El tiempo en los tableros. Por: Manuel Amaya. (La Vega-Cundinamarca)

 


Si hubiera utilizado un Uber mi suerte sería distinta, pensaba. Como iba sentado en la parte de adelante tenía que levantar bien la cabeza para ver la hora en el tablero electrónico, que solo mostraba la hora; no anunciaba las dos paradas siguientes ni el destino final de la ruta: solo la hora, como si fuera lo único que importaba, y para mi mirada pegada al tablero, era lo único que importaba: ver el avance inclemente de los minutos. Media hora o más estuve esperando el bus, sabía que en esa estación paraba, pero le di un vistazo a la señal de rutas por si habían eliminado mi ruta: ahí estaba, destacaba entre las demás, pero el retrasado aparato azul con el nombre, una letra mayúscula y tres cifras, no asomaba.

Busqué signos de desespero entre las personas que aguardaban, todas parecían tranquilas. No me fijé si había una mujer bonita o me fijé de modo inconsciente, no lo sé. Llegué a tiempo al paradero, pero no contaba con una espera tan larga. La vez anterior salí más temprano y en ayunas porque me iban a tomar muestras de sangre, pero no sentí ese vacío en el estómago, esa ansiedad que casi me hacía doblarme debido a un dolor inexistente.

Mi cabeza se levantaba para ver correr los minutos y bajaba como si aprobara, ejecutaba el movimiento de un interminable sí, pero la voz de mi conciencia le decía no a todo. Miré al conductor por el espejo, era costeño, estoy seguro, con un fino bigote cano casi a ras de piel y un gesto tan apacible que me exasperó, me obligó a reacomodarme en la silla. Había bastante tráfico, pero las filas de vehículos avanzaban despacio, y él manejaba más despacio que los demás y se demoraba demasiado en los paraderos, una actitud perfecta en otras circunstancias, pero no ahora, no, no, todos los vehículos lo sobrepasaban.

De pronto se subió alguien, no me fijaba en los pasajeros sino en los minutos afanosos, imaginaba la manecilla del segundero marcando los minutos. El pasajero se acomodó de pie, cerca de mí, en la parte de adelante y dijo: Buenos días, les voy a cantar una canción. Prendió su aparato con la pista de la música de una canción mexicana que interpretaba un famoso cantante mexicano, hijo de otro cantante mexicano aún más famoso. La música era moderada, sin embargo, preparé mis oídos para que recibieran el cimbronazo de la subida de volumen; esto no ocurrió. La canción tal vez se llamaba Mátalas, y si no era ese el nombre le quedaba bien. Recordé que en torno a ese cantante hubo un escándalo en la prensa por maltrato de mujeres, alguna vez en YouTube escuché la versión de una de ellas. Me pregunté si esa canción no sería una mal disimulada confesión. El pasajero empezó a cantar, un poco desentonado, aunque tenía buena voz, lo miré al rostro, era ciego.

La canción avanzaba y el cantante iba afinando, remató muy bien, hay que decirlo. Cuando terminó, anunció una canción de Piero que puede llamarse Viejo mi querido viejo. Al principio su potente voz como que no se acomodaba a la canción, pero pronto la música del aparato la fue encarrilando, logró afinar. Pensé en mi padre. Esa canción siempre me pareció triste. Qué han pensado de mí, que pensarán mis hijos cuando la escuchan. Sentí nostalgia. Una corriente de emociones me sacudió. Añoré estar frente a la pantalla para escribir algo, para gritar, para sacudir los renglones con palabras desaforadas y entreverarlos con otros, melancólicos, dolidos. Hubo aplausos y los pasajeros empezamos a escarbar en los bolsillos y en las carteras. Miré a través de la ventana, ya estaba cerca de mi destino. Observé la hora en el tablero electrónico, calculé que iba a llegar a tiempo, los minutos se habían sosegado, discurrían con normalidad. Me gustó la mezcla de alegría y tristeza que me embargaba en ese momento. A veces la vida es bella muy bella, es mujer, no lo digo yo, lo leí en la página de un filósofo y ahora, mientras termino de escribir, ella aún me acaricia, me retiene en sus brazos, deliciosamente…

FIN

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