(Cuento). El Pacto. Por: Álvaro Enciso Prieto. (Nocaima-Cundinamarca)
En varias ocasiones, durante una parte de las dos horas del viaje que hacía semanalmente desde su casa al trabajo o viceversa, llegó a contemplar la posibilidad de un pacto con alguna instancia sobrenatural, para alcanzar sus aspiraciones económicas y satisfacer sus sueños, los de su mujer y sus hijos, de viajar por el mundo.
Pensaba, entre otras cosas, que de pronto a través de este pacto podría transar su salud (al fin y al cabo, de algo tiene uno que morirse) a cambio de los recursos que le permitieran materializar sus ansiados planes.
Por ratos veía borrosas las caras de esos seres que lo miraban con sonrisa triste y compasiva; también a veces sentía sus manos acariciándole la cara o estrechando sus propias manos; en cambio, permanentemente escuchaba, con toda claridad, sus voces susurrantes y cariñosas.
En los profundos sueños del coma recorrió los mismos sitios del mundo en los que estuvo con su hija o con su esposa o con sus otros hijos, o con todos a la vez. Lugares que cada uno de ellos deseaba visitar por los más diversos motivos.
Se vio en el mismo bazar de la calle Bab al Shariya, en el Cairo, recorriendo la calle bulliciosa, apretando la mano de Anita, temiendo que se le perdiera en esa casa donde pasaba su atormentada vida Karma Yunis, uno de los personajes de Festejo de Bodas, del nobel Naguib Mahfuz; compartiendo con ella la ansiedad y el asombro en ese ambiente tan agitado, cálido y exótico, porque al día siguiente estarían viajando hacia las tres pirámides de Gizeh, Keops, Kefren y Mikerinos, en la orilla occidental del Nilo, no muy lejos de la capital; y luego viajando más al sur a Nubia, para visitar el fabuloso templo de Abu Simbel, construido por orden del gran Ramses II, el gran sueño de Anita, la niña menor, desde que comenzó a leer sobre esta cultura. Visitó, también con él, una exposición de tumbas egipcias en el museo nacional.
Recreó en su mente el ruido de los rieles y el incesante vaivén de los trenes en la fatigante y exótica visita, junto a esposa, a la tierra de Gandhi, de oeste a este y de norte a sur. Decidieron hacerlo a continuación del viaje a Egipto los dos solos, dado lo largo, costoso, incierto y fatigante del itinerario. Primero fue en el tren eléctrico de Bombay a Bhopal (ciudad tristemente célebre por lo narrado en el libro de Dominique Lapierre y Javier Moro) y luego en el tren con locomotora diésel hasta Calcuta, en el delta del Ganges (La Ciudad de la Alegría, como le denomina el mismo Lapierre en su homónimo libro). Por nada del mundo hubieran dejado pasar la oportunidad de montarse en el ferrocarril Darjeeling del Himalaya, un trencito como de mentiras, catalogado por la UNESCO como Patrimonio Mundial, capaz de llevar pasajeros por una trocha angosta hasta un sitio denominado la curva de Batasia a más de 2300 metros sobre el nivel del mar, desde donde contemplaron fascinados el monte Kanchenjunga, la tercera cumbre más alta del mundo. Luego, en frenético afán, atravesaron de arriba abajo el subcontinente, para disfrutar del “tren de juguete” que los llevó, después de pasar por 208 curvas y 13 túneles, a los montes Nilagiri o montes azules al sur de la India.
Casi sentía el golpe de la brisa, el ruido del mar y los sones de barrio cuando estuvieron, ahí si todos los siete miembros de su familia, en Cuba, uno de los mayores deseos de Juancho, el penúltimo de sus hijos; ese deseo que se le veía cuando aguantaba, como hipnotizado, la hora larga que duraban cada una de las películas de los viejitos del Buena Vista Social Club. Estuvieron toda una tarde emocionados y extasiados, llevando el ritmo con pies y manos, deleitados con los sones que sextetos de abuelos tocaban en la Bodeguita del Medio. Tuvieron toda la intención de visitar la tierra natal de Polo Montañez, pero prefirieron darse un chapuzón de clase turista en las hermosas playas de Varadero; al fin y al cabo, estaban cansados, y por lo menos él ya no tendría más la oportunidad de volver ahí.
De nuevo se vio viajando con su esposa, pero esta vez en un enorme transatlántico, el único crucero turístico que cubría un itinerario parecido al del Bounty con el capitán Bligh, héroe de Rebelión a Bordo, saliendo de Londres, pasando por el Cabo de Buena Esperanza, sur de África, luego debajo de Tasmania, Nueva Zelanda y atracando en las paradisíacas islas de Tahití, Tonga y Fiji, entre estas dos últimas, el lugar en donde ese libro nos dice que ocurrió el más famoso motín de la literatura.
