Los oficios y mi familia. Por: Álvaro Enciso Prieto. (Nocaima-Cundinamarca)
Reburujando en mi biblioteca, me topé con uno de esos textos sencillos, pero que poseen
el encanto de revivir los recuerdos y sensaciones cargadas
de afecto y hondo
significado personal y familiar.
Es una copia heliográfica del libro Elogio de los Oficios, escrito por el maestro Carlos Castro Saavedra prolífico poeta, prosista y dramaturgo antioqueño, que me obsequió firmado y dedicado hace varios años un querido amigo de nombre muy literario, Homero Hernàndez Nariño.
Es la tercera edición patrocinada por el Servicio Nacional de Aprendizaje SENA y publicada en 1972, que en una de las dedicatorias dice: “A todos los obreros, pero especialmente a los que inician el aprendizaje de un Oficio”
Quién sabe por qué designio misterioso, precisamente entre el elogio literario a 32 oficios, el poeta puso de primero a los pintores, la profesión de nuestro padre. Ese primer texto me atrapó sentimentalmente, activando el vuelo de recuerdos, añoranzas, sensaciones, olores, colores de la pintura, que, en las manos de nuestro viejito, sirvieron para levantar toda una familia.
Lo veo ya en mi casa, ya en la de otros, transformando, renovando, iluminando, una pared, un techo, una puerta, una ventana, siempre limpio, cuidadoso y exigente en los detalles, en los trazos, en los tonos, en los brillos
Cuando pintaba, a veces con la ayudantía de mis hermanos y yo en algunos momentos de nuestra juventud, una obra nueva o cambiaba el color de otra, nos causaba asombro y admiración ese trabajo ¡que trabajo ¡, arte, porque eso hace el que crea, el que transforma una superficie lisa, pero gris y fría, en un escenario de colores; el blanco hueso, de moda en algún momento en el mundo de la decoración; pero también podía ser verde manzana, azul, beige, si se trataba de paredes; o caobas, incluso azules, amarillos y rojos coloniales, si se trataba de puertas de casas antiguas.
De niño solía contemplar las figuras que se formaban
cuando papá mezclaba
los colores en sus tarros
con la ayuda de la infaltable paleta de madera. Me hipnotizaba con las
elipsis de azules, verde, disolviéndose en el mar de
blanco para poco a poco formar el color y el tono deseado.
Al contrario de lo que describe el maestro Saavedra, “Las camisas de los pintores del pueblo, nevadas
en un principio, se vuelven multicolores con el paso de las semanas y
las briznas de pintura que van quedando
en ellas”, la ropa de trabajo de papá, incluso sus manos, siempre estaban
inmaculadas, como si la pintura en lugar de mancharlas, fueran repelidas por su overol y su gorra.
Al regresar a casa, con su traje de calle completo (uno para cada día) con su corbata, sus brillantes zapatos de material, parecía más un ejecutivo, que un pintor de brocha gorda.
Mención aparte merecen sus herramientas de trabajo, también siempre objeto de una minuciosa limpieza al terminar las labores. Brochas de todos los tamaños para pintura de aceite o de agua; brochas inmensas que sólo él podía manejar con destreza y gracias, describiendo figuras y trazos para distribuir y luego delicados repasos para afinar. Brochitas medianas y pequeñas para los bordes y las esquinas, dominadas por un pulso que tantos años de práctica, desde niño casi, delineaban trazos perfectos, sin falla.
No podemos olvidar las espátulas y las llanas para resanar y estucar, igualmente de diferentes tamaños y formas, igualmente limpias, listas para otros días de faena en las manos maravillosas de nuestro padre.
Remata el poeta su elogio: “Pintores de alma simple. De corazón elemental y de manos activas, pertenecéis a la familia
de los paisajes y a través de vosotros los colores de la naturaleza llegan a las casas del hombre a convivir con él, a
reflejarse en su frente y a encender sus miradas”
Mi memoria con la ayuda de los textos que hoy repaso emocionado, sigue su activada añoranza por otro oficio que el maestro Saavedra alaba, La Sastrería.
