Migraciones. Por: Manuel Amaya. (La Vega-Cundinamarca)


La temporada invernal en esta época del año, lo más crudo del invierno con su “en abril lluvias mil”, fue asaltada este 2023 por días soleados y nubes estériles. Tan solo ahora, a finales de mayo y de la temporada, aparecieron con retardo unas nubes oscuras que se transforman en aguaceros furibundos acompañados de descargas eléctricas, aunque también hay días en que dejan caer unas lloviznas perezosas que se toman casi todas las horas del día y de la noche. Con el mismo retraso del invierno pasan bandadas de aves migratorias cuyos cantos apresurados pregonan los aguaceros que las siguen.

Hay algo agradable en esos anuncios de las aves, una cierta alegría que me invitaba a recordar otras migraciones. ¿Dónde, cuándo? Habrá sido en mi niñez. No, no tan lejos, es un fenómeno más reciente, ¿quizá el verano del año pasado que transcurrió salpicado de unas lluvias despistadas y persistentes que habían extraviado sus rutas habituales o la noción del tiempo?

No, tampoco era eso. Pues bien, una de estas tardes mojadas, mientras la lluvia se ensañaba con los cristales, pensé en los grupos de venezolanos que se han tomado las calles de Bogotá. Hace unos años, cuando arrancó el nuevo milenio, tal vez un poco antes, empezaron a pasar por Bogotá, y no solo por la capital sino, según informaban los noticieros, la prensa y las redes, por todo el país, grupos de venezolanos, familias completas y acompañantes que migraban a otros países en busca de mejores condiciones de vida; caminaban por todas partes levantando cierta alharaca que algunos veían con disgusto y otros con simpatía. Se dice que la migración de venezolanos ha llegado hasta La Patagonia al sur del continente y hasta Estados Unidos “y más allá” en el norte.

Muchos de ellos resolvieron, por motivos que ignoro, detener su viaje en tierras colombianas y se quedaron. Algunos han formado familias colombo-venezolanas. Su presencia continúa siendo notoria por varias razones, porque era algo desacostumbrado, por el aspecto físico de los recién llegados que contrasta con el de nosotros los habitantes de la sabana, por el porte, muchos de ellos son de elevada estatura y con presencia agradable a nuestras miradas curiosas, por el acento al hablar, tan parecido al de nuestras gentes de la costa norte y sin embargo un poco diferente, característico, inconfundible. De estos migrantes el grupo más notorio correspondió, desde el principio, a familias humildes que empezaron a disputarles los espacios de la pobreza a tantos colombianos que viven en la miseria. Se los veía empeñados en hacer ventas precarias, en Transmilenio, de dulces, lápices, manillas, agujas para coser y todo tipo de cachivaches de escaso valor con los que pretendían ganarse lo del sustento diario. Por supuesto también estaban los que todavía pasan la mayor parte de sus días en ese medio de transporte masivo para ganarse unas monedas a cambio de cantos, cuentos, chistes o intentando conmover corazones con los relatos de sus aventuras y tragedias.

También llegaron otros más afortunados que consiguieron empleo en restaurantes, cafeterías, panaderías, los que llevan encargos a domicilio, los que se integraron al comercio etc. O mujeres infortunadas que fueron reclutadas para ejercer como trabajadoras sexuales y los que quedaron atrapados en actividades delincuenciales. Hubo otros que se sumaron a los andariegos recicladores que hacen largos recorridos siguiendo las estaciones de los contenedores de basuras que contaminan, afean la ciudad y la salpican de hedores. Estos nuevos recicladores integraron motocicletas y les adicionaron cargadores para acarrear los materiales.

Han pasado los años, muchos de estos migrantes se han integrado a la sociedad colombiana y aunque hay unos pocos que lograron hacer fortuna, prefiero hablar de los humildes, de los infortunados, de aquellos que nos encontramos en las calles, los que se han sumado a los pobres dispersos que recorren las vías bogotanas en busca de desperdicios que los surtan de vestido o alimentos o abrigo. Ellos, los empobrecidos migrantes venezolanos, le han infundido un aire nuevo a la miseria porque son personas alegres que hablan con desparpajo, que no ocultan su calidad de migrantes, que nos contagian con su alegría y han dignificado las actividades más humildes y dejan entrever cierta ingenuidad que a algunos nos invita a observarlos y tratarlos de manera afable. Muchos de ellos sueñan con tiempos mejores, con trabajos dignos en su patria liberada de las desgracias que han caído sobre ella y con un futuro mejor para sus hijos aquí o allá o en ambos lados de la frontera, lejos del abandono de los gobiernos, de las basuras y miserias.


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