(Cuento). Anny: olasmo bajo la lluvia. Por: Uriel Leal Zabala. (San Francisco-Cundinamarca)

 


Sobrio de vino y borracho de estasiado amor, con mi inteligencia alerta, caminé hasta el mostrador de la cafetería de don “Guille” y le solicité un perico y una mantecada de Castilla para derrotar el frío de mi cuerpo y un ruidito en las tripas por haberlas ausentado de comida en todo el día. A propósito joven “Tolima” (así me bautizó don Guille, quizás como homenaje a él mismo, pues también venía de esas ardientes tierras) esa niña de azules ojos y gran cabellera rubia preguntó por ti y le dije que lo podía esperar, pues siempre aparecía por la cafetería al caer la tarde para charlar con sus amigos. Gracias don Guille, esa dama debe ser sin duda Anny, la única rubia amelonada que atrapa mis instintos extrarracionales en este mar de psiconautas citadinos.

Y, allí, en un rinconcito junto a la ventana que da a la 26, degustando un humeante tinto, estaba mi cosecha pasional, con su grácil cuerpo medio escondido en un camisón de tela cruda de algodón color salmón y un gabán de terracota oscuro la cubría toda, semejando un gran tulipán negro abrigando una espiga de trigo en flor. Algo se agitó dentro de mí pues presentí que esa espera era nuestro definitivo e inexorable encuentro, mi condenado encuentro con mi deseo contenido.

La miré quedo, lelo, congelado, detenido en una estrangulada eternidad, hipnótico, mas no saciado, de esa delicia observable que desde comienzo de semestre se había convertido en la habitante cotidiana de mis sueños, invasora de mis pensamientos, cruel ´personificación de la mujer que había construido fantasiosamente para mi futuro casamiento, sendero alucinante del deseo animal, razón suficiente para quedarme adrede cada tarde y en ocio erótico en la cafetería, para copiarla y guardarla en mi bitácora de vuelo.

Algo había de más en ese rostro otrora tan radiante y era una lágrima grande y brillante como un diamante que rodaba por su mejilla de marfil, acompañado de un suspiro de fuego enternecido exhalado cuando detecto mi presencia; ese cuadro de angustia y eterna espera sembró dentro de mi corazón terribles dudas, semillas de ansiedad clamorante, dolor de tierra abandonada, taciturno ocaso de una muriente luna desflecada.

Me incliné ahogado de silencio, con el alma abierta y receptiva, sobre su resplandeciente figura, le di un beso en su atormentada frente pálida, aspiré su nostálgico llanto quedo y luego me senté frente a la habitante solariega de mi onírica existencia, presto y contrito a escuchar, quizás terribles confesiones, fluir de penas inconfesas, vindicativas quejas. Me arropó con su profunda mirada triza corazones, tomó mi mano, enjugó con mi pulgar esa lágrima y lo chupó deleitada como si fuese un biberón de orfanato. Esa sensación, mezclada con su gesto lujurioso despertaron en mí unas raras ansias de zarpar hacia no sé dónde, de renacer en la agonía de esa tarde, de querer eternizar el tiempo.

En esa hora vespertina, toda ella parecía evaporarse en fragancia como el aroma que se pegaba al humito de su café caliente y la luz de sus ojos oceánicos evocaron un recuerdo siendo niño cuando encontré una piedrita aguamarina en el camino a la escuela y siempre la sacaba de mi relojera en las tardes para mirar a contraluz el sol muriente y fascinarme con los destellos de oro verde azul que despedía ese bello vidrio pulimentado.

Mi quimera blanca, sin pronunciar palabra, se irguió cual orquídea planetaria y, tomándome por la solapa de mi camibuso azul petróleo salimos de la cafetería a deambular por las frías y mojadas calles de quinta paredes; afuera, la noche joven nos bañaba con una lloviznita pertinaz, insidiosa y cómplice de nuestro trueque de amor, dolor, paz y lamento.

