Las gallinas. Por: Nicolás Castro. (Chía-Cundinamarca)
La primera generación de las gallinas llegó con mis tatarabuelos, que nacieron
no muy lejos de aquí, y que se movieron a esta tierra, cálida y generosa, por cuenta
de una oportunidad; en aquel entonces ellos no tenían más patrimonio que sus
cinco gallinas con sus huevos, que mi tatarabuelo consiguió gracias a su
participación en la construcción de un puente, junto a otros labriegos, y que
duró un año entero. La edificación del puente conectó a su pueblo natal, que
queda arriba, en la cordillera, con la carretera para Bogotá, por lo que fue
todo un hito.
El alcalde de ese entonces, en reconocimiento al enorme esfuerzo de mi
tatarabuelo, que fue el jornalero que más tiempo participó en la construcción, le
regaló las cinco gallinas y los huevos. Mis tatarabuelos, pensando en la
escases de alimentos que se vivía por ese entonces en el suroriente de Boyacá,
decidieron moverse hacia el fondo del valle que descendía desde las montañas,
rumbo a los llanos orientales, en donde había tierras sin trabajar. En el valle
frondoso y abrigado las gallinas podrían prosperar y, tal vez, también sería
posible sacarle partido a la tierra, sembrando y vendiendo una parte de lo
cosechado.
Las generaciones de mi familia se alternaron con las de las gallinas, y su
enorme gallinero, primero de madera, luego de bareque y finalmente de ladrillo,
se hizo muy famoso arriba, en los pueblos de la cordillera, en donde comenzaron
a ser muy demandados sus huevos. Las gallinas le permitieron a mi familia
levantar un pequeño emporio, que fue su patrimonio durante más de cien años.
Alrededor del enorme gallinero se levantaron cuatro casas, en forma de cruz,
con el gallinero, que constaba de dos círculos de ladrillos concéntricos, en su
centro. El círculo interior estaba techado, y era donde las gallinas dormían;
el círculo exterior, como un pequeño teatro avícola, les permitía a las aves tomar
el aire, el sol y rebuscar entre la tierra lombrices y semillas. Debajo del
gallinero había una grieta de piedra, que se abría en descenso hacia la inmensidad
de los llanos; esa abertura pétrea debajo de la casa de las gallinas facilitaba
la limpieza e impedía que se acumularan los malos olores. La casa de mi familia
le daba la espalda al abismo y miraba hacia las alturas, como si estuviera por
siempre postrada ante sus ancestros, que bajaron de las montañas.
Luego de muchas generaciones viviendo allí, y de muchos familiares idos a
tierras lejanas, en especial a Tunja, Bogotá y a las ciudades del llano como
Villavicencio o Yopal, mis tíos fueron los últimos en irse. Mis abuelos hacía
tiempo que habían partido al cielo, y sólo mi mamá y yo nos quedamos en la
vieja casa familiar, con su enorme gallinero, rematada por su orgullosa torre
de ladrillos, a donde los gallos subieron siempre a cantar sus alabanzas a la
luz del nuevo día.
Al parecer esta tierra, enclavada entre montañas, con su clima suave típico
de los valles que descienden desde la cordillera, sí era propicia para la vida
de las gallinas; la apuesta de mis tatarabuelos, que los hizo pasar de
desterrados a propietarios de su propia tierra, fue todo un éxito. Pero la
inquietud por vivir otras vidas, más agitadas y prósperas en términos
económicos, se llevó a casi todos sus descendientes lejos de aquí. Excepto por mi
madre y yo, que decidimos quedarnos y fuimos muy felices de haberlo hecho. Las
gallinas, a pesar de ser muchas, demandaban sólo lo que nosotras podíamos
proveerles; y don Braulio, viejo amigo de mi abuelo, se encargaba de sacar los
huevos en su camión. Cuando le llegó a él la hora de descansar de sus andanzas
por los caminos de la montaña, por fortuna para nosotras Fernando, su hijo,
heredó el camión y la responsabilidad de llevar nuestros huevos a los almacenes
de Duitama, desde donde se distribuían a todas las tiendas en las que los
vendían. Sin el trabajo duro de aquellos hombres, incluso nosotras, tal vez,
habríamos tenido que dejar nuestro valle feliz antes de tiempo.
