La generación de papel. Por: César Augusto Ayala Diago. (Departamento de Historia-Universidad Nacional de Colombia)



Era muy joven cuando supe de Albert Camus, y él ya había muerto en 1959, a lo mejor yo ni lo sabía. Ganó el Premio Nobel en 1957. Ha debido ser Chivo negro, nuestro profe de literatura, que nos metió en su obra:  Que teníamos que leerlo, que era el padre del existencialismo, y que había escrito un libro que se llamaba El Extranjero. Todo muy seductor en esa edad en que de veras uno es así: existencialista. No nos metimos con Sartre, pero sabíamos de él, de su Ser y la nada. Menos mal que evitamos esa indigestión. Amigos y enemigos a la vez. La Simone de Beauvoir, la esposa del controvertido Sartre, no le perdonaba a Camus no haber entrado en intimidad con ella, eso lo se ahora.

No me acuerdo cómo se llamaba el profe, pero tenía la chivera al estilo León Trotski, era trigueño oscuro, de regular estatura, de cuerpo ágil y frágil, quien lo hubiera creído: no tenía pinta de literato, como si los literatos tuvieran una pinta especial, pero le sobraban conocimientos, y vivía esa pasión con ardentía. Era simpático, joven, pintoso, con la pinta de puntero izquierdo de un equipo de fútbol. Como si jugara en las reservas del América o como si viniera de haber jugado en el Unión Magdalena. Era que Camus jugaba fútbol, buen fútbol y como le gustaba distribuir el juego era mediocampista, fue también centro-delantero: “La pelota nunca viene hacia uno por donde uno espera que venga”, filosofaba con ese deporte.

Recuerdo a mi profe Chivo negro impecable, de camisa blanca. Vivía en Cali como todos mis profes, iba y venía en un carrito Renault 4, de los primeros que salieron. En realidad no supe mucho de él, no se si amaba varias mujeres al mismo tiempo como Camus, si era teatrero como Camus, si pertenecía a la masonería del cigarrillo como Camus, pero lo cierto es que era un dandy como Camus.

¿Quién le habrá chantado el apodo de Chivo negro? ¿Supo que así le llamábamos? Terminamos llamándolo simplemente Chivo. No se metía en pleito alguno, era prudente, no sacrificaba por nada del mundo su pasión por Juan Rulfo. Era de esa primera generación de licenciados en educación, en literatura, que irradiaban emoción y conmoción por el conocimiento. ¿qué habrá sido de él? Debe vivir, deberá andar cerca de los ochenta.

Nos gustaba la literatura. Era el refugio de tanta frustración y deseos reprimidos. Siempre ahí: la literatura esperándolo a uno. A la historiografía no le importa si uno llega o no. En cambio la literatura es paciente, te espera, sabe que tarde o temprano terminarás llegando. Los historiadores se mueren, los literatos son eternos, como los pintores y los compositores. La imagen de Camus era la de un hombre de su tiempo. No se por qué he vuelto a él, de pronto para indagar la razón que me indujo a leerle. Es muy posible que nuestros profes se vieran en él, y en esos intelectuales contemporáneos desprendidos de los años cincuenta. No era El Extranjero un libro nuevo, databa de 1942, y se leía en Colombia como si fuera de la década de 1970. Camus casi en contra de todo, contra Dios y todo el establecimiento, exactamente lo que nosotros aspirábamos a ser: contestatarios, pero no sabíamos cómo serlo en una sociedad pacata y creyente y de doble moral, con una ascendencia que había creído hasta en el rejo de las campanas. Menos mal que en esa época a nadie se le ocurría echarle bendiciones a uno como ahora. Un espíritu laico se interponía en las relaciones. Nos despedíamos normalmente: que te vaya bien, a secas, sin bendiciones, reservadas solo para los sacerdotes que justo lo esperaban a uno en misa para echársela: La bendición de Dios Todo Poderoso descienda sobre vosotros… podéis ir en paz….