Un cielo azul plúmbeo y la luz mortecina de los incandescentes faroles  de sodio de la placita cubrían los gigantescos eucaliptus, viejos y añosos de recibir el crudo invierno, mostrando en su rugosa corteza las cicatrices dejada por  los clandestinos amantes de la “Nacho” que buscaban eternizar o dejar testimonio de sus entuertos amorosos bajo esos árboles silentes.

Nos paramos en medio de un charquito de agua y luz que reflejaba nuestras temblorosas sombras mientras el agua fría lamía la suela de nuestros zapatos ya entrapados de granizo. Pupila a pupila quedamos una eternidad mirándonos, quizás navegando en nuestras intenciones y deseos reprimidos.

Las calles estrechas de ese barrio estaban solitarias como tarde de domingo y exhalaban un aroma provinciano casi como el aliento de mi pueblo cuando terminaba de caer un aguacero. Las fachadas de sus casas eran todas asimétricas,  como la impronta o la  huella antojadiza de sus variados dueños y el capricho de los albañiles que les hacían mantenimiento. Algunas tenían balcones  de madera pintada de colores indecisos, donde los arrendatarios, casi todos estudiantes universitarios, algunos acompañados de sus padres campesinos, colgaban sus prendas a secar prensadas con ganchitos de plástico para que  no volaran.

Un giro medroso de su delicada estructura me regresó al ahora, sacándome abruptamente de esas retromociones  adolescenciales que se agolpaban en mi afiebrada mente provinciana y volví a contemplarla toda, semejaba una chispa de luz en medio de la noche…

“Tengo que confesarte  que mañana ya no estaré en la Nacho ni en esta capital; mi padre regresa a España pues su trabajo en el consulado terminó y toda mi familia ya voló a Madrid; me quedé hoy porque tengo que cerrar una desbordante pasión que asalta mis instintos y presiento se volverían obsesión o locura cuando camine en otras tierras y evoque tu presencia ausencia de amante fantasmal y extático; soy la menor de  tres hermanas muy bonitas, al punto que me siento la patito feo cuando ando con ellas; a mis diecisiete años quiero realizar contigo una tejedura “tanatoerótica” como lo dicen nuestros maestros psicoanalíticos lacanianos y recoger todo lo con vivido en mi vientre virgen para no quedar pegada cual sonámbula y noctámbula  a estas calles bogotanas y a ti, caminante provinciano; soy esquiva de palabras y este homenaje y duelo compartido lo haremos en la mitad de este parque de pie y frente a frente como guerreros que se citan a su último combate; mi paciencia contigo es fugitiva, siento terror de mi presente, tengo un susto indefinible y gritando estoy por dentro; quiero que  desflore mi virginal espíritu, conservando intacto mi adolescente cuerpo, para que me habites donde nadie pueda tocarte y me ames como yo te amo sin tiempo sin lugar sin excusas…

Comprendí la profundidad de su discurso y el esplendor de su palabra largamente retenida fue cobrando cuerpo, como realidad casi palpable en mi cerebro que ya se nostalgiaba.

Con sutil elegancia la  “monarca mariposa” españolita se acercó a mi rostro y susurrando quedo a mi oído dijo que me daría su primer y único beso soñado en luna llena…unió su nariz a la mía, aspiramos y expiramos tres veces la totalidad de nuestros alientos y en una micra de relámpago estallaron lucecitas en mi trillón de cosmocélulas; luego abriendo mi boca con su boca sopló tan fuerte  y formidable dentro de mí que sentí el esplendor de la inmensidad salirse por todos los poros de mi cuerpo; esa alquimista del misterio tántrico inició una invasión creciente e imparable en mi cuerpo interior, imponiendo su imperial amor extraño y extrañado haciendo que mi vida vivenciara el tiempo en un infinito insuficiente, que el infinito se tornara un instante y que ese instante fuese un eterno, logrando amarla en un presente fuerte a solas en silencio y a escondidas de mi Yo, de  mi mente y de la suspicacia de las demás gentes…

