos de no supe dónde, como
si el lejano adolescente que impregnaba sus estrofas de tristezas hubiera
acudido desde el pasado lejano con la magia de sus versos.
¿Quién sabía de mi miseria, quién llegó a sospecharla, a
quién estuve dispuesto a confesar mi vacío, mi desvalimiento? Estaba solo. Por
entonces, ya asistía a un taller de escritura que con el tiempo me redimiría
del cansancio y la esterilidad. Por otra parte, durante los años que siguieron,
el pensionado se convirtió en un ser escindido: un cuerpo todavía ágil que
caminaba desesperado como si temiera llegar tarde a todas partes, a lugares
donde nadie lo esperaba, en los que nada tenía que hacer, y de los que
regresaba presuroso como un perseguido.
Desde hace un puñado de años, el largo hábito de los
horarios inflexibles comienza a ceder y el sueño nocturno, con las pesadillas
que a veces lo oprimen, puede transcurrir sin interrupciones. Cada vez los
dedos son menos remisos al teclado, aunque trastabillan y, acosados por
metáforas, analogías, comparaciones, suelen perder el ritmo y el compás con
facilidad. Mi mente ha recuperado la memoria y luce más atenta, y la
imaginación, inquieta y descarada, rebota de nuevo en los renglones
salpicándolos de imágenes.
Sin embargo, ahora es mi cuerpo el que flaquea, el que no
quiere abandonar la comodidad de la silla frente a la pantalla, el que solidario
con mi pierna derecha se acomoda a deambulares virtuales, el que entra en
conflicto con mi mente, fiel portavoz de mis ojos, mis oídos, mi boca, mi piel
que no desean la realidad rectangular de las pantallas sino aire, luz, lluvias,
aleteo de voces, cruces de miradas.
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