Divagaciones sobre el amor. Por: Uriel Leal. (San Francisco-Cundinamarca)
El amor es una
palabra demasiado usada para un fenómeno tan complejo y poco frecuente; quizás
sea la única necesidad (que no cesa) que tiene el ser humano para amar y seguir
siendo el mismo.
En el libro “Quién
puede hacer que amanezca” de Anthony de Mello, hablando sobre la intrepidez
dijo: “¿Qué es el amor? La ausencia total de miedo”. “¿Y a qué es a lo que le
tenemos miedo? Al amor”; respondió el maestro.
El enemigo del
amor no es el odio, sino el miedo; miedo a ser uno mismo, a ser consecuente con
nuestras emociones y deseos.
Tres pensadores de
antaño (Sócrates, Platón y Aristóteles) hablaron de las ciencias normativas y
nos dejaron entrever que son tres complejidades fenomenológicas las que nos
normatizan: la ética, la lógica y la estética; y que esta última (la estética o
aisthesis o sensibilidad -percepción o conocimiento sensible- o estésica -afectividad-)
se soporta en la siguiente triada: Las leyes de lo bello, las reglas del arte (o
filosofía del arte) y el código del buen gusto. Todo eso nos conduciría al
criterio platónico de la armonía y de la medida y a la definición Aristotélica
del orden y la grandeza estructural de un mundo considerado en su mejor
aspecto; es decir, no ver las cosas como son sino como debieran ser. Así las
cosas, no hay nada extramundano o ultramundano, sino que todo estaría en
nosotros como una divinidad dormida y lo que percibimos es inventado o no real.
Los estoicos y su
moral estética dirían que “lo bello es el resplandor de lo verdadero y del
bien…” es decir, platonizados a discreción. Santo Tomás de Aquino mostraría
en la armonía de lo que place el contentamiento último y el perfecto reposo del
gusto como del entendimiento. Es en Kant donde se rompe con el platonismo,
obligándonos a un análisis de lo bello y de lo sublime, constituyéndose en una
verdadera “revolución copernicana” del dogmatismo al criticismo, de una
concepción objetiva a una actitud relativista, hasta subjetivista; se pasa de
una ontología a una visión psicológica de la estética. Para Kant, el
sentimiento estético reside en la armonía del entendimiento y de la
imaginación, gracias al libre juego de ésta. “La armonía se constituye en una
finalidad no intencional cuya realización engendra el sentimiento de lo bello.
Siendo esta armonía independiente, no solamente del contenido empírico de la
representación, sino también de toda contingencia individual, el sentimiento de
lo bello existe, pues a priori, y funda, en cuanto tal, la validez universal y
necesaria de los juicios estéticos”.
Pegando un salto cuántico sobre la temática del amor
y lo bello, Cioran diría: “Lo equívoco del amor parte del hecho de que se es
feliz y desgraciado a un tiempo, que el sufrimiento y el placer se igualan en
un único torbellino. Por ello, la desdicha amorosa crece conforme la mujer más
nos comprende y nos ama. Una pasión sin límites nos lleva a lamentar que los
mares tengan fondo, y el deseo de sumergirnos en lo ilimitado lo aplacamos
zambulléndonos en la infinitud del azul celeste. Por lo menos el cielo no tiene
fronteras y parece hecho a medida de la verticalidad del suicidio. El amor nos
induce a ahogarnos, provoca el anhelo de las profundidades. En eso se parece a
la muerte. Así se explica por qué la sensación del fin la tienen sólo las
naturalezas eróticas. Al amar se desciende hasta las raíces de la vida, hasta
la lozanía fatal de la muerte. No hay rayos que te fulminen como un abrazo, y
las ventanas se abren al espacio para que puedas arrojarte por ellas. Hay mucha
felicidad y mucha desgracia en los altibajos del amor, y el corazón es
demasiado estrecho para sus dimensiones.
El erotismo proviene de más allá del hombre; lo
abruma y lo derriba. Y, por esa razón, abatidos por sus olas, los días pasan
sin que nos percatemos ya de que los objetos existen, de que las criaturas se
agitan y la vida se consume, ya que, atrapados en el voluptuoso sueño del amor
por tanta vida y por tanta muerte, nos hemos olvidado de ambas, de suerte que
cuando despertamos del amor, tras sus inigualables desgarros sentimos un lúcido
e inconsolable desplome.”
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