Las palomas. Por: Nicolás Castro. (Chía-Cundinamarca)


Jaime el Barbero era un tipo de lo más amargado, excepto cuando trabajaba, pues al tener su cuchilla en la mano ésta le confería cierta levedad y una alegría opaca, pastosa, como borroneada sobre el rostro. Miraba pasar a los transeúntes —y potenciales clientes— desde la puerta de su barbería con una estupefacción odiosa, como si no quisiera que caminaran delante de su negocio. Pero una vez alguien mostraba interés en recibir una rasurada él lo conducía, con la cara iluminada, pero no plenamente, sino como alumbrada por una luz siniestra, hasta sentarlo en la silla para ponerle el delantal.

Conforme preparaba la espuma y la esparcía generosamente sobre el rostro picudo de su cliente, la cara de Jaime el Barbero se despejaba un poco más. El momento del clímax, de mayor luminosidad expresiva, era cuando alistaba la cuchilla bien afilada, dándole un par de repasadas en el afilador, para luego acercarse al rostro del cliente por un costado. Entonces los ojos sí que le brillaban y la boca se le trastocaba en una sonrisa, o lo que Jaime el Barbero consideraba una sonrisa, y que no era propiamente un gesto agradable de ver, pero que en todo caso contrastaba con su ordinaria amargura.

Rebanar la barba del cliente, tajo a tajo, más que alegría, le imprimía una honda expresión de placer. Casi le salían chispas de los ojos, y por poco de la boca le caía la baba. Hay que decirlo, también; sus afeitadas eran excelentes. Algunos clientes se quejaban de la fruición siniestra con la que repasa la cuchilla por sus cuellos y mejillas —temiendo un repentino corte que los dejara marcados, o que los degollara—, pero lo cierto es que en las manos de Jaime el Barbero las caras de los hombres se despejaban de todo vestigio peludo, quedando pulcras, como de estatua.

Había algo que alimentaba la amargura del barbero más famoso de la calle del Mal Ladrón, en el centro de Bogotá, cerca de la Universidad Central, y esto eran las palomas. Desde que Jaime había llegado para montar su negocio —era oriundo de N. de Santander— había odiado a las palomas. Justo en esa calle, decían, las palomas proliferaban más pues, en otra época, hubo una panadería cuyo dueño las alimentaba con miga de pan y residuos del trigo y la cebada. Las palomas se metían por los tejados, pululaban por las calles y cubrían con la sombra de su vuelo, de tantas que eran, las aceras, cuando, espantadas, se movían todas en grupo hacia las alturas.

Yo conocí a Jaime el barbero recién llegó a la cuadra. Por ese entonces él era un hombre joven, de unos treinta años, y yo un muchacho de dieciséis. Al principio no era tan amargado y, de hecho, tuvo sus momentos de buenagente. A los dos años de haber abierto su barbería se casó con una mujer del barrio Egipto. Nadie entendía por qué esa mujer se había casado con ese hombre. Ella era todo lo contrario a él; festiva, conversadora, generosa y descomplicada. Tuvieron un hijo al año de haberse casado, al que llamaron Jaimito. El niño heredó la amargura del padre, y su odio por las palomas, por lo que la madre lo regañaba y lo castigaba cada vez que lo descubría lanzándoles piedritas o tratando de atraparlas con una bolsa de plástico, tela o papel.

Las reprimendas por el hostigamiento al que el niño sometía a las palomas fueron la razón por la que Jaime y su esposa comenzaron a pelearse. Yo los veía desde mi ventana, en la casa frente a la barbería, gritándose e insultándose. Jaime el barbero era un poco cobarde y, así como no era capaz de cumplir sus amenazas contra las palomas —durante años juró envenenarlas—, tampoco fue capaz de pegarle a su esposa cuando le dijo que iba a darle unos planazos de machete. Fue ella, en un arranque de rabia, la que le plantó un día una sonora cachetada. Ese día ella se fue de la casa y nunca más volvió. Dicen que la principal razón por la que nunca quiso volver fue la respuesta que le dio su hijo cuando lo puso a elegir entre su padre o ella. El niño, amargado como su progenitor, se quedó junto a él.

La amargura de Jaime el barbero se hizo proverbial luego del abandono de la exesposa. Entonces sí que exhibía todo su resentimiento y desprecio por la vida a flor de piel. Parado bajo el marco de la puerta de su barbería escupía, mascullaba y a veces vociferaba en contra de las palomas, a quienes acusaba de ser tan sucias, libidinosas y libertinas como su antigua pareja. Su muchachito parecía haber perdido todo afecto por la madre y secundaba todas sus retahílas de ofensas e insultos contra la memoria de ella.

Claro que Jaime el barbero era considerado un loco, casi de atar, por los vecinos de la calle del Mal Ladrón. Pero los años que trabajó antes del abandono de su otrora esposa le habían dejado una numerosa clientela. Y eran ellos, hombres mayores, casi todos trabajadores y oficinistas de la zona, quienes le permitían sostener su negocio, a pesar de su mítica amargura y su extraña fijación con los cuellos barbados y empapados en espuma.

Un día el hijo de Jaime el Barbero logró su cometido; atrapó a una paloma dentro de una bolsa plástica. El padre exhibía con orgullo el trofeo, pues encerraron a la paloma en una jaula y la colgaron junto a la entrada de la barbería. Jaime el Barbero dijo que no le daría de comer, para matarla de hambre y exhibir su cadáver pudriéndose, de manera que el olor espantara a las palomas de la calle. Los vecinos se reunieron, incluyendo a mis padres, y se decidieron a enfrentarlo al otro día para quitarle al animal y liberarlo. Yo me quedé despierto toda la noche, expectante, aguardando el desenlace, y fui testigo de algo muy extraño.

Durante toda la noche y la madrugada a la calle del Mal Ladrón llegaron cientos de palomas. La cuadra amaneció cubierta con las plumas de estas aves por todas partes. No había un palmo de acera o de pavimento que no estuviera recubierto de gris o blanco. Y el negocio de Jaime el Barbero, además de plumas, amaneció cubierto de caca. De la jaula, con la paloma adentro, no se supo más. Lo cierto es que durante dos semanas la calle fue habitada por una cantidad inimaginable de estas aves. La gente intentaba espantarlas, dándole cierta razón a Jaime el Barbero, pero ya era muy tarde; eran tantas que daba miedo acercárseles. Tanta caca y tantas plumas de paloma había dentro y fuera del negocio de Jaime, que a las dos semanas tuvo que cerrarlo, pues ya nadie entraba. Todavía recuerdo la furia sorda y ciega que lo consumía cuando, en un camión de estacas, se llevó todas sus cosas. Jaimito el Amargado, a su lado, escupía y maldecía como su padre.

Esa misma noche, luego de haberse cerrado la barbería, cayó una estruendosa tormenta. La calle amaneció limpia al otro día y la mayoría de las palomas se habían ido.

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