Corín Tellado y las palabras de amor. Por: Manuel Amaya. (La Vega-Cundinamarca)
… las palabras no son inocentes, llevan un lastre …
Chantal Maillard
Su
hermana Olga se embebía tardes enteras en las novelas de la revista quincenal,
pero él no les encontraba la gracia: novelas de amor, amor para mujeres. No les
interesaban a las mujeres grandes de la casa porque no tenían tiempo para leer
y escuchaban radionovelas, a él tampoco.
De
repente, los renglones anónimos de una novela, quizá el título, le gustaron al
adolescente, y algo lo arrastró, lo empujó a seguir el hilo, a abandonarse
durante horas a las páginas, a detestar las interrupciones. Si un requerimiento
le cortaba la lectura por unos minutos, regresaba a la carrera y de nuevo se
dejaba llevar por la corriente. Los hilos se enredaban, se desenredaban y se
volvían a enredar, se alejaban amenazando romperse y se acercaban de nuevo
hasta que sucedía lo inevitable, lo esperado, se anudaban un instante con
timidez: había llegado el primer beso, y de nuevo se apartaban. Una vez más los
dos hilos se acercaban y se alejaban, aunque todo era distinto, ya los dos
destinos estaban trenzados y pronto, como una puerta de hierro, aparecía la
palabra “Fin”, cerrada a la felicidad posterior, a la historia imposible que el
muchacho hacía y rehacía en su imaginación de maneras distintas durante los
días y las noches siguientes.
En
adelante, ninguna de las novelas de Corín Tellado se le escapaba. Leyó todas
las que escondía como tesoros el arrume de revistas viejas, y después tuvo que
esperar hasta las vacaciones de final de año, cuando su hermana regresó de
Bogotá con las revistas de los meses siguientes. La mamá, la abuela y sus otras
hermanas las hojeaban, también las niñas que aún no sabían leer. Él se
zambullía en las novelas y después hojeaba los chismes de farándula, todavía
recordando, fabulando, con los personajes en la cabeza bailando al ritmo de las
palabras, acechándose y rehuyéndose, improvisando movimientos, atrapados en la
danza del amor.
Sin
embargo, en la casa se hablaba poco de relaciones amorosas; se hablaba de
amores pasados y de amores de otros. En el colegio el muchacho se enteraba del
asunto sexual a través de chistes que hoy se denominarían machistas —que lo
eran sin duda, piensa—, de alusiones maliciosas, de modo burlón y animal. El
muchacho, que había aprendido el fervor religioso gracias a la abuela materna,
que iba a misa y escuchaba atento las clases de religión, sabía que amar a Dios
era el primero de los mandamientos, el más importante, y que fornicar y desear
la mujer del prójimo eran pecados. Prohibir que la mujer deseara el marido de
otra, era un mandamiento no escrito, aunque casos se veían. Se creaba una
tensión entre los comentarios sexuales del colegio y los mandatos de la
religión, una tensión equívoca e inequívoca, interesante, que se colaba en la
lectura de las novelas y le era ajena a la vez. El amor en las novelas era
bonito, limpio e incitaba a soñar y a sentir de otra manera, los sentimientos
primaban y ocultaban lo demás, lo embellecían, lo redimían.
El
tiempo ha pasado. Ahora, se vive la época de lo post y lo trans. Ahora lo
sexual se expresa con más fuerza que lo sentimental. No siempre. Hay otras
maneras de amar y de hablar el amor. Se acepta que los cuerpos puedan cambiar
de sexo, transformarse, porque se han aceptado cambios en las prácticas
sexuales, existe la identidad de género y, por tanto, la sexualidad es más
amplia y compleja. Más rica dirán unos, más perversa dirán otros. Hay otras
maneras de amar y de hablar del amor.
Pero, por qué a estas alturas de la vida recordar a Corín Tellado. Porque una palabra o una imagen encendió ese recuerdo. En todo caso, esas novelas le enseñaron al estudiante, en parte, a amar de ese modo que ahora le parece iluso, incluso barnizado de un sentimentalismo bobalicón, lamentable, pero a través del cual él soñó y vivió con intensidad. Le enseñaron a ver y sentir a las mujeres con una mirada desvaída, que se va diluyendo con el paso de las generaciones, que cada vez permite ver con mayor claridad la almendra machista —que ya estaba ahí según sabe ahora—, incorrecta, execrable. Y quizá le enseñaron mucho más: asuntos que iban más allá de las palabras, que radican en el cuerpo, en la sangre y en los sueños quizá desde antes de que existiera el lenguaje, pero que andando el tiempo se convirtieron también en palabras como muchas de las cosas inefables que el muchacho intentaba atrapar en sus poemas.
Es seguro que las formas de decir el amor cambian con el tiempo, y que dicen en cada momento histórico menos y más de lo que han pretendido decir. Que las novelas de Corín Tellado ya acarreaban esa mirada machista del amor que ha salido a la luz y puede ser señalada; una mirada que ella tal vez no sospechó, la misma que está siendo —fue— extirpada de las palabras de ahora, y en la que tal vea no se detenga esa mirada terrible de lo políticamente correcto; la misma mirada que está sometiendo a cirugía algunas obras clásicas, la misma cuyas palabras acaso acarrean como las de épocas pasadas —aunque pocos lo intuyan o lo sepan—, sus propios lastres.
Bella descripción poética de lo que marcó la vida íntima durante décadas de las mujeres nuestras del pasado victoriano colombiano y su doble moral condenada por la religión que campeaba a diestra y siniestra con sus condenas y excomuniones.
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