Spinoza y el vaticinio de Melquiades. Por: Manuel Amaya. (La Vega-Cundinamarca).

René Descartes y Baruch Spinoza son considerados por algunos estudiosos como los dos filósofos racionalistas más importantes del siglo XVII. Descartes estableció que había dos sustancias: una sustancia material, con dimensiones, y una sustancia pensante, o espiritual. Spinoza afirmó que si se trata de sustancias no puede haber sino una, porque hablar de dos sustancias constitutivas del Todo es caer en contradicción. Por tanto, estableció que hay una sola sustancia y ese es el sentido de su famosa expresión: Deus sive natura (Dios, o sea, la naturaleza). Es decir, Dios y naturaleza son lo mismo porque todo está en Dios. De la materia y lo pensante que concibe Descartes, dice Spinoza, son dos atributos de la única sustancia existente: Dios.

También puede decirse que el Dios de Descartes es trascendente en tanto el Dios de Spinoza es inmanente; a eso apunta otra de las expresiones famosas del filósofo holandés: Conocer la naturaleza es conocer a Dios.

Los humanos conocemos la realidad en relación con dos de los infinitos atributos de la sustancia eterna: materia y espíritu. De su filosofía se ha dicho que es un panteísmo. Spinoza considera que la manera como el vulgo y las instituciones religiosas imaginan a Dios es producto de la ignorancia y la superstición, no de la razón. Para él no hay un Dios personal ni castigador pues Dios es todo; también estaba convencido de que no existía una sola interpretación de las sagradas escrituras, que fueron escritas por humanos y pueden interpretarse tomando en cuenta la época y a quién escribió cada parte. La relación entre Dios y los humanos no necesita intermediarios porque Dios está en nosotros, como está en todo. Estas y otras deducciones de la filosofía de Spinoza despertaron rechazo y odio contra sus ideas y su persona por parte de los jerarcas judíos y de otras religiones.

Spinoza comprendió que debido a su filosofía iba a ser excomulgado en la comunidad judía de Ámsterdam, su ciudad natal, y pensando en ello y en su propia subsistencia, eligió el oficio de pulidor de lentes para aparatos ópticos: telescopios, microscopios, etc. Esta labor le permitía pensar mientras trabajaba, incluso cuestionar las explicaciones religiosas y pulir de errores la filosofía de Descartes para concebir un sistema filosófico más perfecto, más conforme a las exigencias de la razón. No eligió enseñar, tuvo propuestas, porque sabía que se lo iban a prohibir.

Tal como tenía previsto, fue excomulgado y expulsado de la comunidad judía y del pueblo de Israel. Del Decreto de excomunión de Baruch de Spinoza (1656) he tomado un pasaje famoso:

Maldito sea de día y maldito sea de noche; maldito sea cuando se acuesta y maldito sea cuando se levanta; maldito sea cuando sale y maldito sea cuando regresa. Que el Señor no lo perdone. Que la cólera y el enojo del Señor se desaten contra este hombre y arrojen sobre él todas las maldiciones escritas en el Libro de la Ley.

La filosofía de Spinoza pasó al olvido por cerca de dos siglos, pero resurgió con fuerza en el siglo XIX, gracias a varios filósofos, Hegel uno de ellos, y desde entonces sigue siendo leída y admirada. En Suramérica el escritor Jorge Luis Borges lo menciona en sus escritos y le dedicó varios poemas. A continuación, un soneto de Borges en honor al filósofo holandés:

Spinoza

Las traslúcidas manos del judío
labran en la penumbra los cristales
y la tarde que muere es miedo y frío.
(Las tardes a las tardes son iguales.)

Las manos y el espacio de jacinto
que palidece en el confín del Ghetto
casi no existen para el hombre quieto
que está soñando un claro laberinto.

No lo turba la fama, ese reflejo
de sueños en el sueño de otro espejo,
ni el temeroso amor de las doncellas.

Libre de la metáfora y del mito
labra un arduo cristal: el infinito
mapa de Aquel que es todas Sus estrellas.

 

En Colombia el premio nobel de literatura Gabriel García Márquez también le rindió homenaje en su gran novela Cien años de soledad:

En marzo volvieron los gitanos. Esta vez llevaban un catalejo y una lupa del tamaño de un tambor, que exhibieron como el último descubrimiento de los judíos de Ámsterdam. Sentaron una gitana en un extremo de la aldea e instalaron el catalejo a la entrada de la carpa. Mediante el pago de cinco reales, la gente se asomaba al catalejo y veía a la gitana al alcance de su mano. «La ciencia ha eliminado las distancias», pregonaba Melquíades. «Dentro de poco, el hombre podrá ver lo que ocurre en cualquier lugar de la tierra, sin moverse de su casa». Un mediodía ardiente hicieron una asombrosa demostración con la lupa gigantesca: pusieron un montón de hierba seca en mitad de la calle y le prendieron fuego mediante la concentración de los rayos solares.

García Márquez no menciona a Spinoza, pero sí Ámsterdam y la comunidad judía de la que el filósofo fue excomulgado y expulsado; también menciona un aparato óptico, el catalejo, y pone en boca de  Melquiades el fantástico pregón que recoge al amor de Spinoza por la ciencia y alude, sin citarla, a su actividad relacionada con los lentes. El gitano expresa un vaticinio que quizá se está cumpliendo, se ha cumplido ya. Tú que lees esta nota, que estás frente al cristal de tu pantalla, puedes imaginarlo sin esfuerzo como una réplica del catalejo del gitano; también puedes imaginar que ahora mismo asistes al cumplimiento del vaticinio de Melquiades: «La ciencia ha eliminado las distancias» … «Dentro de poco, el hombre podrá ver lo que ocurre en cualquier lugar de la tierra, sin moverse de su casa». Sé que estás ahí, en un lugar de la tierra, y que acabas de leer en tu cristal estas palabras que hilé en mi pantalla.

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