Complotamos contra sí mismos. Por: Uriel Leal. (San Francisco-Cundinamarca)
Existen algunas
paradojas sobre la mismidad: “Nada de lo que está fuera de mí, está dentro de
mí”; “Sólo es posible que esté fuera de mí, lo que está fuera de mí”; “De nada
sirve que no lo exprese si no lo expreso”; “Para que esté dentro de mí, tiene
que estar dentro de mí y debo permitirlo”.
En fin, nuestra
única obligación en cualquier periodo vital consiste en ser fiel a uno mismo.
Ser fiel a otro ser u otra cosa no solo es imposible, sino que también es el
estigma del falso mesías.
La mismidad es
tomar conciencia de que Yo soy Yo, (único-diferente e irrepetible y como ser
insustituible no soy el mismo, soy siempre diferente), y lo que soy no es
posible sin mi historia. Esa conciencia de mí me lleva a considerar que existe
el otro y que al igual que yo es único; significaría que son mismidades,
universos totales y que debemos reconocer la liminaridad (los límites) de cada
uno. A veces creemos que somos una extensión del otro y ahí estamos perdidos.
En nuestro
interior campea una banda de forajidos complotadores mentales que no paran de
dañarnos el oído, de murmurarnos las cosas que debemos hacer para continuar
humillados, alienados y avergonzados: “Eres culpable, mereces la censura y la
muerte, debes auto flagelarte por lo insignificante que eres, siempre
fracasarás, no tienen más que lo que mereces”. Este sentimiento de culpabilidad
se emparenta con el de la vergüenza y ¡adiós sujeto! Nos avergonzamos hasta de
ser muy felices; de sentir alegría porque algún canillita se haya muerto y
hasta pensamos mal y, para colmo, acertamos (por aquello de que todos andan en
las mismas).
Somos militantes de
la auto punición, del auto sabotaje, de costosas expiaciones y parodias de
superficial redención personal. Los cristianos en su letanía: “Por mi culpa,
por mi culpa, por mi grandísima culpa…” complotan para que sigamos en
permanente trauma de culpabilidad histórica y como no nos podemos liberar (o no
queremos, por pura comodidad y confort expiatorio) nos adaptamos a ella para
sufrir menos y victimizamos y, como para no olvidarlo, nos colgamos al pescuezo
un crucifijo con un ser doliente y tránsido de angustia.
Claro que con la
edad mengua el trauma deshonroso de culpabilidad y vergüenza por aquello de que
ya podemos controlar nuestras imponentes emociones y nos importa un comino los ires
y decires ajenos y nos damos el lujo de posar de modestos y superiores.
Bueno, no siempre
funciona tan bien; la escisión entre lo que soy y lo que aspiro a ser se
configura en una insuperable herida traumática que nos rastrilla a cada rato,
así este uno viejito; esa distancia entre lo que uno ha logrado ser con lo que
soñaba ser es desgarradora y vergonzante ante nuestros ojos interiores; el
juececito interior es implacable y despiadado; eso muy bien podría conducirnos
a depresiones por agotamiento auto perceptual.
Parece ser que la
vergüenza alcanza su “cima” cuando estamos vivos (es decir, adolescentes); esas
tres crisis del “adolescere” nos torna tan vanidosos, sensibles, susceptibles
al qué dirán que vivimos sometidos y pendientes del “qué dirán” prestos a
derrumbarnos si son negativos o a sobredimensionarnos si son empalagosos; y siempre
la crítica, el juzgamiento y la condena de la otredad gana y lo ejercitamos con
fruidez, con deleite perverso, con gozo obsceno con polimorfa intencionalidad
ero-tanática…
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