Viajar a La Vega. Por: Manuel Amaya. (La Vega-Cundinamarca).
Hace meses, o algo más de un
año, no viajo a La Vega; hoy lo hago por este medio de transporte: las palabras.
Son palabras que nacen en recuerdos de una época lejana. Las últimas veces que
viajé sentí que no había salido de Bogotá, que estaba en un suburbio más tibio
y alegre, es verdad, pero no muy diferente, porque es como si el pueblo hubiera
sido alcanzado por uno de los brazos del pulpo monstruoso, como si ya formara
parte de él.
Cada veguno y cada persona
que vive en La Vega la conoce y la siente de una manera distinta: cada uno guarda
su propia versión del pueblo, sus propias vivencias. Yo, en realidad, a pesar
de los años de exilio, no he abandonado La Vega y sueño que ella también me ha
sido fiel. Vuelvo los ojos hacia mi pasado en La Vega y veo que es un manojo de
recuerdos vivos, que el pasado intemporal no termina de pasar, no terminará,
que mis recuerdos de La Vega no se dejan masticar por el olvido. Recorro de
nuevo las calles polvorientas bajo el sol o estampo las huellas de mis pisadas
sobre el barro ya amasado por otras personas, por los carros y por las bestias
de carga.
El pueblo es pequeño y sus
calles solitarias, a no ser los domingos. Mientras el niño, o el adolescente,
camina hacia el pueblo —el centro—, tiene tiempo para soñar. Si divisa al
caminante con el que va a cruzarse, busca en su mente una fórmula: adiós,
buenos días, buenas tardes, que esté muy bien, cómo le va... No importa si es
alguien del campo o del pueblo ni si lo ha visto antes o no: en La Vega nadie
era un desconocido.
Para el joven estudiante de
bachillerato viajar a Bogotá era un tormento. En los años setenta el viaje
interminable duraba dos horas y media según el indolente andar de los relojes,
el regreso era más amable. Aún no existía la autopista a Medellín y, en el
regreso, la carretera destapada llegaba hasta El Chuscal, o La Virgen, y
continuaba por lo que ahora se denomina la carretera vieja, atravesaba varias
veredas hasta la vereda de San Juan ya en las goteras del pueblo. Se decía que
la carretera había sido construida a pico y pala.
Cuando terminé el
bachillerato en el Colegio Departamental integrado Ricardo Hinestroza Daza,
viajé para radicarme en Bogotá y durante años regresé al pueblo cada fin de
semana, y pasaba las vacaciones allá, o mejor acá, porque llevo eses recuerdos
en mí y me asaltan cuando quieren sin que yo pueda repelerlos y, además, nunca
lo intento. Cuando viajaba a La Vega los viernes, parecía que iba p’al cielo, o
hacia lo que ahora denomino mi paraíso perdido. La carretera era angosta y se
curvaba y recurvaba a cada instante. El bus, pitaba antes de cada curva, es
decir, todo el tiempo, para que los carros que avanzaban en sentido contrario
buscaran el sitio adecuado para orillarse y darse paso uno al otro. Dentro del
bus, el olor a gasolina era constante y el rebote, o ansias de vomitar, me
aquejaba lo mismo que a otros pasajeros.
Durante las épocas de
verano, la polvareda que levantaba el bus, sumada a veces a la que levantaban
los vehículos con los que se cruzaba, invadía el interior. Conversar con el
pasajero de al lado se convertía en una proeza porque el ruido del motor
obligaba a dialogar a gritos. Cuando por fin llegábamos al pueblo, los
pasajeros empezábamos a desfilar para apearnos, cansados por el viaje y
moviéndonos como momias embalsamadas bajo numerosas capas de polvo; solo los
brillos de los ojos delataban que éramos humanos vivos y no seres de
ultratumba. Esa Vega ya no existe o tal vez sí: bajo capas de olvido y aún
brilla intacta en mi memoria y en mis ojos —eso espero—, mientras escribo.
Comentarios
Publicar un comentario