Este oficio en mi familia, cronológicamente es anterior al de la pintura desempeñada por nuestro padre. Nuestro chapineruno abuelo materno, era sastre.
Dice Carlos Castro Saavedra: “Los sastres son los reyes de este hermoso país. Gobiernan con sabiduría, encienden las estrellas de los botones, abren la flor de los ojales y llevan la costura, como un río delgado y laborioso, por todas las orillas de la ropa”
Yo no lo conocí, pero si pude verlo a través de mi tío Fernando, también sastre. Lo vi midiendo, trazando, cortando, cosiendo, planchando pantalones, sacos y chalecos, para cachacos exigentes que confiaban en la finura de los Prieticos.
Causaban mi curiosidad infantil el dedal, la tiza y, sobre todo, la enorme y pesada plancha de carbón que mi tío desplazaba con maestría por el “burro” para moldear hombreras y solapas.
Bello oficio que poco a poco va desapareciendo por la modernidad que domina con sus tecnologías de producción en serie, despersonalizada y muchas veces deshumanizada.
Otro de los oficios que en mi familia fue desempeñado era la tipografía.
Expresa en su momento el maestro Saavedra: “El mundo de la tipografía es maravilloso. Dentro de él hay pájaros de plomo que tratan de elevarse, y apenas alcanzan a cantar entre las manos del tipógrafo”
Uno de mis hermanos mayores, aprendió ese oficio, con él formó familia y se jubiló. A él le debo una parte muy grande de mi amor por los libros y la lectura. Recuerdo que de sus manos salió para mi disfrute “Los Elegidos”, que contribuyó a forjar de alguna manera mi conciencia social y crítica de la realidad colombiana.
Veo a Jaimito, unas veces frente a la tarjetera de su propio negocio, mezclando tintas para imprimir tarjeticas de presentación, invitaciones, propaganda; otras veces, enfrentado al monstruo del linotipo montando los tipos de plomo para tareas más grandes y extenuantes.
Remata el autor con éste elogio: “A la tipografía y a los tipógrafos deben los escritores parte de su existencia. Si no hubiera prensas y
hombres que conocen los secretos de las mismas y saben multiplicar los frutos de la frente, sería muy penosa la marcha
de los poemas y los himnos, de los relatos
y las oraciones, y muchos testimonios humanos se perderían en la sombra, y no
alcanzarían a llegar al
corazón de los que tienen sed de madrugadas universales”
“Cuando el hombre se acercó por primera vez a la madera, con timidez, con amor, la carpintería dio su
primer paso. Después cuando el hombre, con herramientas primitivas, pulió un
pedazo de encina y viò saltar la
cáscara de este árbol maravilloso, la carpintería entró en el mundo maravilloso
de los oficios y comenzó a aromar
el aire y a ocupar las manos ociosas. Desde entonces este trabajo de santo y de abuelos, palpita en medio de los pueblos, y embellece la vida con sus dorados
racimos de viruta”
Llega a mi memoria el olor a la viruta y del aserrín, que aun siendo de la misma madera huelen diferente. Lo recuerdo como si fuera ayer, cuando ayudaba en su carpintería a un amigo de infancia durante las vacaciones escolares.
Ya en mi edad casadera, este oficio, el del padre de Jesucristo, también es objeto
de mi admiración, compartida con el poeta Saavedra, gracias al padre de mi esposa.
Mi suegro,
con nombre apropiado
a la naturaleza de su oficio, Silvestre, autodidacta como todos los cultores de los oficios, que con la
ayuda del poeta reivindico en este escrito, empezó ya adulto, mirando,
ayudando, aserrando, cortando,
puliendo, armando las piezas de madera que se convirtieron en butacas, mesas sillas,
armarios, puerta, ventanas, y en los últimos tiempos, en los moldes o gaveras para la panela.
Y
con no pocos machucones y cortadas, durante muchas horas, días, semanas, meses
y años, plantado al frente de la
sierra, de la planeadora, cortando, puliendo, a veces con la ayuda del serrucho,
la garlopa, los cinceles, el martillo y el metro, también levantó una familia.
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