La gata. Por: Nicolás Castro. (Chía-Cundinamarca)

Arrecia el viento prometiendo una tormenta. A pesar de la ruana y las botas pesadas, el inclemente jornalero descarga su fuerza entera en cada pedalazo, persiguiendo su propio calor. Siente la lengua pesada, su saliva espesa parece hervir dentro de su boca. Quiere escupir, pero el aire contra su cara y hombros lo empuja hacia atrás, por lo que prefiere guardar el escupitajo; además, le parece que así conserva mejor el brío que lo llevará a casa.

Al llegar, descarga su peso sobre el fango del camino, que salpica; el hombre escupe con suma fuerza sobre un pequeño charco que estalla con el impacto. Frota sus manos entumecidas bajo la ruana, pero el frío está por doquier y no logra calentar sus dedos. Tan tiesos están que no consiguen manejar la llave y abrir la cerradura. Lucha contra la puerta y se enfurece, cansado, pues piensa que es el colmo tener que bregar tanto para poder entrar. Cuando abre, por fin, empuja la destajada madera rectangular y tira la cadena y la bicicleta con rabia. El perro, batiendo la cola en medio de las sombras, le sale al encuentro.

Esta noche no le voy a dar de comer, canchoso. El hombre camina hasta la estufa y despega de una paila una costra aplanada y reseca, y se la come. Mastica sin saborear, y no disfruta de la textura crocante que cuando está de buen genio le provoca un gran deleite.

El perro no se despega de sus piernas, a pesar de los puntapiés y rodillazos. ¡Chite! Dice antes del siguiente golpe, y el animal aprieta los ojos y se encorva, empeñado en amar a quien en ese momento sólo le prodiga violencia y desprecio. El hombre intenta en vano apartarlo; el perro no se va. Entonces se oyen, afuera, los relámpagos venir, y el hombre recuerda el frío y su hambre. Gruñe, pensándose débil, y se levanta del asiento. Toma un cuenco y sale afuera. Hurga en un costal y  al volver adentro lanza el contenido frente al perro.

El perro huele, pero no come. Antes bien se aprieta de nuevo contra las piernas del hombre, y llora y se mueve en círculos, sin despegarse de su amo. El hombre se sienta de nuevo en su silla y contiene su furia ante la inquietud del oscuro cielo. ¿Qué será lo que quiere? Y el resquemor de la duda, que empieza a acecharlo, amaina su irascible impaciencia. Se levanta de golpe; el perro reacciona corriendo fuera. Lo sigue, apesadumbrado por la duda , y yendo tras él por entre los matorrales que cercan la retaguardia de su casa se da cuenta de que ha comenzado a llover.

Al llegar al límite de su parcela, marcado por una zanja inundada, oye el delgado llanto de una gata pequeña. Su cólera se ha deshecho y el maullido le vierte en el corazón un sentimiento de ternura. Piensa en la inteligencia de los gatos, en su astucia; un animal de esos come de lo que caza, y los ratones pequeños que el perro no puede arrinconar serían presas fáciles para sus saltos y sus garras. Vuelve a oírse el maullido, como una súplica, que perdido entre las sombras lo llama. Entonces duda; y el perro, tras sus piernas, lo empuja hacia el pantano en la zanja.

La lluvia se suelta, primero fina y sutil. El hombre baja a las aguas y halla a la gata entelerida sobre una roca, en medio del agua moteada de gotas. Ya no se atreve a dudarlo más, al verla, con sus ojitos luminosos observándolo fijamente. La toma y vuelve junto al perro a toda prisa, y el perro ladra y da vueltas a su alrededor y cuando están adentro oyen, afuera, los truenos de la tormenta desatada.

Otro animal, vuelve a pensar, con el ronroneo acariciándole las palmas. El perro parece sonreír, jadea, olfatea y mira a la gata ansioso, y ante la amenaza del golpe —pues el hombre piensa que quiere morderla— parpadea nervioso, sin quitarse, y cuando la mano crispada se abre, dándole en lugar del coscorrón una caricia, vuelve a ser feliz. El hombre se agacha y suelta a la gata, que a tientas sobre el suelo avanza, oronda, recibiendo lametazos de una lengua suave y larga. A media luz el señor de la casa los mira, y la imagen de los dos animales jugando lo abriga. El repiqueteo en el techo lo confirma en su dicha.

La gata da saltos, trepa al lomo del perro, éste se acurruca, la rodea y la sacude con enérgico cuidado. De la violencia del hombre no quedan ni las trizas. Mal haría en vengarme con ellos porque mis patrones me maldigan, piensa. El rumor de la tormenta lo arrulla. Mentalmente hace cuentas; se muerde los nudillos, royendo sus callos y pellejos.

El perro se hace un ovillo sobre la ropa sucia. La gata salta desde su regazo y se para en medio de la sala. El color de su mirada irradia en el hombre una gran calma. Él decide dejar sus broncas con otros hombres para después...
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