La vida completa de Hilario González. Por: Nicolás Castro. (Chía-Cundinamarca)

 


Don Hilario despuntaba las plantas de la hilera frontal de su jardín, delante de su vieja casa, manejando sus herramientas de jardinería con una destreza extraordinaria para un hombre tan mayor. Pero, como toda la vida se había dedicado a las plantas —de ellas vivía—, esto sólo debía extrañarle a quien no lo conociera. Mientras cortaba, Hilario tarareaba una vieja canción que hacía décadas que no sonaba en la radio. La tarareaba con alegría y buen ritmo, acompasando los movimientos de sus dedos gruesos y callosos a los de la canción, y sus dedos dibujaban trazos invisibles en el aire, que él sí podía ver, mientras cercenaba las extremidades que debían caer al suelo para que las plantas crecieran más fuertes y uniformes.

Don Hilario sabía que, en cualquier momento, la voz más familiar de todas las voces que él conocía comenzaría también a tararear a su lado, cerca de su oído, aplicando también un ritmo muy cuidado y armónico a la sucesión de las palabras. Pero aquella no sería la letra de una canción, sino la historia de su vida, repetida por la voz de su mejor amigo, su último genuino amigo, que todos los días venía a su casa y que todos los días tomaba recortes de su memoria para hilar un relato inagotable. Él había escuchado a otros de sus amigos, antes de morir, hacer algo parecido; don Hilario se los encontraba en la tienda, en el almacén, en el parque o en el bus, y los oía recomenzar la remembranza de los tiempos anteriores. Don Hilario se había dado cuenta del fastidio e irritación que eso provocaba en ciertas personas, sobre todo en aquellos que no deseaban recordar, en quienes era más importante el porvenir, personas que solían ser jóvenes y que, en ocasiones, eran los hijos o nietos de sus amigos, pero ¿acaso el futuro no era tan vaporoso como el pasado? ¿Acaso al recordar o al imaginar el futuro no hilaban en el aire los mismos trazos invisibles, que luego la vida se encargaba de reformar, mostrando que al final, ni el recuerdo, ni la expectativa futura, pueden plegarse de manera idéntica a la realidad de lo que sucedió o sucederá?

Don Hilario pensaba que era lo mismo empeñarse en recordar que entregarse a la anticipación de lo que estaba por venir. Por eso no lo irritaba ni lo uno ni lo otro. Su mejor amigo necesitaba recordar y a él eso le parecía bien. La mayor parte de esos relatos los repetía siempre en el mismo orden, sin agregar ninguna variación, de manera que don Hilario podía anticiparlos de memoria. Aun así nunca cortaba el hilo de lo que decía, ni aunque pudiera predecirlo. Él dejaba a su amigo ser feliz.

            —Hilario, acuérdese de la mañana en que doña Graciela, tan serena como era, nos agarró de salida para la laguna que había en Kennedy, esa mañana feliz en que usted y yo aprendimos la sabiduría de la jardinería y la herbolaria.

Don Pedro, el mejor amigo de don Hilario, apareció a su lado justo cuando lo esperaba. Su rostro, radiante, expresaba la honda alegría que le producía volver a recordar el día en que la abuela de don Hilario los había iniciado en los secretos de las plantas a pesar de que él, don Pedro, abandonó dicho aprendizaje. “Estábamos uniformados, porque el padre Jacinto nos había conseguido unos uniformes de tela sintética con la congregación. Pero ese día ni jugamos fútbol, ni nos bañamos en la laguna con los pelados. Ese día aprendimos el oficio que sólo usted continuaría”.

            —¿Se acuerda, Hilario? Usted quería ir a jugar ese partido, porque sabía que la Muñeca iba a estar ahí, pero al final era nuestro destino quedarnos a escuchar a doña Graciela, tan buena que era, porque usted tenía que convertirse en su heredero.

Don Pedro no erraba una sola palabra; ni los artículos, ni las preposiciones ni las conjunciones. Todo lo decía igualito, a excepción de los escasos fragmentos de los relatos que tenía reservados para sus variaciones. Pero, incluso en eso tenía regularidad, pues sólo intercambiaba ciertas líneas o ideas, y a veces la variación sólo era un intercambio de posiciones en el orden en el que mencionaba ciertas cosas.

            —Ay, hombre, la Muñeca —exclamó don Hilario, atacado de repente por una nostalgia tan honda que, sin quererlo, lo llevó a interrumpir el libreto de su amigo. A don Pedro le gustaban esas interrupciones extraordinarias, pues instigaban a su memoria a recordar cierta línea de sucesos alternativa a la que había planeado seguir.

