El cerdo. Por: Nicolás Castro (Chía, Cundinamarca)

 








Yo nací en Muzo, apenas comenzando la década del ochenta. Durante mi niñez no conocí comodidad ninguna. Tenía que madrugar, todas las mañanas, junto a mis padres y mis dos hermanos para ir a jornalear a los cultivos del patrón. Con las manos llenas de yerbajos, raíces, tierra negra y hojas desgarradas escuchaba hablar a mis paisanos de las minas de esmeralda. Soñaba, a veces, con un sol verde, cristalino, que se caía del cielo en medio de un incendio estruendoso; con mis padres íbamos, pica en mano, a romperlo, para vender sus pedazos. A veces unos pistoleros nos mataban cuando nos acercábamos al sol caído. Otras veces era el sol mismo quien nos achicharraba, al liberar su fuego verde, luego de darle el primer picotazo.

Las joyas ocultas dentro de las montañas eran como otro cielo, pero bajo la tierra, un firmamento anegado y secreto que los hombres perseguían con desesperación. Mis padres me enseñaron que el camino más seguro estaba sobre la superficie, escarbando la tierra negra, sin abrirla ni desentrañar sus secretos, sino respetándola, viviendo de los frutos que nos ofrece.

Mi abuela decía que las joyas le pertenecían a la gente de antes, a los indígenas y a sus Dioses, y que por eso quienes trabajaban en las minas acababan siempre mal. Lo cierto es que los mineros corrían graves peligros y sólo unos pocos conseguían escaparse habiendo hecho una pequeña fortuna con la cual volver a comenzar.

A veces teníamos que aguantar hambre, y cuando el hambre nos atormentaba rezábamos. Pensábamos en el sufrimiento y en la falta de alimento como una bendición. Nos decíamos a nosotros mismos: somos como la sagrada familia, ayunamos como lo hizo Cristo nuestro señor. Yo pensaba que en verdad éramos humildes y que vivíamos de una forma santa, no ofendíamos a nadie y vivíamos haciendo el bien, siendo generosos y carismáticos con nuestros familiares, amigos y vecinos. Nadie de los nuestros se enfermaba, ni se moría, ni acaba cometiendo fechorías que nos avergonzaran a todos.

Mis padres se fueron a la tumba como vinieron al mundo; labraron la tierra toda su vida y jamás tuvieron que mendigar o robarle a nadie nada. Muy distinta fue la historia de mi tío Braulio, que se volvió minero desde chiquito y acabó como pistolero de uno de los dueños de una mina.

Cuando mis padres estuvieron enterrados mis hermanos se fueron para la capital. En Bogotá conocían gente en la Central de Abastos, y allá se fueron a jornalear. Cambiaron el azadón por la guaca de plástico y les iba bien. A veces venían a Muzo y nos tomábamos unas cervezas en el parque para recordar otras épocas e intercambiar chismes.

En una de sus visitas apareció mi tío Braulio con dos muchachas muy jóvenes. Las hizo sentarse a nuestra mesa y se quedó bebiendo con nosotros, mientras sus acompañantes sólo nos miraban, en silencio, y sonreían cuando hacíamos chistes. Ramiro, me dijo en un momento mi tío ¿usted qué va a hacer de su vida? ¿Se va a quedar cultivando fruta? Sí, tío, yo no sé hacer nada más, y no me llama la atención irme por allá para Bogotá, eso se ve muy peligroso y triste. Mi tío se soltó a reír. Mijo, me dijo, váyase para la ciudad, aquí va a pasar algo que a un hombre bueno como usted lo puede arrastrar como si fuera un tronco al lado de la corriente crecida; ¡eso es así, mijo! La corriente se va a crecer y se va a llevar a muchos. Al decir todo esto los ojos de mi tío se encendieron como dos candilejas, con maldad en su fuego. ¿Cómo así, tío? Preguntaron mis hermanos. ¿Ustedes se acuerda de mi patrón, El marrano? Sí, claro. Bueno, pues El marrano se enteró de que los otros tres mineros grandes de Muzo lo quieren matar. El dio con las mejores vetas y está sacando las esmeraldas más caras. Las otras minas a duras penas si producen lo mínimo para seguir en el mercado. Y el problema es que esa gente no se va a quedar esperando a quebrarse. Por eso les digo, llévense a Ramiro para Bogotá, porque en Muzo va a empezar a correr sangre a raudales y una vez comience a salpicar van a ser pocos los que podrán mantener las manos fuera de esa corriente.

Nosotros nos hicimos los recién enterados, pero bien que sabíamos hacía tiempo lo que iba a pasar. En el campo, en las veredas y en las fincas, en casi todas partes en Muzo se rumoraba que una guerra estaba a punto de prenderse. Sin embargo, nuestro tío había despejado nuestras dudas; unos decían que era el flaco Solorzano el que iba a encender la mecha, otros que Eduardo el dientilargo, pero la realidad es que sería El marrano, anticipándose a sus tres rivales, el que le daría candela a ese polvorín.