Su amor no tuvo historia, fue puro presente en mi andadura; está en el aquí y el ahora, sin huellas ni cicatrices que permitan recrearlo en el futuro; viaja o quizás permanece vibrando en mis arterias como poema estremecido y su exquisita factura me place, me hace padecer gratamente, sufro con deleite, me duele en la alegría, es un dolor encantador que hace que me enferme de delicias…

Luego de navegarnos en el aire, aleccionó mis manos haciéndolos que recorrieran con delicadeza y fuerza su esbelto y espigado cuerpo de fugitiva Ibérica; tuve cuidado y paciencia histórica recorriendo sus dos mil centímetros cuadrados de intimidad y extimidad orgánica, de sensualidad infinita hasta convertirlos en clave simbólica y metafórica de su real misterio terrenal; proyectaba una consistencia flexible y frágil cada centímetro de su universo fémino y  la profundidad de su piel lactescente estaba cargada de electrizantes significantes lujuriosos; era un volumen ludomiestético, un manojo de pasiones contenidas, labrado y tratado con premura ultramarina; expelía un sensualismo que rehabilitaba mis alegrías terrenas; las virtudes afrodisiacas de esa niña mujer en ciernes, se convertía en un aroma propagado en el ambiente que invitaban a captarlos en su totalidad y sus esencias íntimas atravesaban mis instintos ya convertidos en fuertes destellos de deseo carnal; en esa casta y virginal belleza concomitaban los placeres tanatoeróticos y la beatitud; mi imaginación predictiva me impulsaba a decirme a mí mismo:…Este manjar presente, blanca flor boreal, resume todas mis experiencias placenteras y soy el invitado especial, el único actor, escena y escenario de este libreto de pasión sublime convocado y confabulado por dos locos cuerdos que jamás volverán a  encontrarse en este suelo…

Un estremecimiento delicioso recorrió todos los resquicios de mi virilidad despierta y ese hormigueo epidérmico de pies a cabeza agitó y sacudió hasta el vértigo mi humanidad sintiéndome como drogado; ese goce, próximo al éxtasis, se traducía en una tormenta eléctrica cefalocaudal; no era un simple orgasmo, era un “Olasmo” que refrescaba todas las playas habitadas e inhabitadas de mi vida; era utopía y topía erótica concreta y a la vez sutil e indefinible que me impulsaba a navegar en esa plasticidad femenina; como sujeto de deseo, reclamaba las delicias de mi referente próximo y, ella, lo supo o lo sintió en toda su fuerza incontrolable y tomando mi cabeza mordió mis labios hasta hacerlos sangrar; bebimos la sangre y nuestras salivas se mezclaron en un ritual sagrado ancestral y luego bajó mi cabeza hasta hundir mi rostro en su ardiente orquídea; con premura y delicadeza rara en mí, levanté su tela de algodón color salmón, bese sus delicados labios con mis labios, dejé que mi exploradora lengua buscara en los laberintos de su catedral sonrosada un botón tumescente que se fue escondiendo en los pliegues elásticos de ese pubis mullido y anegado de fluidos trasparentes y brillantes; me embadurné con ellos, los mezcle con los fluidos míos que también eran prolíficos y los esparcí por su rostro y sus pezones eréctiles como los pitones de un miura y ese lodo sexual  se coló por todos nuestros poros dejándonos un sabor a nosotros derretidos, diluidos en un polvo cósmico…

Con leve movimiento eterno, se plantó de nuevo frente a mí como al comienzo, anegada de soledad flotante y con otra lágrima de pena y despedida definitiva y definitoria, mirándonos pupila a pupila, se retiró en silencio, flotando en su gabán de terracota negro…

Desde entonces en mi acrecente solitud de amante clandestino, sigo en la urgente espera de Anny, para compartir  un instante eterno de Olasmo de amor bajo la lluvia de Abril que para mí es otoño…

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