            —Qué hermosa que era ¿no? Y qué talento —don Pedro se agachó para mirar de cerca las flores de la segunda línea del jardín, que ya estaban listas para venderse —yo me acuerdo cuando usted se le declaró, años después, en el paseo a Nobsa — don Pedro aspiraba el aroma de las flores mientras seguía con su hilo de recuerdos fijos —¿se acuerda de esa mañana, acá, en el parque del barrio? El curita Jacinto organizó todo para que fuéramos los muchachos del barrio y usted, tan enamorado como estaba, lo convenció para que llevaran a la Muñeca y a las dos amigas de ella, ¿cómo era que se llamaban?

            —Margarita y Marina.

            —Ellas, ellas mismitas ¿usted todavía recuerda el vestido con el que se fue la Muñeca a ese paseo? Yo no entiendo cómo no le dio una gripa bien verraca en ese pueblo tan frío.

Don Hilario se puso de pie, se enjugó el sudor de la frente con su pañuelo y miró a su amigo.

            —Camine por un tinto, Pedro.

            —La Muñeca todavía no cantaba en esa época y a mí me gustaba mucho Marina, cuando estábamos más grandecitos fue ella quien me dio mi primer beso.

Los viejos amigos tomaron la ruta, calle abajo, hacia el parque del barrio, para ir a la tienda de la esquina, en donde todavía vendían buen café. El barrio había cambiado mucho, algunas de las casas y edificios habían sido demolidos con los años, y ahora abundaban las torres de apartamentos, las bodegas que nadie sabía de quién eran o los almacenes vacíos.

            —La Muñeca, que fue su única novia, ¿no fue así?

            —No, Pedro, yo después tuve dos novias, pero la cuestión es que nunca me casé.

            —Ah, sí, es verdad, pero ¿la Muñeca no fue la más importante de todas?

            —Claro, Pedro, la Muñeca era una mujer distinta a todas, y por eso es que le fue tan bien en la vida, cuando se ganó esa beca para irse a estudiar a Francia todos sabíamos que ella era una estrella en ascenso, y mire, bien alto que sí llegó.

Ya iban por media cuadra cuando oyeron el pito de un carro tras ellos, insistente, repiqueteando. Don Pedro volteó a ver y vio que el carro estaba parqueado delante de la casa de su amigo. Entonces le dio un codazo y éste, al ver que se trataba de un cliente, dio marcha atrás.

            —La Muñeca me dijo, la noche que celebramos lo de la beca, que ella quería que usted la alcanzara en Europa —don Pedro se arregló el cuello de la camisa y luego apisonó la tela sobre la silueta de su barriga —ella creía que usted podía usar lo de la jardinería para hacerse una vida allá.

            —Claro, Pedro, y ese fue el plan durante muchos años, pero mi mamá se enfermó, luego mis hermanos montaron el vivero, luego mi padre necesitó que le ayudara a levantar la finca y, al final, pasó lo que pasó.

Los dos hombres hablaban de manera pausada, dejando que el aire llenara sus pulmones envejecidos y cansados. En efecto, del carro que les estaba pitando se bajó una mujer elegante, muy bien vestida; el carro era fino y su motor, que ronroneaba suavemente, sonaba como una obra maestra de la ingeniería.

            —Buenos días.

            —Buenos días, ¿qué se le ofrece, sumercé?

            —Regáleme esa mata de geranios que está allá ¿cuánto vale?

La mujer comenzó a buscar en su bolso el dinero. Era una mujer de, a lo sumo, treinta años. Muchos de los hijos y los nietos de la gente del barrio todavía se pasaban por allí, a comprarle matas, a pesar de lo lejos que estaba del centro y norte de la ciudad. Don Hilario le dijo el precio y la mujer le entregó el importe con cierta gracia, descargando los billetes con suavidad sobre su palma. Al darle las gracias le sonrió y dejó que sus gafas oscuras se deslizaran un poco sobre su nariz aguileña. Tenía unos ojos negros y ovalados, maquillados apenas, muy bellos, y su mirada dejó helado a don Hilario. Don Pedro cargó la planta y don Hilario puso una bolsa sobre el sillón trasero del carro, para que la descargara. La mujer volvió a darles las gracias, esta vez sin detenerse a mirarlos, se subió al carro y se fue.

            —Pedro —dijo don Hilario, casi sin voz —creo que esa era la hija de la Muñeca.

            —¿Cómo? —dijo don Pedro, estupefacto —¿acaso la Muñeca tuvo hijas?

