Los hipopótamos. Por: Nicolás Castro. (Chía-Cundinamarca)
No se hablaba de otra cosa por esos días que del descalabro financiero que sufrió mi padre cuando, inocente, confió en el contador de su empresa para realizar una cuantiosa inversión. El contador llevaba apenas seis meses en el puesto, pero ese tiempo le bastó para convencer a sus jefes de juntar una enorme suma de dinero que, supuestamente, invertirían en un negocio de alto riesgo que podía dejarles unas ganancias sustanciosas.
El
contador desapareció con toda la inversión. El fiscal asignado al caso se dejó
sobornar; el siguiente fue en extremo negligente y el tercero tenía demasiados
expedientes a su cargo. Nunca hubo justicia ni se recuperó el dinero. Los días
holgados, complacientes y felices habían terminado para mi familia y en su
lugar se levantó el telón de un drama que duraría mucho tiempo. Nos cambiaron
de colegio, nos movimos de barrio, modificamos nuestros hábitos y nuestra vida
fue otra.
Mis padres
al principio soportaron el cambio sin quejarse, sin mostrarse abatidos,
manteniéndose firmes en sus propósitos. Pero los años pasaron y las cosas no
mejoraban. Entonces el mal recuerdo y los lamentos asociados a él se hicieron
recurrentes. Yo había entrado a la universidad pública. Llevaba cinco semestres
cursados y un viernes, tarde, con el cielo toldado y una fina llovizna barrida
por un viento helado, me encontré a mi padre frente a la casa. Estaba tratando
de cambiarle una rueda pinchada al carro. Lo saludé y cuando me respondió supe
que se sentía desesperado. Lo ayudé a cambiar la rueda bajo la lluvia, hasta
que lo conseguimos. Entonces mi padre recuperó un poco el ánimo y me dijo,
mijo, nos vamos de paseo este fin de semana, como en los viejos tiempos.
En
aquellos otros tiempos viajábamos en avión. Conocimos el Caribe, México y
Estado Unidos. El único trayecto que hacíamos en carro era para ir al
aeropuerto. En esta ocasión, en todo caso, el trayecto por tierra sería más
largo; mi madre y mi padre nos anunciaron, a mí y a mis hermanos, cuando todos
estuvimos en la casa, esa tarde, que hiciéramos maletas para ir a visitar a uno
de nuestros tíos en Puerto Boyacá, pues nos iríamos esa misma noche.
El paseo
empezó muy bien; la salida de Bogotá, a esa hora, fue bastante sencilla. Mis
hermanos estaban un poco fastidiados por el paseo sorpresa, pues tenían planes
para ese fin de semana que tuvieron que deshacer. A mí, en cambio, no me
molestó la sorpresa en lo absoluto, pues el único plan que tenía era encerrarme
a estudiar. Después de Guaduas, y antes de La Dorada, tuvimos que soportar algo
de tráfico; pero luego de que cruzamos el Magdalena el camino se abrió,
solitario, y nos cruzamos muy pocos camiones o carros por el trayecto hasta
nuestro destino. Pero antes de llegar a Puerto Boyacá sucedió algo muy raro;
sobre la vía vimos a un animal muy corpulento y oscuro, a lo lejos, antes de
poder alumbrarlo bien. Su cuerpo era más negro que su cabeza, que era colorada
y sus ojos, enormes y redondos, destellaban en la oscuridad. Apenas sintió la
proximidad de nuestro carro huyó, moviéndose con velocidad a pesar de lo enorme
que era. Nosotros nos quedamos muy intrigados, preguntándonos si tendrían en
Puerto Boyacá a una nueva especie de vaca.
Aún no
habíamos escuchado nada de los hipopótamos del Magdalena, los mismos que se
habían escapado de la hacienda Nápoles. Cuando llegamos, a la madrugada,
nuestro tío nos recibió somnoliento y parco, acomodándonos en los dos cuartos
que tenía disponibles para nosotros, y se fue a dormir. Antes del mediodía me
levanté. Mis padres y mis hermanos todavía dormían. Me encontré a mi tío en la
sala de su casa, fumando y oyendo noticias en el radio. ¿Sí oye, mijo? Me
preguntó. ¿qué cosa, tío? Están diciendo por el radio que se levantó la
restricción para cazar hipopótamos. Yo abrí los ojos, sorprendido y sin
entender de qué me hablaba. ¿Ustedes no saben que hay hipopótamos por aquí? Son
los mismos que se escaparon de Nápoles, ¡son los mismos que trajo Pablo! Esos
animales han sido un problema desde hace años, pero hace unos meses mataron a
un pescador cerca de Puerto Triunfo, y desde entonces varios políticos de por
aquí han estado peleando para que nos dejen cazarlos y ahora, por fin, llegó el
momento. A pesar de no salir de mi sorpresa, recordé al animal grande de la
noche anterior y entendí lo que era. Un hipopótamo.
