El cachorro. Por: Nicolás Castro (Chía, Cundinamarca)
El cachorro
Con trece años me fui de mi casa, cansada de
las peleas de mis padres, que a los pocos meses acabarían separándose. Durante
un año entero sobreviví mesereando en un restaurante, entre semana, y en un bar
los fines de semana, por las noches. Encima del restaurante me alquilaban una
pieza por más de la mitad de mi salario, que era ínfimo. Con lo del bar
conseguía reunir apenas para no tener que aguantar hambre. Fue una época dura,
allá en mi pueblo, que queda cerca de un páramo y por ende es bastante
inhóspito y solitario. Al restaurante asomaban los camioneros y los conductores
de bus; rara vez se veían otros rostros distintos de esos hombres recios, confiados
de sí mismos, acostumbrados a pasar mucho tiempo entre extraños, por su propia
cuenta, sin depender de nadie.
Quizás por mi propia soledad y por la sensación
de que tendría que abrirme camino por mis propios medios en un mundo que era
como el viento gélido del páramo, a la vez dador de vida y también dador de
muerte, crecí admirando a los conductores y tuve el deseo de convertirme en una
de ellos. Luego de un año entero de penurias en mi trabajo de mesera, mi madre
me buscó y me pidió que me fuera a vivir con ella. Acepté, pues con ella la
relación era llevadera, con algunos momentos lindos, ya que el que había
transformado mi niñez en un infierno había sido ciertamente mi papá. Durante
varios años vivimos una época feliz con mi madre, no exenta también de sus
propias vicisitudes y dificultades, pero que eran más sencillas de sobrellevar
estando juntas. Gracias al trabajo de mi madre en el campo, de sol a sol, pude
terminar el bachillerato y, cuando tuve dieciocho años, me decidí e hice el
curso para manejar buses, que era el requisito para sacarme la licencia
adecuada y poder entrar a la empresa de transportes de mi pueblo.
Allá arriba, cerca al páramo, sobre aquellas
cimas peladas, el pueblo estaba en una posición estratégica, en medio de
Boyacá, en medio de varias rutas muy transitadas, por lo que la empresa de
transportes era bastante grande y por el tiempo en que entré a manejar la ruta hacia
el norte, hasta la ciudad de Bucaramanga —una ruta difícil y muy extensa, pero
que, por lo mismo, era bien paga—, lo que tenían era puestos de ayudante y de chofer
para ofertar. Sólo mi pericia con el bus logró abrirme un campo en ese mundo de
hombres de piedra, acostumbrados a tratarse sin ningún cuidado. Aprendí a
sobrellevar su humor pesado, sus chanzas irrespetuosas y pronto conseguí
hacerlos temer mi genio. A mí madre no la dejé sola, y aunque debía ausentarme
por largas horas por cuenta de mi jornada, ella tampoco es que permaneciera
mucho en la casa. Nos encontrábamos todas las noches, al regreso de nuestras
labores, para compartir las historias de nuestro día de trabajo y comer juntas.
Esas historias solían estar marcadas por el machismo recalcitrante que día a
día debíamos soportar, y al que muchas veces nos enfrentábamos abiertamente; si
bien no éramos tan conscientes de que se trataba de un prejuicio por parte de
los hombres contra las mujeres, en todo caso nos molestaba mucho que nos
jodieran la vida y desarrollamos una actitud defensiva frente al acoso y
maltrato que a veces intentaban perpetrar en nosotras, no sólo nuestros
compañeros de trabajo, sino especialmente nuestros patrones.
Quizás por eso yo nunca me fije en los hombres.
Primero, mi padre había sido una figura nefasta, lo mismo que mis compañeros de
colegio y hasta dos de mis profesores del bachillerato. Luego, cuando entré a
la ruta hasta Bucaramanga, algunos pasajeros, otros conductores y los empleados
de la terminal intentaban sobrepasarse todos los días conmigo, a pesar de que
yo no dejaba ofensa sin contestar. Siendo así no había chances de que yo me
enamorara de ningún tipo. Me cerré a esa posibilidad y, en secreto, desarrollé
una atracción muy rara por las mujeres, y digo rara porque yo siempre he sido
muy creyente y mi fe católica no es compatible con esa posibilidad. Aun así, la
necesidad de amar es a veces incontenible, y en Bucaramanga tuve la oportunidad
de vivir, en completo secreto, varios amoríos con mujeres muy dulces,
apasionadas y respetuosas, de manera que pude saber con total certeza quién era
yo y qué quería en la vida.
