Las cabalgatas. Por: Álvaro Enciso Prieto. (Nocaima-Cundinamarca)


Una de las herencias culturales de la época colonial de nuestro país, en la que el medio de transporte por excelencia era el caballo, son precisamente las cabalgatas, las que muy temprano en la historia de la tradicionales ferias y fiestas de la provincia colombiana, se ubicaron como una de las actividades de más genuino arraigo para inaugurar las celebraciones como homenaje al noble equino y a nuestros ancestros.

Pero de un tiempo para acá, en ese escenario ruidoso y variopinto de celebraciones populares de muchos pueblos y, por fortuna de pocas ciudades, adviene una especie de esnobismo criollo que raya muchas veces en lo ridículo y con frecuencia en lo bárbaro.

Encabezando la cabalgata casi siempre va el alcalde del pueblo, acompañado, si no es época de elecciones, de una bella niña, la reina de la feria, con frecuencia regular jinete, pero anatómicamente bien dotada.

Si es época de elecciones, se ve al burgomaestre, con mal disimulo, dándole campo en la vanguardia a su candidato favorito, mientras los rivales, a punta de rienda y talón, luchan por acomodarse en la primera fila de ese desfile de bípedos y cuadrúpedos de todo tipo.

En medio desfilan ejemplares equinos mal arreglados, montados por urbanos caballistas, representantes de una clase social emergente, posando de diestros jinetes junto a sus féminas tinturadas, muchas veces renegadas provincianas, que sólo reviven sus orígenes en esas decadentes ocasiones de jolgorio etílico y exhibicionismo arribista.  

Detrás cabalgan con humilde brío, jamelgos raquíticos penosamente dirigidos por sus borrachos dueños, generalmente descendientes de campesinos otrora atropellados por el gamonal al que prestaban sus servicios, y que borracho se lanzaba encima de ellos dándoles fuete por parejo, en esas antiguas ferias y fiestas, que, aunque profundamente clasistas, eran por lo menos más genuinas.

Entreverado entre los pintorescos binomios, uno que otro traquetico pueblerino estrenando poncho, sombrero y botas, adornando su pecho con cadenas tan gruesas como el metal del freno de sus aperos, se da el lujo de montar sobre cuadrúpedos de millonario valor, envidiado por los vagos del pueblo y descrestando a las niñas sin futuro de la vida provinciana.

Acompañando a este infaltable ejemplar de la fauna ferial, va una amazona impostora mamo-plastia-siliconada, que intenta en vano adoptar poses de elegancia y donaire, pero que sólo produce gracia, al bregar con las riendas y el sombrero que, con los irregulares trotes de su bayo desteñido, le tapa sus pintorreteados ojos.

 Al final de este carrusel de la chabacanería y la soberbia, solo queda boñiga olorosa brillante y fibrosa, mezclada con botellas de licor, latas de cerveza y cañas de voladores quemados, que al tronar generaron más de una encabritada y pateada de latas de carros acompañantes, generalmente ocupados por arribistas adolescentes alicorados, estridentes y ofensivos.

Queda al final el pobre equino, cansado y sediento, aún con aparejos encima, resignado, masticando la brizna de hierba que logra arrancar del pisado suelo, a un lado de la taberna donde el bruto caballista que por horas le hincó sus talones, culmina ahogando en alcohol, una jornada llena de prepotencia, hipocresía y vanidad.


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