Los chulos. Por: Nicolás Castro. (Chía-Cundinamarca)

 


Era mediodía y la jornada escolar había acabado, por lo que salimos del colegio cruzando el arco de ladrillos del portón principal, a través de sus rejas negras, muy altas, abiertas de par en par; y lo vimos delante, como una aparición siniestra en la acera del frente, bajo un árbol que tenía atrapada entre sus raíces a una enorme piedra, dando la impresión de que el tronco nacía de la piedra misma. La piedra era alargada, como un yunque asomado sobre el andén, y colgando de su arista frontal estaba el cadáver de un perro, con las vísceras expuestas, como una ofrenda horrible y maloliente.

El portero del colegio salió corriendo frente a nosotras, bolillo en mano, amenazador, gritándole que qué era eso. Pues qué va a ser, le contestó, es un perro muerto, ya madurado, atropellado por un malparido para que los chulos coman ¡ojalá vengan! Y dejen de joder con ellos, que son los que limpian el mundo de la muerte que los hombres prodigan por doquier. Nosotras, tres alumnas de Nuestra Señora de la Presentación, éramos las primeras en salir tras el portero. Nos quedamos viendo la escena entre sorprendidas, asqueadas y temerosas. Mis amigas me rodeaban y, aferradas sus manos a las mías, me hicieron doler los dedos de lo duro que me apretaron; el indigente, un joven moreno de cabello liso y engrasado, se levantó con un palo que tenía escondido entre su chaqueta y peleó con el portero, y le dio varios garrotazos en la cabeza, hasta hacerlo sangrar. Otras niñas del colegio salieron y muchas de ellas gritaban y se agitaron mucho, porque jamás habían visto una pelea así, tan de cerca.

Luego llegó la policía y entonces fue el indigente el engarrotado. Lo montaron en la patrulla hecho un despojo ensangrentado, pero él sonreía, señalando al cielo; desde una altura incalculable venían tres chulos, en vuelos giratorios, bajando y bajando, y pronto estuvieron picoteando el cadáver, cuando ya todas las muchachas y niñas del colegio se habían ido. Yo me quedé ahí con mis amigas, porque de lo impresionadas que estábamos nos sentamos, petrificadas, sobre la acera, hasta que nos vinieron a buscar nuestros papás.

A ese indigente yo ya lo había visto, pero no le dije nada a mis amigas. Para ellas él no era nadie, excepto la aparición de lo indeseable; como la irrupción de la muerte, impersonal, terrible y amenazadora. Cuando lo vieron irse, con la cabeza quebrada dentro de la patrulla, no creyeron ver a un hombre rumbo a los calabozos, sino una visión horrenda y esporádica, una convulsión del mundo, la aparición del ángel que quita la vida, que se desvanece tan pronto como llega, causando una gran conmoción con su breve visita.

La primera vez que vi a ese hombre yo era una niña muy pequeña. Estábamos comiendo helado en un parque para niños, y el hombre, en ese entonces un muchacho, traía un chulo entre sus brazos. Gritaba, bañado en lágrimas, que le habían quebrado un ala, y pedía dinero para pagarle un veterinario. La gente se reía de su dolor, con crueldad, o lo rechazaban con violencia y asco. Yo no sentí ninguna misericordia por él; pero las agresiones y burlas me llenaron de desprecio contra la gente. A pesar de que el hombre me daba miedo, no podía disfrutar con su dolor.

Otro día, años después, lo vi estando montada en el carro de mi padre, y mi mamá me dijo que le decían El gallinazo. Es un pobre hombre venido de Dios sabe dónde, que desde siempre se ha dedicado a cuidar de los chulos, recorriendo Tunja de un extremo a otro, cuando los ve en el aire, rondando la carroña, nos contó ella, mientras le pasábamos por el lado; ese día no tenía ningún chulo herido entre sus brazos. La gente del campo, y de la ciudad, a veces, les tira a matar, a pesar de que es delito, pero ni así los respetan, y este hombre, harapiento y flaco, los defiende a muerte, sin importar que le peguen o que ponga su vida en riesgo. Al escuchar a mi madre hablar de El gallinazo así, con cierta simpatía, supe que ella también guardaba una empatía secreta por él, así no lo declarara abiertamente, ni se viera empujada por ello a ayudarlo con acciones concretas.

Luego del día en mi colegio pasaron varios años sin que me lo volviera a encontrar, pero las historias de sus andanzas se volvieron cada vez más extravagantes y legendarias; aquel hombre, en solitario, recogía innumerables cadáveres de animales muertos en las calles y veredas de Tunja, y todas las tardes los depositaba en la cima de un cerro pelado contiguo a la salida para Villa de Leyva. Decían que él podía hablar con las aves, y que si se dedicaba exclusivamente a los chulos, era porque estos necesitaban más de su ayuda. Otra de las historias sobre él afirmaba que siendo un muchacho, una noche, tuvo un sueño muy vívido en el que un cóndor, el rey de las aves, le encomendaba la misión de salvarlas. Allá, en la cima pelada a donde llevaba la carroña, El gallinazo estaba criando chulos, él solo, y aunque fui de visita al sitio en más de diez ocasiones, no me lo encontré. Pero lo que sí pude atestiguar fue que, en efecto, dicho hombre consiguió que los chulos se reprodujeran en la zona, de manera que los indicadores de su presencia realmente demostraban un aumento poblacional. Al final, decidí que la mejor manera de ayudarlo era estudiando el proceso que estaba gestionando, por lo que me dediqué a ello durante dos años.

