El chivo. Por: Nicolás Castro. (Chía-Cundinamarca)
No era un
día normal. Mi madre se levantó tarde —en mis diecinueve años de vida jamás
pasó eso— y no me despertó, a la hora acostumbrada, para que saliera para la
universidad. Nos alistamos a toda carrera —yo ni me bañé— y desayunamos casi
sin masticar. Nos montamos en el carro cada uno con un café en la mano, con las
tazas humeantes y amenazadoramente calientes balanceándose con nuestros
movimientos, lo que obligó a mi madre a hacer todo tipo de piruetas para, a un
mismo tiempo, manejar a toda velocidad, no dejar que se regara el café y
bebérselo a sorbos.
Salimos a
la veintiséis y, cuando ella estaba por enrutarse hacia el norte de Bogotá, se
detuvo en una esquina. Me bajé, no sin antes plantarle un beso en la mejilla
—para el que no tuve afán, porque el amor no lo admite— y cuando tuve los pies
sobre la acera volví a acelerar el paso.
Remonté el
puente peatonal; pronto quedé encajado en una larga fila, pero ésta avanzaba
rápido pues todo el mundo parecía tener mucho afán. Era viernes y, tal vez, los
pasajeros querían llegar rápido a sus trabajos o clases para, cuanto antes,
estar libres de responsabilidades. Yo me sentía igual. Tenía dos clases que me
gustaban, pero tenía más ganas de encontrarme con mis amigos por la tarde, para
irnos a tomar cerveza, luego al cine y finalmente a la casa de mi mejor amiga.
Las caras
de las personas aparecían y desaparecían como en una película proyectada a altísima
velocidad. Rostros infinitos que en alguna ocasión pude haber visto, pero que
ya no recordaba. Nadie reparaba en nada, ni en nadie. Sólo avanzábamos a toda
velocidad, anhelantes de la entrada, de la silla del bus, de la llegada a
nuestro destino, de un momento futuro y vaporoso que todavía se nos escapaba de
las manos, pero al que nos aferrábamos como si ya fuera real.
Entramos
en masa, primero pasando por las taquillas, luego por los torniquetes y, de
nuevo, quedé detenido por la fila para entrar en el bus. La estación estaba
atestada a esa hora; el sol ya se alzaba sobre el horizonte, amarillo e
inclemente, y no había nubes que contuvieran su furor. Me puse los audífonos y
reproduje música en mi celular. Me sentí aún más abstraído de toda la
situación, como raptado de la realidad por mi indiferencia. En mi mente se
alternaban las imágenes de lo que me evocaban las melodías de las canciones. Y
el bus seguía sin llegar. La gente comenzó a impacientarse de más y empezaron a
empujar hacia adelante; algunos ya daban modestos codazos, se removían con
brusquedad en sus lugares o miraban a los demás con exasperación e impaciencia.
Yo me paraba en puntillas y miraba a lo lejos, interrumpiendo mis ensoñaciones
musicales, buscando la cara frontal del bus sobre la avenida, pero no se veía
venir a nadie.
Una mujer
a mi lado comenzó a toser con fuerza, como si se hubiera atorado. Varias
personas intentaron ayudarla a salir del tumulto, pero ella, decidida a
montarse en el próximo bus, luchaba contra ellos, y al final se formó un
zafarrancho terrible, pues algunos decían que había un ladrón, otros que un
abusador y otros que una persona colada. La gente no entendía lo que sucedía y
varias personas comenzaron a pelear. Yo aproveché el malentendido para
deslizarme varios puestos hacia adelante en la fila.
Quedé
detrás de un tipo altísimo, de espalda ancha, que no se movía ni decía nada. La
mayoría de las personas alegaban en voz alta o gritaban y empujaban. Una
muchacha a mi lado, incluso, lanzó un vaso plástico en dirección a los hombres
que reñían; el vaso tenía cuncho y salpicó a varios pasajeros en la cara. La
pelea parecía estarse saliendo de control, pues los gritos y las voces
enervadas no hacían más que aumentar su volumen y la histeria de sus tonos.
Al fin, en
medio de la refriega, paró un bus en la estación, justo en nuestra parada. Al
parecer la pelea y los gritos iban a trasladarse al interior de la enorme
máquina. Sin embargo, de un momento a otro, todo el mundo comenzó a correr en
la dirección opuesta. Ahora los gritos no eran de crispación o furia; de
repente todo el mundo estaba aterrado, empujando y corriendo para alejarse de
la entrada a la ruta que acababa de detenerse.
Otros,
como yo, jóvenes estudiantes, insistimos en entrar y lo logramos.
—¡Nos tocó puesto! Y con semejante
caos —dije en voz alta, al sentarme.
—La verdad es que sí está muy raro
todo esto —dijo otro muchacho, sentado a mi lado.
—¿Por qué salieron corriendo? No
entiendo —dijo una chica sentada delante de los dos.
Entonces
la chica se puso muy pálida, mirando a un costado y al fondo del vagón del bus.
El muchacho a mi lado también pareció alarmarse por algo. Yo me estiré sobre mi
puesto, para ver qué era; entonces me quedé helado, viendo que un chivo enorme,
de pelaje negro y enmarañado y con los ojos como tizones al rojo vivo, venía
caminando por la mitad del bus.
Petrificados
por el miedo nos quedamos en nuestros puestos, muy quietos, apenas sin
respirar. Al bus se habían subido otras personas, y todas se quedaron inmóviles
por el pavor. El bus cerró sus puertas y arrancó. Traté de ver quién manejaba,
pero no conseguía ver a través de los espejos. O el conductor era una persona
diminuta, o nadie estaba al volante.
Apagué la
música, que por el miedo no había detenido, y entonces pude oír la respiración
del chivo, acompasada, profunda y ruidosa. El animal caminaba de un extremo a
otro del bus, en dos patas, sin tropezarse a pesar de los movimientos del
avance de la máquina; parecía como si estuviera buscando a alguien, pues miraba
las caras de los pocos pasajeros que consiguieron sentarse en los asientos
conforme se movía de un vagón al otro del bus. De nuevo dio la vuelta al fondo
y, cuando llegó donde yo estaba, me miró fijamente a los ojos. Sentí como si un
vaho ardiente y espeso entrara en mi cuerpo, sofocándome, pero no me moví. El
chivo siguió derecho y el viento que entraba por las ventanas abiertas me
refrescó un poco.
El bus
andaba a toda marcha. Remontó la veintiséis hasta arriba y sólo paró cuando
estuvo en la estación Universidades. Cuando las puertas se abrieron todos
caminamos en silencio, despacio, tratando de no llamar la atención. Entonces el
chivo, con voz siniestra, dijo, tuvo que ser un retraso. No está aquí.
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