La policía y yo. Por: Álvaro Enciso Prieto. (Nocaima-Cundinamarca)

 


Hombre, policía que llegue a una zona donde haya influencia del paramilitarismo o del narcotráfico y no sepa cómo lidiar con esa vaina, es un policía muerto

Esta frase del mayor Juan Carlos Meneses citada por el abogado Daniel Prado, en la página 294 del libro Los Doce Apóstoles, motivó un escondido interés por contar mi extraña relación con la policía, activando recuerdos de mi niñez, de mi época de universitario y de las últimas épocas de mi vida.

DE LOS SESENTA A LOS OCHENTA

 Las primeras imágenes asociadas a la policía son las calles de mi barrio y una patrulla doblando la esquina; por supuesto me veo corriendo despavorido hacia el inquilinato que nos servía de hogar a otras 10 familias más.


La veo como si fuera ayer: redonda como una calabaza, tétricamente cerrada, de color gris humo, con la persiana del bómper como una boca entre sonriente y vociferante: “aquí voy yo, ay de que se dejen coger”.


Esta sentencia era la que nos repetía mi mamá para evitar que saliéramos a la calle: “ojalá los coja la patrulla, por callejeros”.


La verdad, pocos recuerdos tengo sobre la fisonomía de los tripulantes de esas Ford F100; nunca vi bajarse a ningún uniformado de la patrulla que rondaba por esas calles llenas de muchachitos de mi edad jugando “cinco huecos” o “echando aro”.


La vaga referencia visual de un policía la tengo en la figura gorda parada en una esquina, vestida de verde oliva con kepis y esgrimiendo un terrible bolillo de madera café oscura.


Años más tarde en la Universidad, ante imágenes más agresivas, y gracias al espíritu rebelde de la juventud, mi temor infantil por la policía se fue convirtiendo en rechazo activo, en actitud “política”, se podría decir.


La calabaza gris fue reemplazada por un monstruo tres veces más grande, verde oscuro, casi negro, acorazado dragón que en vez de fuego lanzaba agua (y uno que otro “tirito”).


El gordo policía del barrio se convirtió en una especie de gladiador con escudo de plástico y un bolillo más grande que el de mis recuerdos de mocoso. Los “tombos” antimotines, decíamos en esa época de efervescencia y calor, también contaban con miedosos lanza-gases lacrimógenos, que sinceramente a mí nunca me hicieron llorar, porque no era tan “tropelero” como para ponerme a su alcance.

 

De todas formas, les tenía menos miedo que a los gigantones de la PM cuando por “motivos de extrema necesidad y grave alteración del orden público”, los mandaban a custodiar la entrada de la Nacional por la treinta y la 26, y de un momento a otro nos corrían apuntando sus fusiles al aire, (al aire de los pulmones, decían por ahí).


Esa época por fortuna no me marcó físicamente, pero contribuyó a mi desconfianza por todos los uniformados de verde, y de muchos que no teniendo el uniforme pertenecían a ese cuerpo de seguridad del Estado, que desde chiquito le oí nombrar a mi papá como “tiras”, y con los cuales él sí tuvo uno que otro “encontrón”.

 

HOMERO

Después de mi grado universitario y con las preocupaciones del nuevo profesional, la policía dejó de ser para mí un punto de atención especial, hasta que conocí a un muchachito bien educado, nacido en una ciudad intermedia, hijo de policía y hermano de policía.


Homero era el novio de mi cuñada, la hermana de mi novia en esa época y ahora mi esposa; con cara de niño, rubio y bien hablado; sin uniforme quién iba a creer que era el subteniente Díaz, comandante de policía de algunos municipios que por esos tiempos eran nido de una generación de nacientes “traqueticos de provincia”.


Con su carisma y buenas maneras, supo manejar las situaciones, de por sí bien complicadas, de fiestas con tiros al aire y trago pa`todo el mundo auspiciadas por uno que otro sospechosamente nuevo rico, con Toyota “caresapo”, guardaespaldas, pistolas y poncho. En esos días se decía en chiste que las fiestas patronales eran para eso, “pa´tronales el cu….”


El destino nos obligó a conocernos e interactuar por un objetivo común: el amor por las hermanas Pinzón: salidas a bailar, paseos, cumpleaños, y hasta nos volvimos cómplices de lances furtivos.


Al tener yo que viajar todos los lunes a Bogotá por razones de trabajo en mi “pichirilo”, él aprovechaba la oportunidad y viajaba conmigo desde la casa de nuestros amores. Durante esos recorridos, conocí mejor su forma de pensar, sus logros, anhelos y aspiraciones como oficial y como hombre enamorado que soñaba con un hogar al lado de mi cuñada.


En una de esas ocasiones me contó que había estado en una misión antinarcóticos, un operativo muy nombrado por allá en 1986, un famoso allanamiento en los Llanos del Yarí.


El muchacho tenía un perfil que le permitía estar en esas misiones de vez en cuando y en las oficinas de la dirección general ocuparse de algunas funciones administrativas, (y quizás de inteligencia, eso no lo supe directamente), por su facilidad para el manejo de la informática.


De aquella operación, él se quejaba de que sus compañeros habían actuado con rapiña, “embolsillándose” lo que podían. Creo que a partir de ahí le cogieron desconfianza y se trazó su trágico destino de policía honrado.


Lo que ocurrió en adelante es una sucesión de confusos hechos, información fragmentada, agitación y desazón en la casa de su familia, y mucha intranquilidad en mi cuñada.