A mi madre jamás le hablé del tema y decidí que
sólo formalizaría una relación cuando fuera posible hacerlo lejos del pueblo.
Además, hacerlo allá, en la cima pelada donde nací, sólo nos habría traído
problemas. Ella era feliz pensando que yo estaba en paz con mi soltería y a mí
eso me importaba más que cualquier otra cosa.
Diez años después de sortear las curvas,
pendientes y abismos de Boyacá y el Santander, de transportar a gente buena y
humilde, así como a los abusivos machistas a los que me habitué a poner en su lugar,
de vivir todo tipo de aventuras y de desafíos, mis jefes me requirieron para
manejar en la ruta hacia Bogotá. Esa ruta era un poco más sencilla, pues los
caminos eran mejores, en especial en las inmediaciones de Tunja y, desde allí,
hasta la capital; la paga era ligeramente mejor, y como tenía el pálpito de que
en Bogotá podría encontrar una pareja estable, con quien establecer un hogar
secundario, me decidí a aceptar su requerimiento. Poco a poco fui descubriendo
que lo que me aguardaba en Bogotá no era todo color de rosa; el acoso de los
hombres era peor, pero yo ya estaba tan curtida que conseguía sobrellevarlo sin
problemas. Sin embargo, una cosa para la que no estaba preparada era la
crueldad generalizada de la gente en la capital, ni para hacerle frente a sus
ladrones. En el primer año asaltaron el bus que manejaba dos veces. Las dos con
pistola. La posibilidad de morir intensificó mis deseos de amar, de encontrar
una pareja, además de obligarme a buscarme un revolver pequeñito, con el que no
esperaba herir nunca a nadie, sino persuadir al próximo asaltante de que no se
montara en mi bus.
Por supuesto, en la gran capital no me faltaron
oportunidades con nuevas mujeres a las cuales amar. Todas me rompieron el
corazón y dos de ellas, para rematar, me robaron. La gente en Bogotá es mucho
más complicada, las mujeres allá no son como las santandereanas, y sabiendo que
no podía renunciar a esa ruta, me resigné y decidí a esperar, con la máxima
cautela posible, a que una mejor oportunidad se presentara. Mientras tanto me
sentía cada vez más sola, hasta que un día pasó algo inesperado.
Frente a mi bus se chocaron dos carros de muy
mala forma. Hubo varios heridos y un muerto. Yo llevaba el bus de los patios al
terminal, y lo llevaba vacío, por lo que decidí ayudar a las personas heridas
mientras llegaban la policía y las ambulancias. Cuando el asunto del accidente
estuvo resuelto, al otro lado de la avenida, sobre el andén, debajo de un
árbol, vi lo que parecía ser un peluche de perro. Tan quieto estaba el verraco
cachorro, en parte por el hambre, en parte porque resultó tener un carácter
sumamente sereno, que creí que se trataba de un muñeco muy bonito, el peluche
más lindo que hubiera visto en la vida, por lo que me pegué la cruzada por
entre el tráfico; cuando lo vi de cerca, noté que se movió y entonces hube de
enfrentarme al dilema de si debía recogerlo o no. A mí me tenía aterrada, desde
que conocí Bogotá, el nivel de abandono y maltrato con los animales en esa
ciudad. Y no es que en mi pueblo no se vieran cosas espantosas con ellos. Pero
es que en Bogotá era por todas partes, todo el tiempo. Sabiendo que mis jefes
me tenían en muy buena estima, y que yo tenía mi prestigio ganado ya con los
clientes habituales, me decidí y recogí al cachorro. Total, me dije, puedo
acomodarle un par de camas, una junto a mi puesto al volante y otra atrás,
cuando el perrito quiera ir más cómodo y aislado, para que duerma. Sabía que en
medio de los dos puestos de la parte trasera era posible acomodar una caja
gruesa, de madera, en donde hacerle su casita dentro del bus.