            —No sé, se supone que cuando se accidentó, en Marsella, tenía un novio español, pero que yo sepa nunca se casó, y usted sabe que la Muñeca era muy católica, y no habría querido dejar por ahí descendencia por fuera del matrimonio.

            —Sin embargo, precisamente por eso…

            —Sí, precisamente por eso podría haberla mantenido oculta ¿se imagina? Que la hija venga por aquí a comprarme plantas a mí, quién sabe, a lo mejor sí es así.

            —La noche triste, sí, esa noche en que vimos la noticia de la muerte de la Muñeca estábamos donde doña Graciela, ¡qué lástima que tumbaran esa casa tan linda! Y yo no creo que haya habido otra noche en la que hayamos tomado tanto trago.

            —No, claro que no, la muerte de ella fue la muerte que más he llorado en la vida, pero también estoy convencido de que la vida de ella fue la más feliz, de todos los que crecimos en el barrio.

            —Claro, semejante estrella, que viajó por todo el mundo y que llevó su música a todas partes, ella todavía suena en el radio, cuando ponen los temas clásicos de los noventas.

            —Sí, ella todavía suena —dijo don Hilario, ya repuesto de la nostalgia, mientras cruzaba el umbral de la puerta de la tienda. La canción que estaba tarareando era una canción de su gran amor.

Pidieron dos tintos, tal y como se lo habían propuesto, y cuando se sentaron en las sillas de una mesa sonó All I wanna Do, de Sheryl Crow. Los dos viejos recordaban esa canción, la fecha de lanzamiento, y por eso anticiparon la posibilidad de que su vieja amiga, la que se había convertido en una estrella, sonara en la radio.

            —Después de que ella falleciera las muertes se alternaron, como si la desaparición de nuestra estrella fuera el inicio del fin, y todos los años luego de la muerte de la Muñeca se nos fue alguien, como Doña Graciela, que en paz descanse, y quien fuera la siguiente.

Don Hilario recordó las lecciones amorosas de su abuela, tan versada en tantos oficios y artes, y que fuera quien le enseñó a cuidar de las plantas con el talento con el que lo hacía. Conservar ese oficio no era sólo un medio de vida, sino una manera de mantenerse en contacto con ella.

            —Cuando se nos fue Ignacio, hace cinco años, pensé que de pronto seguiría yo, pero mire cómo son las cosas, todavía estamos aquí.

Don Hilario sabía que ellos eran los últimos de su generación, pero ya estaba en paz con la idea. La última de sus amigas se había muerto el año pasado, rodeada de sus hijas y nietas, feliz, de un infarto fulminante que no pareció hacerla sufrir. Ahora, sin duda, uno de ellos dos sería el siguiente. El tinto se agotaba ya en sus pocillos, y don Hilario no quería esperar a que en el radio sonara una canción de la Muñeca, porque estaban pasando canciones de los noventas.

            —Necesito ir hasta el mercado, Pedro.

Don Pedro no le dijo nada al respecto, cosa que significaba que lo acompañaría, pues cuando no podía seguirlo en seguida se lo advertía.

            —A mí me dolió mucho la muerte de Marina, que se casó tan mal y a quien el abandono le hizo tanto daño, yo traté de reconquistarla ¿se acuerda, Hilario? Pero ya era muy tarde, ella se quedó aferrada al dolor, y me hace falta visitarla por las mañanas, acompañarla en sus rezos, decirle que la quería así no me contestara nada.

Don Pedro, entonces, enumeró en orden cronológico todas las muertes a partir de su amiga Marina, sin saltarse ningún detalle, hablando de los funerales, las misas y las reuniones posteriores como si hubiesen sucedido todas el día anterior.

             —Nosotros somos los siguientes, pero capaz la muerte se salte un par de años.

            —Será como tenga que ser, Pedro, pero apure el paso, que nos cierran el local de pomadas en el mercado.

            —Yo creo que el próximo voy a ser yo, pero podría ser usted, Hilario, ¡quién puede decirlo! Nadie puede, así es.

Don Hilario siguió oyendo a su amigo y se dio cuenta de que ambos habían vivido una buena vida. Por eso estaba tan tranquilo. Además, creía firmemente en la vida después de la muerte. Habían vivido bien, y el mundo en el que crecieron ya casi se había desdibujado del todo. Estaba bien así, era el tiempo final. Y si habían vivido bien, era un buen final. “¿Quién sabe? Allá debe estar la Muñeca”, pensaba, anhelando volver a verla y, sobre todo, oírla, pues su voz ya no sonaba igual en su memoria, tan gastada por los años, a pesar del esfuerzo de su mejor amigo, que al repetir sus recuerdos una y otra vez preservaba el recuento del largo camino de sus existencias.

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