El ternero. Por: Nicolás Castro. (Chía-Cundinamarca)

El hijo menor de la familia Duarte nació para ser poeta. Desde que aprendió a gatear usó el don del movimiento para acercarse a las flores. Adoraba su delicadeza y sus colores. Se sentaba durante horas a contemplarlas, buscando comprender los secretos que se expresan en su belleza. La madre, al haber criado seis hijos más, lo dejaba libre, en parte por hastío, en parte por desinterés, en parte porque no comprendía sus obsesiones. Pensaba «bueno, al menos pegado de las matas no se va a matar», y lo dejaba recorrer de rodillas los alrededores de la casa, cuya base entera estaba encerrada por unos jardines que, irónicamente, sembraba y cuidaba ella misma, que no entendía el amor de su hijo por las plantas florecidas. Había aprendido de la abuela el secreto que hacía proliferar las vidas vegetales allí donde las sembrase. El suyo era un don frío, como de cirujana; era una mujer parca, de pocas palabras, distante y certera, metódica e inclemente.

La familia Duarte vivía cerca de Susa, aquel pueblo boyacense que recuerda a una de las capitales del imperio de los aqueménidas. Su finca era grande y ellos eran prósperos y muy trabajadores. Si eran felices o no, eso no era algo que los ocupara, excepto a Guillermo, el menor, que irradiaba toda su alegría y su amor desde que era muy pequeño.

Su padre y uno de sus hermanos mayores le habían proveído de todo el cobijo, amor y cuidado que la madre no había tenido para darle. Creció inocente de la crudeza y terror de los sacrificios de los animales, de la aspereza en el trato entre los hombres negociantes, de la violencia e indolencia de los capataces que procuraban el trabajo inagotable en los campos de su tierra. En cambio, le sobraron la belleza y las bondades de la naturaleza, abundantísima sobre las colinas circundantes a su hogar, y la de la gente, que con todo y sus errores también tenía mucho de bueno para mostrarle; así como amaba las flores, Guillermo Duarte, desde niño, adoraba la generosidad de sus abuelos, la entrega y la bondad de sus hermanos mayores, la rigurosa responsabilidad de su madre, el amor fértil de su padre y la laboriosidad armoniosa de sus vecinos.

El niño Guillermo aprendió luego, cuando ya no pudo mantenerse inocente, a evitar las crueldades y horrores de la vida cotidiana. Evitaba las palabras soeces y los puños crispados, el desprecio entre semejantes y la violencia entre desconocidos. El niño poeta, como lo llamaban, paseaba por los campos extasiado, llenando libretas con sus escritos. Ya un poco más grande cantaba en los restaurantes y en las bodegas de cerveza, ayudándoles a los suyos con la indigestión o a llevar bien la borrachera. Cargaba con su guitarra, que había aprendido a hacer sonar como nadie más en el largo valle donde vivía.

Cuando tenía catorce años y medio, Guillermo Duarte recibió de su tío mayor el regalo que más había querido hasta entonces; un ternero que hubiera de convertirse en un toro. Guillermo y su tío escribieron versos en los que le hablaban al dócil animal, anunciándole la fuerza, el brío y la libertad de la que sería dueño. Lo imaginaban y lo pintaban y hasta hicieron un mural, en el viejo granero, en el que lo dibujaron orgulloso e imponente en medio de un prado soleado y cerrero.

Guillermo amaba a su ternero. Le gustaba que la palabra para nombrarlo guardara semejanza con la de la ternura. Le decía «los dos somos terneros; tú por joven y yo por tierno». A veces dormía a su lado, a la intemperie, y cuando se despertaban lo acompañaba a pastar mientras el desayunaba manzanas y duraznos.

Un domingo en que la familia auspiciaría la fiesta para celebrar el matrimonio de uno de los primos de Guillermo, cuando el ternero ya se había tornado en becerro, el muchacho poeta sufrió el primer quebranto de su corazón. La madre, gélida en su trato, se lo llevó para la casa, cuando volvieron de la iglesia, y se encerró con él en su cuarto. Guillermo, le dijo, usted ya está muy grande, ya es hora de que comience a meterle más el hombro al trabajo en la finca, mire a sus primos, que se están casando; y a propósito del matrimonio, la mejor manera de honrar y celebrar estas nupcias es sacrificando un becerro, porque ese es un sacrificio que a todos nos duele, un sacrificio valioso. El muchacho poeta no creyó en seguida en las palabras de su madre.

Salió, forzando la puerta, para ver con sus propios ojos manifestarse lo que su madre le había anunciado con tanta crudeza. Entonces vio a uno de sus hermanos, con el que menos tenía cercanía, encima del cuerpo de su amigo; la sangre del becerro se vertía a chorros en la hierba, el animal mugía llamándolo en su agonía, y Guillermo Duarte sintió que el puñal que había herido de muerte al ternero también lo había dejado malherido a él. Tomó entre sus manos la cabeza de su amado compañero y lo consoló mientras moría. Cuando lo oyó exhalar su último aliento le cerró los ojos. No permitió que lo carnearan y se llevó su cuerpo para el monte.

Guillermo Duarte no bajó de la montaña en tres días. Permaneció en silencio junto al cadáver. Dejó que el paso de la muerte lavará el recuerdo terrible de ese día. Luego, cuando bajó, decidió no hablarle a nadie. Cumplía con sus labores, callado, cerrado a todo lo demás. Pasó un tiempo y el muchacho poeta, una vez los huesos de su amigo estuvieron limpios de lo que fuera su existencia, enterró sus restos en un claro de bosque, en la misma montaña, en los linderos de la finca de su familia. Plantó, encima, la semilla de un manzano.

Guillermo recuperó el habla, comenzó a trabajar más duro en la finca y aprendió diversos oficios. Visitaba seguido la tumba de su amigo, marcada por el manzano que comenzó a crecer. Cuando se hizo hombre, abandonó la finca de su familia; durante varios años viajó por Boyacá, jornaleando en el día y escribiendo versos tristes en la noche. Añoraba su niñez, a su tío mayor, a su padre y a su amigo el ternero.

Décadas después volvió a la casa paterna, a llorar a su padre, cuando éste falleció. Su madre, ya anciana, necesitaba cuidado. Y Guillermo, el tierno y amoroso poeta, se los proveyó. Enterró al padre bajo el manzano, cuyo tronco exhibía un fémur del ternero; el hombre poeta sintió, al ver el hueso, que su viejo y tierno amigo había revivido con la forma de un árbol. Sus versos se hicieron alegres y se transformaron en libros.

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