Los ratones. Por: Nicolás Castro. (Chía-Cundinamarca)
Los ratones
Cuando su hijo tenía 5 años y su esposo
todavía vivía, aparecieron una vez dos ratones en la casa. Eran blancos,
delgados y muy pequeños, y se movían despacio bajo la sombra de las acelgas y
las lechugas, remontando los surcos de tierra con temor. La madre, enternecida con
las criaturas que se habían asomado a su huerta en el patio, no las quiso matar;
las atrapó y ocultó. Su casa quedaba cerca de Engativá, que por ese entonces todavía
era un pueblo a las afueras de Bogotá. Habían llegado del campo, huyendo de la
guerra, con el dinero de la herencia de unos tíos. Ella no quiso adentrarse en
el denso tejido de ladrillos y cemento de la ciudad, para vivir en lo profundo
de sus laberintos, por miedo y por nostalgia de su tierra. Compraron una
pequeña casa de campo, con bastante terreno alrededor, no sólo por su precio
barato, sino porque les recordaba su otra vida, de regreso en su tierra. Desde
entonces vivieron delante del humedal, con el viento y el agua corriendo
libres, lo que aliviaba los recuerdos y pesares de la familia desterrada.
Durante toda la infancia de su hijo menor
vieron animales silvestres, tanto en el patio de la casa como al frente de ésta,
en las orillas del agua. Asomaban garzas, lagartijas, serpientes diminutas,
roedores más grandes que los ratones, pájaros raros y hasta patos. Si bien era
cierto que los ratones y ratas a veces intentaban colarse en las casas de sus
vecinos, eso no era problema para la madre y su familia, pues ella había hecho
sellar todas las aberturas hacia la calle, desde el principio, para evitar su
entrada. Pero los dos ratones que encontró en aquella mañana, cuando su niño
todavía estaba muy pequeño, eran diferentes. Eran lentos, inocentes y
nerviosos. Fue fácil para ella domesticarlos y convertirlos en sus mascotas
secretas.
Tenían que ser un secreto porque su marido los
hubiera matado sin dudarlo. Su hijo le ayudaba con la labor de mantenerlos
ocultos, en el patio, en medio de las hortalizas, las flores y los helechos. La
madre salía a recorrer el humedal, junto a su hijo, todas las mañanas, luego de
que el padre desayunara y se fuera en el taxi, que habían conseguido en un remate
y que compraron con lo que les quedó de la herencia. En esas salidas encontró
otros ratones blancos, diminutos e indefensos, a quienes integró a su colonia
invisible.
Entonces nació su hija, que se transformó en
la preferida de su padre y en la razón de su alegría. Poco después del
nacimiento de la niña pudieron construir el segundo piso de la casa, y encima de
ésta organizaron una terraza en donde pudieron colocar un fregadero para la
ropa, una alberca más grande y tendederos más largos. La madre, con la ayuda de
su hijo, movió las plantas de flores a la terraza y, más adelante, a la colonia
de ratones. Allí estarían seguros de la mirada del padre y tendrían más espacio.
Cuando la niña cumplió cinco años el niño ya
tenía diez, y el jardín de la terraza había crecido como una melena florida y frondosa
sobre la casa. Oculto en su interior, la madre mantenía la madriguera de sus
ratones, que había ido ensamblado con tablas y leños traídos del humedal. Todas
las mañanas y tardes subía, les limpiaba la casa y les ponía comida y agua. Fue
por ese entonces que el padre, en una de sus salidas nocturnas en el taxi,
murió en las manos de un despiadado ladrón. Dejó a la madre y a sus hijos el
dinero de un seguro que, precavidamente, decidió pagar durante todos sus años
al volante, sorteando el tráfico y los peligros de Bogotá. A la tristeza por la
muerte de su marido se agregó la tristeza por la suerte del humedal. La colcha
de ladrillo y cemento se desbordó, empujando sus calles hacia el noroccidente y
acabó envolviendo a la casa y al humedal. Más de una vez amenazaron con desecar
sus aguas; además, cada vez recibía más vertederos de desechos y alcantarillas.