 Todo muy raro porque Camus era un mar de contradicciones. Cuando todo el mundo le apostaba a la independencia de Argelia, a él le gustaba más la idea de conformar con Francia un solo país. Era lo que también insinuaba el presidente Charles De Gaulle, y que de haberles hecho caso otro cuento estaríamos echando. ¡Ah, pero es que estaba otro grande que hacía historia allí en Argel, el carismático Franz Fannon! el de los condenados de la tierra, nada qué hacer, ¡pobre Camus! Había publicado en 1951 El Hombre rebelde. ¡Válgame Dios! Se fue lanza en ristre contra todo, contra el comunismo y contra el marxismo, contra la revolución, contra el capitalismo y contra la historia. Decía que el cristianismo era un totalitarismo con Dios y el marxismo un totalitarismo sin Dios.

 Mismo así, el dandy no dejaba de gustarnos. Era ese Camus el que le gustaba a Chivo, el que quería que asimiláramos para prevenirnos de fanatismos. En realidad, Camus ha debido neutralizar nuestro cómodo mamertismo, de pronto nos hizo ver más allá de la economía política de Nikitín ¡Quién sabe! andar con los libros de Camus debajo del sobaco nos daba a muchos aires de librepensadores, algo que no se podía ser en la izquierda de entonces, que creía tener el monopolio de la verdad. “Si la verdad estuviera en la derecha yo estuviera allí…estoy a favor de la izquierda a pesar mío y a pesar de ella”, había exclamado no obstante Camus justo cuando se le vino encima el mundo intelectual.

 Eran tiempos de literatura y cine, una y otro nos sublimaban. Al frente de la sede de la Santiago de Cali, arriba de la sexta, estaba el Teatro Bolívar. Allí íbamos a parar cuando las clases eran aburridas, o cuando queríamos besarnos a escondidas con alguien, chupar piña, decíamos; un teatro enorme, era como si se lo tragara a uno, nadie advertía que estábamos allí cuando la gente normal a esas horas del día estaba trabajando. No andábamos solos. Eran libros baratos los que cargábamos, impresos en ediciones de bolsillo, en papel periódico: Leíamos y salíamos del libro, alguien terminaba con ellos en sus manos. Nadie se quejaba de los precios. El papel: libretas, periódicos, afiches, revistas, suplementos literarios. Fuimos eso: la generación del papel. Ni máquinas de escribir había en las casas. Yo escribía con lápiz, todavía lo hago. Nuestras manos estaban hechas para manipular las páginas grandes de los periódicos, con dos podías hacer una cobija. Cuando algo estaba lunanco no faltaba el folleto para conseguir el equilibrio. El Extranjero no era un libro grande, ni La Peste, ni Llano en Llamas, ni Pedro Páramo. Cien años de soledad, aunque de 300 hojas, lo manipulábamos con facilidad porque estaba impreso en rústica. Mao estaba de Moda, su obra se vendía por folleticos que cargábamos en los bolsillos de atrás. Nos gustaba Mao, su narrativa estaba llena de sabiduría antigua, de naturaleza, de campo.  La Nueva Democracia la conservo todavía, sus cinco tesis. Yo no diferenciaba corrientes en la izquierda, era un mamerto a secas. Nadie te negaba un libro, regalar un libro o recibirlo de regalo era cotidiano, bueno no tanto, pero sí en día de cumpleaños, grados, navidades, o en el ya copiado día del amor y de la amistad. Toda la literatura, incluso la política, se cargaba con facilidad, lo mismo Lenin que los filósofos de moda. Sí, eso éramos: La generación del papel; de lectores. Forjábamos nuestras bibliotecas y de ellas hablábamos como hoy hablan de las mascotas. Nosotros no tuvimos mascotas, tuvimos perros y gatos, pero eran eso: perros y gatos sin implicaciones humanas, se morían de viejos o los atropellaba un carro, y llegaban más perros y gatos, pero nunca mascotas. No las necesitábamos, no eran ellas si no los libros que llenaban nuestros vacíos. Neuróticos los más, psicóticos los menos, era con la lectura que cubríamos la falta, ni siquiera con amores, ni con el sexo compartido, siempre pospuesto, sabría Dios para cuándo.

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