Mis tíos y mis primos siguieron viniendo cada vez que pudieron, de visita,
a vacacionar, a descansar y a aliviarse de las penurias propias de la ciudad.
Mi madre era una mujer muy sabia y conocía de herbolaria y toda clase de
remedios; ella, además de enseñarme dichos secretos, también inculcó en mí su
honda espiritualidad. Y ese era el secreto de nuestra alegría. Nuestros
parientes acudían a nosotras con dolencias de todo tipo, no siempre físicas, a
veces espirituales; también venían con ellos sus esposas, sus amigas, sus
compañeros de trabajo, sus vecinos, y para todos había cura. En este valle
generoso y calmado cualquier espíritu turbulento se siente repuesto, aliviado y
rejuvenecido. Y no sólo era la tierra, sino nuestro ejemplo, lo que producía el
milagro de la reconstitución.
Con los años, por supuesto, mi madre fue envejeciendo y fue menos capaz de
encargarse de las labores de las gallinas. Tres veces por semana limpiábamos
sus comederos y bebederos y retirábamos el exceso de desechos y suciedad. Las
gallinas, cuando no estaban dentro del enorme gallinero de ladrillos, salían a
su rotonda de piedra, en el centro de las cuatro casas que levantaron nuestros
mayores, a cacarear, tomar la brisa, comer y distraerse; y también podían salir
a los cercados a los costados, en donde tenían chances de pastar y de cazar
otros insectos que no fueran lombrices. A pesar de que mantener el gallinero
era bastante trabajo para una mujer solitaria, con tal de poderme quedar con mi
madre en la vieja casa de mi familia hice todo el trabajo sola hasta que mi
madre murió.
Para cuando esto sucedió, algunos de mis tíos vinieron con reclamos y
afrentas. Poco a poco la posibilidad de vivir yo sola de las gallinas se fue
complicando. Incluso Fernando, el hijo de don Braulio, abandonó sus labores en
el camión de su familia, para echarse a andar por otros rumbos.
Por eso el último día en que pueda dormir en la antigua casa de mi familia
está cerca. Y gracias al cielo un hombre del llano, dueño de una hacienda, un
millonario con ideas raras que fue el último socio que hicimos para la venta de
los huevos, me llamó hace poco, enterado de la muerte de mi madre, para
cumplirme una promesa; él me había dicho que el día que yo ya no pudiera más
con la finca, vendría por las aves para asegurarles un refugio en donde, a
cambio de sus huevos, estuvieran resguardadas de todo peligro. Antes de que mis
tíos puedan venir a hacer nada el hombre vendrá con tres tractomulas; tantas son
las gallinas, polluelos y los gallos, que de seguro llenarán esos gigantes
camiones hasta atrás. El hombre, que sabe que yo no tengo a donde ir, me ha ofreció
un lugar en su hacienda, para cuidar de las gallinas y envejecer tranquila en
el campo, que es el único lugar en donde yo quiero vivir.
Puede ser que ese llano sea muy distinto de mi amado valle, no lo conozco
bien, pues sólo estuve por allá dos veces. Pero al menos allá podré envejecer
junto a las gallinas que hicieron libre a mi familia y que, por tantos años,
fueron la alegría mía y de mi mamá, que ya descansa en el cielo junto a mis
ancestros. Ahora sólo me resta esperar a su arribo, que al parecer será muy
pronto, y mientras tanto seguiré entre estas paredes, contemplando la historia
de los míos en sus ladrillos, pero sobre todo en el movimiento incesante de las
gallinas.
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