Al recogerlo el cachorro me lameteó toda la
cara y me hizo sentir lo más de feliz. Entendí por qué dicen que los animales
rescatados son los mejores. Lo senté junto a mí y se fue muy juicioso hasta la
terminal. Estando allá avisé que llevaría de ahora en adelante a mi cachorro,
un perro lobo precioso, con la excusa de que me ayudara a intimidar a los
ladrones. Todo el mundo estuvo de acuerdo. Por la noche lo llevé al veterinario
y, si bien tuve que pagar una cuenta bastante larga, en todo caso estuve feliz
de hacerlo. El cachorro se recuperó de sus dolencias rápido, y su pelo se puso
hermoso, además de su ánimo, que se volvió alegre y orgulloso. Era supremamente
tranquilo y no molestaba nunca a los pasajeros, al contrario, los clientes
habituales lo querían mucho y le dejaban todo tipo de regalos; a veces le
regalaban pecheras estampadas, a veces lazos nuevos de colores bonitos, a veces
galletas de premio, a veces pañoletas, en fin, lo mantenían lo más de consentido.
El cachorro siempre andaba todo pispo, y jamás repetía pinta; a veces lo
cambiaba varias veces a lo largo de las rutas, para que la gente lo viera
bonito y se sintieran bien, seguros de que yo le daba la mejor vida posible,
porque aunque para un cachorro de perro lobo los viajes en bus pueden ser
estresantes, la gente no tenía problema con que las paradas se alargaran un
poco más para dejarlo correr y hacer sus cosas de perro.
Una noche, saliendo de Bogotá, con una lluvia
terrible, íbamos por la avenida Boyacá con el cupo a reventar. Una familia de
mi pueblo me había pedido encarecidamente el favor de que no los dejara
tirados, se les había hecho tarde, por lo que decidí llevarlos, lo que implicó
mover el bus con sobrecupo. Por eso iba con las luces apagadas. El cachorro
había estado todo el día muy activo y a esa hora ya iba metido en su casa-caja,
en la parte de atrás del bus, debajo de los últimos asientos. En un momento
dado, por el ruido de la tormenta, no escuché cómo un ladrón, con un puñal
enorme, rompió uno de los vidrios de la puerta y la forzó para entrar. Yo entré
en pánico al ver el tamaño del cuchillo, pero aun así saqué mi revolver; el
arma me la había conseguido mi última novia rola, la menos regular de todas.
Sin embargo, en ese momento comprobé que a ella, tal vez, no le faltaba también
cierta maldad. El arma estaba trabada, y no soltó el tiro que traté de hacerle
a los pies al ladrón. El tipo, al ver el intento fallido, se enfureció y
consiguió meterse dentro del bus. Yo me tiré para atrás, sobre mi asiento; el
tipo vociferaba a grito herido, anunciado su atraco, seguro de que nos tenía a
todos a su merced.
Entonces el cachorro, desde adentro de su casa,
comenzó a gruñir con tal profundidad gutural que el ladrón quedó paralizado.
¿Sí oye, malparido? Ese es mi perro lobo, entrenado para matar ladrones ¿se
quiere morir a mordiscos? El tipo volteó a ver al fondo y, por las luces de los
carros que venían en sentido contrario, vio unos ojos brillantes de animal, en
medio de la oscuridad, y esa visión junto a los sonoros gruñidos bastaron para
hacerlo huir despavorido, todavía dando gritos, ahora de terror.
Cuando estuve segura de que el ladrón había
desaparecido, trabé la puerta, prendí las luces y arranqué. Toda la gente del
bus comenzó a dar vítores al cachorro y a consentirlo; él, con su lengua rosada
y su sonrisa perruna, se dejaba agasajar. Yo veía toda la escena por el espejo.
Un campesino le dio un pedazo de carne, una mujer le puso su pañolón estampado
de flores y unos niños lo estuvieron acicalando con su peinilla. La gente no
paraba de hablar del milagro que había sido salvarnos de ese ladrón, en
especial gracias a un perro tan joven, pues el tipo tenía cara de desquiciado y
podría haberme apuñalado a mí y a alguno de los pasajeros. Yo, más que aliviada
por el asunto del ladrón, me sentí sumamente feliz de saber que ahora contaba
con una compañía tan valiosa, el amor que daba y recibía de mi cachorro era
exactamente lo que necesitaba para mitigar la soledad de mis viajes, mientras
el otro amor, el romántico, terminaba por aparecer en mi vida.
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