Ir al médico. Por: Manuel Amaya (La Vega-Cundinamarca)

 Mi abuela materna nunca iba al médico. Cuando vivimos en la finquita de ella, en La Vega, supe que sabía los nombres de casi todas las plantas y que casi todas podían utilizarse con fines medicinales. Me refiero también a los yerbajos, a la maleza. Y las que no, servían para fines prácticos: hacía escobas con las ramas de una mata-rastrojo llamada escobo.

Una vez, estaba yo acarreando desechos en la carretilla y pisé una puntilla que atravesaba una tabla, que también atravesó la suela del tenis derecho y se me clavó en la planta del pie. De inmediato consultamos a la abuela. Ella salió a la orilla del camino y recogió un manojo de ramas de plumilla, una planta de humildes flores blancas. Durante una semana, dos o tres veces al día, metí mi pie herido en el agua caliente de plumilla, a la máxima temperatura que podía soportar y hasta que el agua estaba casi fría. A nadie se le ocurrió mencionar el hospital, que quedaba cerca, ni las inyecciones antitetánicas cuya existencia quizá desconocíamos.

Por estos días estoy enfermo, me aquejan fuertes dolores en la rodilla derecha y me diagnosticaron artrosis. No es un dolor constante, sino que me ataca por momentos. Cuando estoy sentado un rato y me pongo de pie siento un mordisco inclemente en la rodilla, lo mismo ocurre si me quedo quieto de pie y luego intento moverme. Tengo que primero, despacio, flexionar la pierna un poco, apoyar suave el pie sobre el piso y esperar que mi rodilla recupere la docilidad y me permita andar. Desde hace unos cinco años uso un bastón y desde hace cuatro recurrí a mi servicio de salud para que me diagnosticaran y ordenaran lo pertinente para recuperar la actividad normal de mi pierna derecha.

Cuando me empezó la cojera, recordé una copla que le había escuchado a mi abuela Margarita. Ella la decía en femenino y me parecía muy graciosa, hoy la repito en masculino y confieso que ya no me hace tanta gracia:

Yo tenía un primo cojo

Y cogió y se me enojó

Porque yo cogí y le dije

Primo pa’ dónde cogió.

Cuando mi abuela estaba anciana y ya un poco ida, un día, sin avisarle a nadie, fue a una consulta donde el doctor Bohórquez, un médico del hospital que vivía cerca de nuestra casa. El amable doctor la escuchó, la examinó y le extendió una fórmula para las drogas. Mi abuela agradeció y se despidió, pero el médico la detuvo. Un momento, señora, dijo, la consulta vale equis dinero. Mi abuela le respondió enojada: ¿Y por qué me cobra todo eso, no sabe que yo no tengo ni un centavo? Y se marchó mascullando su enojo.

Después de eso, en la casa adoptaron el hábito de llevar a la abuela al hospital cada cierto tiempo para chequear su estado de salud. Cada vez que regresaba de la consulta médica, llegaba con hambre, se preparaba un chocolate en la hornilla, que solo ella usaba, y fritaba un huevo o asaba un pedazo de carne sobre las brasas: justo lo que el médico acababa de prohibirle. No me voy a dejar morir de hambre porque ese señor lo dice, argüía, yo sé qué me alimenta y qué no.

En cuanto a mi pierna, el tratamiento empezó con una serie interminable de controles, algunas terapias, la toma de radiografías y una resonancia de rodilla a partir de los cuales me ordenaron una cirugía. Han pasado los años, pasó la pandemia, los dolores se calman y regresan con intermitencia, la longitud de mi pierna afectada disminuye sin cesar, ya estaba a mediados de 2022, y nada que me incluían en el grupo de pacientes programados para cirugía. Durante algún tiempo, demasiado tiempo creo ahora, me resistí a interponer derechos de petición y tutelas.

Finalmente, las circunstancias, es decir la agudeza de los dolores que me impedían caminar y dormir bien, permanecer sentado mucho rato, o simplemente estar y los consejos de personas que saben cómo funcionan las instituciones de salud en Colombia, me obligaron a poner mi primer derecho de petición. Pensé —ingenuo de mí— que el proceso se aceleraría y me iban a operar pronto, pero la institución a la que estoy afiliado ni siquiera contestó a mi pedido. Acudí a la Superintendencia de Salud y por fin respondieron y me incluyeron en el grupo privilegiado de pacientes programados para operación.

Me tomaron los exámenes previos a la operación y me pidieron que estuviera pendiente de una llamada en la que me informarían la fecha de la cirugía. El tiempo pasó, la vigencia de los exámenes expiró y acabo de interponer otro derecho de petición para que me repitan los exámenes previos y para que —empiezo a creerlo inalcanzable—, por fin me operen.

Entre tanto, asistí a las numerosas citas de control, me atendieron doctoras muy gentiles, algunas adorables y, como las dudas aumentan a la par con mi escepticismo, empiezo a sospechar que esos controles están planeados para contenerme, para consentir que el deterioro de mi pierna continúe, para impedirme llegar a la mesa de operaciones. Cada vez envidio más a mi abuelita que detestaba ir al médico, que solo fue una vez por cuenta propia y no pagó ni un centavo ni salió del consultorio con una fórmula en la mano, y que se dejó llevar a los chequeos médicos sin protestar y cada vez desoyó los dictámenes de los doctores.

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