La visión. Por: Nicolás Castro. (Chía-Cundinamarca)

 


Era el momento cumbre en la vida de un obrero. Honrado, trabajador y sosegado, lo conocían como El Turco porque sabía de matemáticas y los otros obreros lo comparaban con Al-Juarismi, el del Algebra de A. Baldor. Nunca se negó a beber, pero cuando acudió a las parrandas tiraba la mitad de los tragos con prestidigitación de tahúr.

No le faltaba fortaleza física, ni gracia, ni habilidad para conversar. Si no tomaba, como todos sus amigos, era porque se había trazado un camino, alumbrado por la autoridad divina, que lo atraía con una fuerza mayor que la que el ron ejercía sobre sus compadres. Una atracción que lo acompañaba como la luz del sol a todos sus días.

De niño había ido al mar con su madre y, una noche, al haberse dormido justo al atardecer, soñó con el declive de la luz, con un crepúsculo que duraba una eternidad y con una luna argentina sobre un río de plata. El sueño tuvo otros símbolos que, junto a la noche, la luna y el río, había interpretado como un designio.

Viajó, cuando reunió el dinero, a la ciudad soñada, y la primera noche buscó la orilla, aunque en el cielo no hubiera ninguna luna llena. Tomó un taxi a las afueras. El taxista, correntino, le habló de la selva y del campo, en el norte argentino, lo hizo reír con sus chistes y le recomendó un restaurante cerca a la 9 de julio.

Se bajó junto a la avenida del restaurante recomendado. Cuando alzó la vista, y vio el obelisco, supo que había encontrado la primera señal. Desde el obelisco las avenidas y calles de la ciudad se abrían como una estrella laberíntica. No había montañas, ni ningún rasgo natural o urbano que le permitiera orientarse. Tenía que descifrar la dirección a tomar, desde la señal, él solo.

Sacó de su mochila las hojas donde cuarenta años antes había escrito el sueño. Entonces identificó en el designio una forma de orientarse. La aguja de piedra señalaba al cielo y en una de sus caras, la cara que miraba hacia el río, en su base, estaba escrito un nombre, el del fundador de la ciudad.

Corrió hacia las rejas que rodeaban el altísimo puñal blanco, como él mismo lo llamó, y fue leyendo uno por uno los nombres de las caras, hasta que dio con el indicado, que claramente daba su cara a una avenida.

Caminó hasta la esquina más próxima para tomar el rumbo de la avenida y vio que se llamaba Corrientes, como la ciudad del taxista. Entonces estuvo seguro. Caminó bajo las inmensas fachadas de los edificios, asombrado, sabiendo que había llegado al lugar que su sueño le había indicado. Llevó sus pasos tras el nombre de la avenida, hasta que ésta se cortó abruptamente.

Sin embargo, allí donde terminaba estaba el puerto. Frente a él vio tres grandes edificios de ladrillos. Cada uno, por su forma rectangular, parecía un ladrillo a su vez. Esa era otra de las señales. Las calles en el puerto estaban vacías, pues era tarde; abundaban los edificios palaciegos, los jardines de árboles frondosos y floridos, y todo parecía estar en su lugar, impecable.

Dobló a mano izquierda, para pasar en medio de dos de los ladrillos hechos de ladrillos. A lo lejos, al otro lado de un dique en donde estaban aparcados varios yates y otros barcos, vio el inmenso edificio plano, con forma de destapador de botellas, que también era una señal. Cuando pasó bajo éste se rio, pensando en todas las borracheras que evitó para llegar allí.

Siguió caminando, y las calles parecían hacerse cada vez más espaciosas, así como los parques; pronto hubo sólo árboles frente a él, pues el puerto se terminaba en un malecón en donde se veían, de tanto en tanto, pequeños puestos de comida rápida. En uno de estos preguntó por una salida al río. Le dijeron que lo mejor era que viniera el martes siguiente.

Lo que veía delante del malecón de concreto era una reserva natural, la Costanera Sur, que estaría cerrada hasta ese día. Siendo apenas viernes no quiso esperar, y camino por el borde de la reserva, y decidió entrar en ella atravesando la Laguna de las Gaviotas. Por poco se ahoga, la ropa se le rasgó, pero consiguió alcanzar la orilla, y entró bajo dos palmas.

Cuando encontró uno de los senderos de la reserva, este lo condujo hasta la orilla del río. Al asomarse, a pesar de que había creído que sería una noche sin luna, vio destellar el resplandor de plata tras unos nubarrones negros. La luz se derramó sobre las aguas, como cayendo desde una tinaja negra y volátil, y las aguas centellaron devolviendo el brillo centuplicado.

Se recostó contra un árbol, sacó papel y lápiz y escribió; he venido a cumplir la promesa que me hicieran mis ancestros y esta noche dormiré abrigado por el resplandor de su visión, hace tantos años soñado, y aquí encontraré mi ventura. Entonces se durmió, y en el sueño vio cómo sería su vida en la ciudad de los venturosos aires.

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