Cuando estaba terminando ingeniería ambiental, en la Universidad Pedagógica y Tecnológica de Colombia, mi tesis de grado se centró en la recuperación poblacional de los gallinazos en la región de Tunja. El hecho era todo un hito, y recibí el apoyo de varios profesores. Al fin, luego de muchos años, pudimos contactarlo y el hombre nos explicó que desde niño podía comunicarse con los chulos. Yo los escucho en mi cabeza, y ellos me oyen a mí; el rey de los pájaros me encomendó esta misión, que es un deber sagrado al que no puedo renunciar; según él, era cuestión de tiempo hasta que en Tunja se vieran asomar a los cóndores de nuevo. Aquello parecía imposible, en especial porque esas aves son animales solitarios que no toleran bien el ruido de una ciudad como la capital de Boyacá. Pero El gallinazo estaba seguro de esto, y a pesar de las burlas de mis profesores y de los otros investigadores que estaban por graduarse de mi facultad, el hombre siguió con sus inclementes esfuerzos, recogiendo él solo la carroña con la que había logrado atraer y alimentar a sus amados gallinazos y que él creía sería, además, la ofrenda que traería de regreso a los esquivos cóndores.

Pasaron otros dos años. Yo había terminado mi carrera y debía viajar seguido por el trabajo que conseguí luego de mi grado. Sin embargo, sin que nadie más lo supiera, seguí visitando a El gallinazo y le ayudé a mejorar la adecuación del sitio en donde depositaba la carroña; también logré reunir el dinero, con un préstamo bancario, para comprarle un furgón de estacas que le sirviera de casa, le ahorrara esfuerzos y lo volviera más eficiente en sus labores. Yo misma le enseñé a manejarlo, y cada dos semanas le llevaba dinero para sus gastos personales y la gasolina.

Una tarde, luego de acompañarlo en su misión por más de cinco años, lo fui a visitar y me dijo, un poco agitado, que el regreso de los cóndores era inminente. Señorita ingeniera, usted ha sido la única que me ha creído, la única que me tendió la mano, y por eso usted es la única que merece contemplar el momento del retorno del rey pájaro. En tres días venga con una cámara, a las cuatro de la mañana, aquí mismo, y yo le voy a mostrar lo que nadie ha sabido creer. ¡Es más! Dijo, gritando, dándome un susto, ¡usted lo verá llegar antes de que lo pueda ver con sus propios ojos! Estese atenta a sus sueños.

Yo me mantuve escéptica hasta el último momento. No me parecía que fuera posible una cosa así. No entendía qué podía atraer a un animal tan esquivo hasta una zona tan alejada de los lugares donde habían sido avistados en Colombia. Pero, aún así, tuve una corazonada, por lo que decidí acudir a la madrugada del día señalado. Cuando me desperté para salir, por el ruido del celular, inmediatamente recordé lo que había soñado; un cóndor enorme, que proyectaba una sombra que cubría a toda Tunja, volando frente al sol, de manera que los rayos de luz lo rodeaban otorgándole un aura de majestad, se me había presentado en el sueño. Eso tuvo que ser que estoy toda sugestionada, pensando en esto desde que El gallinazo me dijo todas estas vainas, me dije, y salí en mi carro para el cerro.

Llegué faltando cinco minutos para las cuatro de la mañana. El gallinazo, envuelto en una cobija negra hasta la cabeza, con el pelo liso y blanco asomándole a los lados de la cara, me dijo que aguardara en silencio. Pasaron dos horas y yo, inquieta y decepcionada, estaba por irme. Pero entonces, cuando la luz del cielo se intensificó por la proximidad de la salida del sol, grabé con mi cámara lo que ya no esperaba que sucediera; en el aire, a una inmensa altura, tres cóndores, lentamente, se acercaron hasta la cima pelada. Esa mañana, en los cajones para alimentar a los chulos, sólo había los restos de una vaca que se había despeñado en una vereda remota, al norte, desde donde El gallinazo había traído la carne descompuesta. Los tres animales, para mí total asombro, bajaron y se alimentaron allí. El gallinazo ejecutó una danza muy rara, próximo a las aves, que no se espantaron. Luego, sin que los cóndores reaccionaran, tomó de cada uno una inmensa pluma.

Señorita ingeniera, el rey de los pájaros y sus dos príncipes nos han venido a visitar ¡estamos benditos por el sol! Vaya y cuénteles a todos los estudiosos lo que ha visto aquí, tome, tome, las plumas son la prueba.

Los investigadores no han sabido explicar esto, pero el hallazgo filmado y confirmado por las plumas que El gallinazo tomó de los animales le ha valido a mi facultad un estímulo monetario gigantesco, para que tratemos de facilitar la llegada de más cóndores a la región. No sé cómo vamos a hacerlo, pues hasta ahora todo se ha debido a las acciones emprendidas por El gallinazo, guiado por sus visiones y sueños. Será muy chistoso ver a los investigadores escuchar a ese hombre, ahora sí, en serio. Me siento muy bien de haber tomado parte en esto y de haberle hecho justicia a una persona tan maltratada por una sociedad tan terca y obtusa como la nuestra.

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