Entre sueños y recuerdos. Por: Álvaro Enciso Prieto. (Nocaima-Cundinamarca)


Hasta mi nariz llegan los densos olores a humo de la locomotora a vapor y de fuel oíl del autoferro, que todos los días transitaban por la carrilera del ferrocarril extendida al frente, a pocos metros de la puerta de la casa en la que nací.

Creo que fue el impacto de esas primeras sensaciones olfativas y visuales lo que dejó marcada en mi memoria, como una fotografía en sepia, la imagen sentada de mi pequeño cuerpo en lo que debería ser la acera pegada a la puerta de esa casa, y que se combina con otra escena recurrente: es una secuencia en la que una señora vecina me ayudaba a subir a su cama, y ya a su lado, acaricio sus piernas.

Aparece en mi somnoliento deleite el recuerdo del fresco aroma a pino silvestre, que impregnaba en las mañanas el único cuarto que ocupábamos con nuestros padres y mis dos pequeños hermanos; era el aroma de la loción del bonito frasco verde con tapa café, que papá acostumbraba a aplicarse después de la afeitada y que nos regalaba para jugar cuando ya lo había desocupado.

Súbitamente emerge el hostigante olor de las velas de cebo que mi mamá, como tantas otras devotas de las Benditas Almas, colocaba rezando los lunes en la noche en el cementerio del norte, a pocas cuadras de nuestra casa. Ese pesado olor era mitigado cuando entraba con ella a las iglesias y sentía que ese ambiente sacro de flores y esencias se imponía con aromas que yo relacionaba confusamente con muerte y respeto.

En contraste, se me revela el olor mágico del papel de armiño, que venía en pequeñas libretas con hojillas rojizas y que en casa se quemaba para ambientar las noches en ciertas épocas del año, con el fin de atraer “la buena suerte”.

Me sorprende que todavía tenga tan clara la sensación combinada de limpieza y perfume del jabón Reuter, que, aún sin retirar de su empaque negro con letras amarillas, expelía ese aroma que nos hacía sentir asépticamente cercanos a los gringos, quienes, según la propaganda de la etiqueta, lo usaban diariamente.

En medio de una festiva oscuridad, alcanzo a percibir la evocación nasal del humo producido por las llantas y la pólvora quemadas en los barrios populares de la ciudad, en la noche de las “velitas” para celebrar la anunciación de la virgen, como alegre preludio de la navidad.

Como pasando una página, llega el lamento de haber perdido la pista a un pequeño libro de tapa azul y papel ordinario (de pronto es el primer libro que yo leí por interés propio) en el que vi reflejada en forma tan sorprendentemente fiel, la vida de un inquilinato como en el que vivimos, hasta que cumplí los 10 años.

Hasta la descripción de la vieja casa en ese librito coincidía con la que habitamos junto a doce familias más en esos años del comienzo de los sesenta: un portón metálico de dos cuerpos daba acceso a ese mundo de vidas que se tocaban de todas las formas posibles.

Como fundida entre las historias de aquel libro, aparece la imagen de una de esas familias que ocupaba dos cuartos del primer piso, conformada por la pareja (a ella le llamaban Maruja y a él mis padres le pusieron el apodo de el “pintagil”) y sus cuatro hijos, dos hombrecitos y dos mujeres, estas últimas causantes de mis primeras sensaciones sexuales conscientes. Una era la Tobincha, morena y fuerte, con grandes dientes blancos, y negrísimo cabello con trenzas al mejor estilo de sus ancestros boyacenses; era escurridiza y brusca cuando yo en juegos intentaba tocarla; en cambio su hermana mayor, la Blanca, algo alocada, quizás producto de sus adolescentes hormonas, hasta se dejaba bajar los calzones cuando jugábamos al papá y a la mamá debajo de la cama de sus padres.

Al lado, ocupando un solo cuarto, cinco miembros de otra familia, cuya atracción era doña Celina, la madre de tres chicos cercanos a mi edad y esposa de un conductor de bus urbano al que le decían “pocillo”, porque le faltaba una oreja. Quizás por algún comentario que ella hizo a otra vecina sobre su vida en pareja, y que yo escuche clandestinamente, me alteraba cuando la veía, alta, blanca y gruesa (un hembronón, le escuche a mi papá decirle a un amigo) y más de una vez intenté espiarla por debajo de la puerta del baño comunal.

En esa misma casa ocurrió otro de los episodios que más me turbaron en la infancia (y, qué extraño que aparezca de último en este repaso onírico) es haber cargado el ataúd blanco de un niño de pocos días de nacido y que murió sin haber sido bautizado; aún me parece verlo, muy blanco y seco; decían que había sido entecado.

Estos recuerdos, hacen su recorrido sin mayor esfuerzo paralelos a un sueño, desde las dos horas que hace que permanezco sin vida junto al cadáver de doña Pilar, gracias a los certeros tiros de revolver que nos propinó su marido, el celoso carnicero de la esquina.

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