Lo unió a su esposa, no sólo su amor, sino la afición a la lectura; por eso compartieron el mismo deseo después de terminar de leer El Samurai de Shusaku Endo: visitar el país del sol naciente para tratar de encontrar a Kurokawa, la tierra anhelada por ese personaje del medioevo nipón, compañero del misionero jesuita en su cruzada espiritual a Roma. Pero no sólo por eso viajaron a la tierra de Hiro Hito; también para ver los duraznos en flor, comprobar que el monte Fujiyama, en su esplendor como la montaña más alta del Japón, era blanco y no rojo, como en uno de los sueños de Kurosawa.
Extrañamente, en lo hondo de su sueño sintió la misma sensación que lo envolvió cuando llegaron a Xiyang, casi en el centro de China; era una especie de remordimiento mezclado con asombro, porque lo que estaban presenciando era nada menos que la octava maravilla: los guerreros de terracota de la época del emperador Qin Shi Huang; remordimiento porque no creía justo que los niños se hubieran privado de la portentosa muestra de esa cultura.
Pero mitigaba su sentimiento con el recuerdo de la admiración compartida cuando recorrieron todos, nuevamente, los rincones de Machu Pichu, bastión inca en el Cuzco. Y, de paso hacia el norte, desviaron al costero departamento de Lambayeque con el propósito de dar gusto al conocido interés de la graciosa Anita por las tumbas y las momias, en este caso la del señor de Sipán, en su eterno hogar, dentro de las pirámides de ladrillo construidas por la cultura mochica. En una ocasión, cuando su tercer hermano, exitoso ejecutivo de una multinacional de las bebidas, que constantemente viajaba al exterior por placer o por trabajo, estaba de viaje en Italia, Anita suspiró y le dijo con carita resignada, “ahora sí mi tío me hizo dar envidia”, y enseguida tomó el pesado Atlas Mundial para recorrer con su dedito índice lo que imaginaba era el recorrido del tío Lucho por Florencia, Venecia y Roma.
Por supuesto que la envidia de Anita no duró mucho, porque el último viaje de esta historia fue precisamente a Europa, con mamá a bordo y empezando en la península ibérica, porque nosotros los suramericanos creemos que Europa comienza con la patria madre —eso incluye a Portugal— y no por otro lado como lo imaginarán los asiáticos. En suelo lusitano rezaron ante la imagen de la virgen de Fátima y subieron hasta Oporto, en la costa, para comprobar si es allá en donde fabrican el vino de ese nombre. Pasaron a España volando directamente a Madrid y luego de disfrutar de paellas, tapas y demás delicias de la cocina española, viajaron por tierra hasta Elizondo, cerca de los Pirineos, para convencerse de que la grieta por la que comenzó a desprenderse la península del resto de Europa era sólo el recurso literario de otro nobel, José Saramago, para divertirnos con su Balsa de Piedra.
Se agotaban ya el tiempo, la salud y el dinero de nuestro amigo; el pacto tenía una “cláusula de duración” y, además, se podía dar por bien servido al haber vivido en tan corto tiempo con su familia experiencias de viaje que, aún muchos adinerados en el mundo, tardan años en realizar. Por esos motivos decidieron que sólo irían el gordo, su hijo mayor y él a Italia, casi con el único fin de comprobar que es en Roma dónde se hacen las mejores pastas del mundo. Al regreso de esta gastronómica experiencia todos se reunieron en Barcelona, para realizar una última visita juntos, póstuma, se podría decir. Entraron cogidos de la mano a la catedral de La Sagrada Familia, obra del genial Gaudí, sintiendo la combinada energía de la creación humana y la espiritualidad religiosa.
Con un cataléptico suspiro de añoranza repasó la lista de los lugares que no alcanzó a conocer, quizás con el consuelo eterno de que sus vástagos lo harían en su honor. Pasaron por su inconsciente, como en un vertiginoso carrusel, la Avenida de los Muertos en Teotihuacan, en México; las cataratas del Iguazú entre Brasil, Argentina y Paraguay; las volcánicas tierras de Islandia, debajo del círculo polar ártico y de Hawai, abajo del trópico de cáncer; hasta las selvas de Costa Rica, por aquello de las películas de Jurasic Park, que no dejaban de atraer a sus hijos; también aparecían uno tras otro, nombres como Jerusalén, Transilvania, Katmandú, La Selva Negra, San Agustín, Leticia, Alaska, Madagascar, Las Islas Galápagos, Amur, Kabul y La Patagonia.
A los pocos días del regreso a casa, producto de la fatiga del viaje, pero más por lo acordado en el pacto, enfermó gravemente y cayó en ese coma profundo del que nunca más despertó. Su familia no estaba triste, ya que había gozado con él todos sus viajeros deseos, que fueron cumplidos gracias al dinero ganado en la lotería, por obra y gracia del pacto, que sólo él supo con quién fue.
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