Sin embargo, la madre y sus vecinas, junto a las abuelas y señoras de los
barrios aledaños, lograron salvar una buena parte de su querido Jaboque, que es
como se llama el humedal.
Los hijos siguieron creciendo y el mayorcito,
cuando tuvo veinte años, decidió emprender la máxima aventura de su vida. Había
encontrado la forma de adentrarse en un país lejano, al norte, desde donde
podría enviarle dinero a su madre y a su hermana, pues sus recursos escaseaban
cada día más. El día de su partida fue el único día que la madre se animó a ir
hasta el aeropuerto, a pesar de haberlo tenido tan cerca durante tantos años.
Para ella el aeropuerto era un lugar repelente y extraño, por sus ruidos
aturdidores y su asepsia y lujo. Despidieron al hijo y hermano mayor con
lágrimas en los ojos y oraciones, y lograron que les prometiera llamarlas y escribirles
todo lo que pudiera y que un día se las llevaría para allá.
El muchacho, nada más llegar, consiguió llamar a la madre. Ella lo
escuchaba lejos, como si la distancia a la que se encontraba produjera que su
voz se oyera distante también. El muchacho, además, les cumplió su segunda
promesa, y todos los meses les enviaba una postal. Con el tiempo la madre las
fue guardando en una pequeña cajita de latón dorado, sobre cuya tapa estaba
enmarcada la foto del hijo. Sobre el muro que estaba a la cabecera de su cama había
puesto una repisa y, encima de ésta, ponía la cajita. A los lados del latón
dorado prendía, todas las noches, tres veladoras eléctricas. Siempre que las
prendía, para rezar por la suerte de su hijo, se quedaba, luego de las oraciones,
mirándolas en silencio, contemplando sus destellos entre suspiros.
Cada una de las pequeñas postales, guardadas tras la foto, tenían su
firma y una pequeña carta escrita por él. Las postales mostraban fotos de
ciudades como Filadelfia, Pittsburgh, Columbus, Indianápolis, Miami, St. Louis,
Kansas City, Denver, Salt Lake City y la preferida de la madre, Las Vegas. El
muchacho, que se hizo hombre en los EEUU, vivía en La Florida. La madre jamás
había estado en esas ciudades, pero sabía que algún día las vería, porque esa
era la tercera promesa. Su hija menor solía mostrarle, para ayudarla a superar
su miedo a viajar, aquellas ciudades a través de la pantalla del celular. Hacían
largas visitas virtuales en las que recorrían los lugares que habrían de
visitar.
La última Noche de las Velitas que pasarían en Colombia llegó una nueva
postal, pero en esta ocasión era una postal diferente. En lugar de representar
a una ciudad mediante fotos y anécdotas, se podía ver a un hombre sonriente,
rodeado de banderas norteamericanas, sosteniendo un cartón. La hija mayor gritó
¡mamá, es la greencard! Y la madre, luego de un momento de
incomprensión, supo que el momento al fin había llegado.
Lo que más le costó fue dejar el jardín de sus ratones. A pesar de ser
una mujer bastante mayor, nunca dejó de recoger aquellos ratones blancos y
diminutos que ocultaba en la terraza de su casa. Sin embargo, aquella Noche de
las Velitas subió a verlos, luego de leer la carta de su hijo en la que les
decía que en tres meses las recibiría en EEUU, y en lugar de seis ratones se
encontró con seis garzas blancas, que al verla se le acercaron y la rodearon.
Entonces ella entendió y se despidió de sus amadas criaturas. Estas emprendieron
el vuelo y ella supo que también habría de volar pronto, con sus esperanzas en
las manos, rumbo a una tierra ajena y desconocida.
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