Los
motivos de mi tío, y de los pobladores de Puerto Boyacá, eran clarísimos. No
sólo estaban salvando a otras personas de ser devoradas, sino a la fauna nativa
que los hipopótamos estaban depredando. Al mediodía fuimos a almorzar a una
fonda en el centro del pueblo. Mi tío les contó todo lo relacionado con los
hipopótamos a mis padres y hermanos, que hicieron un gran esfuerzo por creerle
hasta que les recordé al animal de la noche anterior. Entonces creyeron. Apenas
terminó de explicarles mi tío, en el televisor que tenían en la fonda a todo
volumen, mostrando el noticiero, apareció la noticia; en todo Colombia se había
levantado la prohibición de cazar hipopótamos. Nosotros terminamos de almorzar
y cuando salimos de la fonda, en una calle contigua al parque principal,
encontramos a un político local repartiendo escopetas, machetes y picas desde
una camioneta. ¡Señores! Llegó la hora. El que me traiga la mayor cantidad de
orejas de hipopótamo se lleva la recompensa de cincuenta millones. Mi padre, de
repente, pareció entusiasmarse mucho y se veía ansioso. Secreteaba junto a mi
tío, pero no nos dijeron nada al resto. Por el camino de regreso a su casa mi
tío se animó a hablar. Hombre, cincuenta millones de pesos es mucha plata, ¿no
será que nos está cayendo del cielo una oportunidad de oro? Entonces mi padre,
como hipnotizado, contestó, valdría la pena unirse a la caza. A mí la idea me
helaba la sangre, semejantes animales me parecían pavorosos y, además, no me
gustaba tampoco pensar en tener que matarlos. Mi tío estuvo despotricando sin
descanso, toda la tarde, de los hippies citadinos que defendían a los
hipopótamos. ¿A quién se le ocurre que la vida de esas bestias es más
importante que la de la gente? Mi padre y mis hermanos estaban de acuerdo con
él y estuvieron toda la tarde armando un plan para unirse a la cacería al día
siguiente.
A la noche
volvimos al parque central del pueblo. El mismo político que habíamos visto
repartiendo escopetas y machetes ahora estaba reunido con el alcalde y un
enorme número de pobladores. Nos acercamos y supimos que la caza esporádica de
la tarde había salido mal. Decidieron ir directamente por uno de los machos más
grandes —uno de cabeza colorada y mirada aterradora que había sido avistado
cerca del río, y que probablemente era el mismo que vimos nosotros la noche
anterior— pero dos de los pobladores se acercaron demasiado y uno terminó
herido de gravedad. Se estaban discutiendo alternativas para poder ejecutar la
caza. Al otro día iban a intentarlo de nuevo. Mi tío, mi padre y mis hermanos,
a pesar de que mi madre y yo les pedimos no hacerlo, se comprometieron a ir.
Mi madre y
yo nos quedamos, al otro día, en la casa, expectantes. Oíamos por la radio,
como si se tratara de un macabro partido de fútbol, las actualizaciones de la
partida de caza en el Magdalena. De nuevo estaban buscando al hipopótamo de
cabeza colorada, pues el poblador que resultó herido había muerto y era
determinante castigar al animal asesino. Cuando la tarde iba en declive, las
calles del pueblo se llenaron con la gente que regresaba de la incursión en el
río. No habían podido matar a ningún hipopótamo y, por fortuna, ninguna persona
había muerto ese día. Mi tío, mi padre y mis hermanos hablaron excitadísimos de
su experiencia como cazadores, aunque mi padre no podía dejar de lamentarse de
no haber podido ganarse los cincuenta millones. Era sólo un hipopótamo, decía,
nadie más hubiera podido cazar nada, si matábamos al grande y le cortábamos las
orejas, la plata hubiera sido nuestra. Mi tío trataba de excusarlo y de
animarlo un poco. Hubo mucho desorden, pero nosotros fuimos valientes, no es
una labor sencilla matar a un animal de esos y la gente no ha sabido
organizarse. Yo tuve a una de las bestias a un palmo de distancia, pero como no
me dieron escopeta, no pude hacer nada. Yo traté de clavarle una pica a uno,
pero la piel que tienen es durísima. Sólo mi hermano mayor se animó a decir lo
obvio. A mí me parece que esos políticos nos están usando para enfrentar
semejante problema sin siquiera darnos las herramientas adecuadas, no
deberíamos exponernos más, si alguno de nosotros se muere ¿qué? Allá está el
hombre al que mordieron ayer, en la morgue del hospital, sin que ninguno de
esos políticos responda por nada.
El lunes
festivo salimos al río a mirar la tercera faena de caza. Los pobladores de
Puerto Boyacá fueron más cautelosos en esta ocasión, y no pasó nada. Esa tarde
nos despedimos de mi tío y regresamos a Bogotá. Al menos, pensaba yo, habíamos
calmado un poco los nervios de mi padre, que luego de semejante experiencia se
veía menos tenso. Las semanas pasaron y yo veía las noticias de los hipopótamos
a diario. La gente no paraba de arriesgarse para cazar a esos animales, en
especial por las recompensas ofrecidas por ciertos políticos y entidades gubernamentales;
el gobierno involucró al ejército y contrató a un grupo experto en cacería de
grandes mamíferos, hubo varias muertes, tanto de personas como de animales, y
el problema persistía, pues no había un plan general claro y efectivo. Al ver
que la estrategia de las recompensas no daba resultados el gobierno comenzó a
emitir unas piezas televisivas, por los canales nacionales, persuadiendo a la
gente de no cazar ellos mismos a los hipopótamos. Pero desde los noticieros más
sensacionalistas no paraban de hablar de los hipopótamos, culpándolos de todos
los males del país, insuflando en las conciencias de las personas un odio
tremebundo contra los animales africanos que nos habían invadido.
Pasó un
año entero y la lista de fallecidos, humanos y animales, seguía creciendo, pero
el gobierno de turno y los políticos locales del Magdalena Medio seguían siendo
incapaces de darle una solución definitiva a la “Guerra contra los
Hipopótamos”, como ahora la llamaban. Sin embargo, todo el clima de furor y
paranoia anti-hipopotámica se zanjó de un solo tajo, un día, cuando una
organización surafricana interesada en la conservación de los hipopótamos
intervino. Ofrecieron llevarse a los animales por sus propios medios, pagando
por cada uno una fuerte suma. De repente los noticieros no volvieron a hablar
del tema. Ni los políticos. La Guerra contra los Hipopótamos había finalizado.
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