En una ocasión ella contó a mi novia que Homero le había dicho que lo estaban persiguiendo unos tipos; incluso que llegaron a su apartamento en Bogotá y preguntaron por él identificándose como miembros de un grupo de seguridad estatal. Este suceso fue el comienzo del fin para esa joven alma de oficial, sino pura, quizá menos contaminada que muchos de sus compañeros de armas que tenían a cargo la seguridad de los ciudadanos.


En los primeros días el mes de febrero de 1987, supimos la noticia del traslado de Homero a un municipio del Huila; todos nos preguntábamos presintiendo lo peor: ¿por qué a ese sitio tan lejos de la dirección general? ¿Qué hizo mal Homero para ese traslado con sabor a castigo?


Un sábado en la noche, Homero nos sorprendió llegando de improviso. Nos dijo que se había volado porque sabía que lo iban a matar; ahí se confirmó el presentimiento de todos, le estaban montando una cacería infame.

 

Al otro día llegó su mamá y lo convenció de que fueran a hablar con el director general y que como así lo habían decidido, le presentara su renuncia. El aceptó y se programó el viaje para el lunes en la madrugada, aceptando mi ofrecimiento de llevarlos en mi carro hasta Bogotá.

Ese lunes de la mañana del 28 de febrero fue la última vez que lo vi con vida. Lo que sucedió después de nuestra despedida en la calle 26 frente al edificio de la dirección general de la Policía, lo supimos por boca de su mamá.

Nos contó antes del funeral, que ese día fueron recibidos por el director general y él lo convenció de regresar al municipio de marras para que presentara su renuncia formal al superior inmediato; dice ella que vio al muchacho indeciso, pero que finalmente aceptó, y se fue al día siguiente para siempre al Huila.

De él no se supo más hasta el viernes en la mañana por la llamada de uno de los hermanos de Homero, con la noticia dolorosamente esperada: Homero murió el jueves; según el parte oficial, se había suicidado en un prostíbulo.

Fue enterrado en su ciudad natal, en medio del natural dolor de todos; mucho lloró su padre, pensionado de la Institución por la que, o mejor, en la que murió su adorado mono”.

A pesar de que de manera inmediata el hermano policía quiso averiguar más, la familia no quiso solicitar investigaciones, quizás presentían que se trataba de algo grande y terrible.

Mi cuñada se quedó con el dolor, con los recuerdos de las últimas cartas que él le envió y que alguien le recomendó quemar “para que todo quedara ahí”. Nosotros quedamos con el sabor amargo de la injusticia y, en honor a él, bautizamos a nuestro primer hijo con su nombre, Homero.

Este episodio tan doloroso, me hace reflexionar sobre otra frase del mayor Meneses, citada también por el abogado Prado en la misma página del libro de la periodista Olga Behar: “….En este país, me explicaba, un policía no se las puede dar de honesto, se refería a casos en los mismos generales de la república son quienes llaman a los capitanes, a los tenientes, a los mayores, a decirles que por allá hay un amigo que tiene un problema y tienes que dejarlo ir

AMORES FURTIVOS

La extraña y paradójica relación con esta Institución no paró ahí; por los lados de las cosas del corazón también ocurrieron cosas que por fortuna no pasaron a mayores.


Por no sé qué cosas del destino, en las zonas en donde tuve que trabajar como profesional, varias fueron las veces en las que alguna mujer relacionada con policías se fijó en mí.


Aparte de lo anecdótico de esas vivencias, es muy sintomático que en casi todas ellas el denominador común era la juventud de ellas y sus parejas uniformadas, pero por alguna razón en unas estaba presente el cansancio, el hartazgo, y en otras el ansia de compañía; interesante  motivo de análisis sociológico y sicológico.

 

MIS AMIGOS POLICÍAS

La edad no viene sola. Los cincuenta vienen con la madurez de racionalizar las contradicciones”, como me decía un profesor de la Universidad. Las vueltas que da la vida laboral me llevaron a una entidad en la que me correspondió de jefe a una mujer pensionada de la policía, de grado Mayor para más señas.


Enérgica, inteligente y aguda. Muy capaz y respetada en algunos medios de la administración pública. Intuitiva, pero a la vez muy desconfiada como buen sabueso. Lo que no le quita lo generosa y agradecida.


No tengo muy claro los motivos por los que salió de esa Institución, pero intuyo que fue por su carácter frentero más que por falta alguna. Siempre creí en su honradez y mucho le agradecí lo que hizo por mí.


A la vez con ella como jefe, trabé relaciones de trabajo y luego una bonita y edificante amistad con otro Mayor retirado de este sector de la “fuerza pública”, como llaman a veces los medios de comunicación a la Policía y al Ejército de nuestro país.


Más que ex-policía, mi nuevo amigo parecía un científico loco, casi siempre despeinado, distraído y distante a veces, pero muy brillante y a la vez discreto. Ingeniero electrónico, bilingüe, experto en informática, ex-miembro de una misión policial en Croacia, “muy viajado y estudiado”, como dicen las señoras.


A la vez que aprendí de él muchos “secreticos” de la informática y el gusto por el aprendizaje on line, comprendí que este país da todo tipo de frutos, como este policía bien educado que lee mucho y regala libros a sus amigos, y esta dama pendiente de sus amigos y madre amorosa.


Qué ironía, yo que mantuve relaciones distantes, de desconfianza y algunas veces de rechazo y condena por la actuación de algunos de sus miembros, en mi primer medio siglo de vida fui “subalterno”, nada más ni nada menos que de una oficial retirada de la policía y amigo de uno de los mejores seres humanos que he conocido.


Eso no significa que dejen de aterrarme las historias que leo sobre los crímenes de otros seres humanos corruptos pertenecientes a esta Institución con cerca de 120 años de creada y dirigida en sus comienzos por un comisario francés.

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