Mi tío se quedó con nosotros esa tarde, se emborrachó mucho y, antes de irse con sus amigas, me reveló un secreto. Me pidió que lo acompañara al orinal de la tienda y junto al charco de orines me lo dijo. Ramiro, si a El marrano le dan de baja yo quiero que usted sepa algo; primero, si ese tipo se muere yo me voy con él. Segundo, usted sabe que la hacienda de El marrano, la más grande, tiene salida abajo para el Magdalena, allá, junto a la orilla, bajando hacia el sur del río, por esos lados hay una gruta. Al lado de esa gruta hay una marranera gigante, que El marrano ha hecho custodiar como si fuera su propia casa. Los cerdos en ese corral se alimentan bien, los cuidan y hasta los bañan. De vez en cuando El marrano manda traer a uno de esos cerdos y se lo traga en un mes, él solo, porque dice que esos son sus marranos, y que esos animales son sagrados y que nadie más puede comer de ellos. Bueno, el secreto es este, mijo: debajo de esos cerdos, en la gruta, El marrano tiene escondido un alijo de esmeraldas que nadie conoce. Él piensa gastarse eso en esta guerra; pero puede que lo maten antes. Si lo matan, es posible que nadie saque eso de allá. Pero usted lo va a poder hacer. Si quiere cambiar su vida, Ramiro, lo mejor es que coja de allá lo que pueda y se vaya para donde sus hermanos.

Semejante historia me descompuso, pero mi tío me dio una bofetada cuando me puse a llorar encima de uno de sus hombros, pensando en su posible muerte, y me obligó a jurarle que no le iba a decir nada a nadie. ¡Júreme, además, que usted va a ir allá y va a agarrar esas esmeraldas si se presenta la oportunidad, júremelo, Ramiro! En parte por la borrachera, en parte por la violencia de mi tío, acepté y le juré lo que me pidió jurarle.

Los meses pasaron y la guerra sangrienta que todos esperábamos se desató. En efecto, El marrano se adelantó a sus enemigos y pronto se hizo con el poder en Muzo. Sus pistoleros acosaban a sus enemigos al punto de que ya nadie contrario a él podía entrar en el pueblo. El marrano mandó todo un año en Muzo y puso al siguiente alcalde. Parecía que sus antiguos rivales serían barridos como el agua; pero en una de las cantinas del centro del parque, celebrando los primeros seis meses de mandato de su ahijado, el nuevo gobernante, un pistolero joven y solitario logró meterle un balazo en el corazón, delante de sus escoltas y mandaderos, que por más que lo intentaron no pudieron agarrar al sicario que había matado a su patrón. Entre ellos estaba mi tío que quedó, de repente, desempleado y rodeado de enemigos que lo querían ver muerto.

Esa misma noche me fui para la casa de mi tío y lo planeamos todo. Nos metimos de madrugada, desde el sur, remontando el Magdalena, y alcanzamos la marranera. Había unos tipos armados ahí, pero yo me puse a hacer ruidos, como de llanto de mujer, mientras mi tío alumbraba con una linterna de petróleo, a lo lejos, como si fuera una candileja, y logramos espantarlos haciéndoles creer que era la Llorona que venía a mortificarlos. Entramos en la gruta y nos encontramos el tesoro parcialmente saqueado. Sin embargo, llenamos dos maletas con rocas de esmeralda; algunas de las piedras, como en mi sueño del sol caído, fulguraban al recibir la luz de las linternas, lanzando destellos de verde-flamígero. Cuando corrimos de regreso al Magdalena, para subirnos en la chalupa, oímos el ruido de un fusil disparándonos. Mi tío cayó muerto entre las aguas del río. Al caer su cuerpo oí, entre su chaqueta, los chillidos de un cerdo; se trataba de un animal muy joven. Me lancé al agua y lo saqué de la corriente.

Al volver a bordo escuchaba los silbidos de los disparos rasando sobre mi cabeza. Pero la corriente del río era fuerte y los tiros se detuvieron. Esperé un buen rato dentro de la chalupa, hasta que el cielo comenzó a alumbrarse. Me bajé en una orilla tupida de maleza y me demoré más de ocho horas en encontrar una carretera. Encima de las esmeraldas puse yerbajos y otras hojas, para que la gente me tomara por un jornalero más, con el cerdo en brazos, moviéndose por el campo. Cuando salí a la carretera me encontré a dos soldados. Yo me descompuse, pero mantuve un semblante serio. ¿Para dónde va usted, muchacho? Me preguntaron. Para Chiquinquirá, les dije. Los soldados se miraron entre sí, como fueras acosadas por un deseo inconfesable. ¿Y el cerdo? ¿Va para una finca? Sí, el cerdo es de mi papá, para donde él voy. Yo sentí que mi corazón se iba a parar, pero entonces me dejaron pasar y yo apuré el paso todo lo que pude, hasta que me les perdí carretera abajo. Luego de una hora más pasó una buseta y al fin pude agarrar rumbo para Chiquinquirá.

Estando en la ciudad de la virgen me fui a confesar. No dije nada de las esmeraldas, porque no me parecía que eso hubiera estado mal y porque, además, yo no sabía si el cura de pronto diría algo. Yo sabía que los pedazos del sol verde podrían atraer la desgracia y no quería llevarle eso a mis hermanos.

Antes de agarrar una flota para Bogotá un tipo intentó comprarme el cerdo. Pero yo sentía que el cerdo tenía que estar vivo para que yo viviera. Era como una corazonada que me había dado.

Ciertamente el cerdo vivió; veinte años después, en Ecuador, a donde vinimos con mis hermanos a vivir una nueva vida, tenemos al cerdo, ya viejo, inocente de su destino y de los peligros que corrió.






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