El Gato. Por: Nicolás Castro. (Chía-Cundinamarca)

 


La vida es la sorpresa inmediata y el largo asombro, la inquietud fértil, la transformación deliberada o paulatina; la muerte, en cambio, es la quietud absoluta, estéril, donde ya nada cambia, donde todo permanece igual. La magia, pues, está en el medio; algunas veces da la vida, otras veces da la muerte, y en ciertas ocasiones dispensa ambas por igual. Llevo muchos años preguntándome si Dios odia a todas las brujas. Todavía no lo sé. Pero lo que sí sé es que yo misma, a veces, me odio un poco, sobre todo cuando, fumando un tabaco, tengo la certeza de tener atrapada la llama de la vida de una persona. Llega el momento terrible de cegar el ardor, la luz, la brasa, y entonces, por un breve instante, me digo a mí misma que lo que hago está mal, que aquella vida palpitante, que crepita entre mis dedos, tiene un valor en sí misma que debería respetar; pero luego pienso en mi pasado, en mis recuerdos dolorosos, en las facturas por pagar, en la vida imposible de resolver y la determinación se apodera de mí.

Sólo me permito ese instante de arrepentimiento y vergüenza justo antes de terminar el trabajo. Porque si lo termino y sigo arrepentida, entonces se me devuelve. Yo nunca blasfemo, soy consciente del amor de Dios, creo en Él y hasta le pido permiso para hacer el mal, así yo sepa que no lo aprobará; y la prueba más evidente e impresionante de su amor es que cuando una, que es una pecadora como ninguna, se arrepiente, enseguida empieza el castigo, y ese castigo es la única forma de abandonar la maldad, de pagar por ella, para poderse redimir y volver a ser buena. No importa lo mala que una haya sido, sólo hay que arrepentirse de corazón para poder aspirar al perdón divino. Siempre está abierta la puerta hacia esa redención y por eso guardo la esperanza de que Dios, a pesar de nuestra perfidia, nos ame a todos por igual.

No me he arrepentido plena y conscientemente de mis pecados porque, si lo hiciera, perdería el único medio que poseo para subsistir. Las brujas nacemos, dependemos de nuestros dones innatos, pero también necesitamos que nos despierten al conocimiento del bien y del mal. Es casi imposible ver o conocer a una bruja que no venga de una familia donde la hechicería sea una tradición y una vieja herencia. A mí me la enseñó mi papá.

Yo nací en el Tolima, y me crie allá, en un pueblo que se llama El Guamo. Mi madre murió dándome a luz; y mi padre, que me culpaba de eso desde que tengo memoria, me decía que yo había sido el instrumento con el que el mal les había cobrado varios trabajos muy graves que ellos dos habían ejecutado juntos, a lo largo de su vida en pareja. Pero sólo hasta que cumplí trece años me explicó de manera detallada esa historia. Escogió, para contarme la verdad, el momento de mi iniciación como bruja negra. Estábamos en el cementerio del pueblo, en medio de las bóvedas atestadas de tumbas, cuando comenzó a hablar. Su mamá era muy arriesgada, no se protegía y dejó que las ánimas de los difuntos la vieran, porque nosotros éramos expertos en hacer entierros en tumbas, para obligar a los espíritus de los muertos a hacer lo que necesitáramos; y llegó un momento en que esos espíritus le cobraron a su mamá lo que los dos habíamos hecho. Ella era de aquí, del Guamo, y era una bruja muy verraca. Yo la conocí estando muy pequeña. La mamá de ella, su abuela, no tenía el don, por lo que me la entregó, con dieciséis años, para que yo le enseñara. Y como su mamá era tan bella, nos enamoramos y nos quedamos juntos. Ella era más mala que yo y por eso corría tantos peligros. Era como si no le tuviera miedo a la muerte. Recién comenzamos a andar juntos tuve varias veces una pesadilla; en ella su mamá estaba más joven y yo la veía desnuda, de noche, debajo de una cascada, y la barriga se le llenaba de agua; luego comenzaba a sangrar y a expulsar un líquido negro, inmundo, hasta morirse. Yo sabía lo que eso significaba; sabía que ese sueño era una advertencia sobre el futuro. Sabía que su mamá era muy poderosa y que, por eso, no podía tener hijos, pues a través de los hijos es que la iban a hacer pagar. Su mamá y yo nos cuidamos mucho tiempo, inclusive la ayudé a abortar varias veces; pero una noche ella me dijo que la estaba esperando a usted y que no la quería abortar, que porque ella sabía que usted iba a tener más talento que cualquiera para el mal, y quería que naciera para que nos ayudara. Yo le insistí mucho para que no la tuviera, porque presentía que la iban a matar en el parto, pero su mamá no quiso hacer caso y vea lo que pasó. A usted la mandaron para matarla a ella.

Cuando mi padre se quedó callado yo sentí mucha rabia, pero no quise decirle nada, porque con mi papá no se podía hablar. Él siempre enredaba todo y nunca daba su brazo a torcer. Yo estaba agachada, a su lado, con una vejiga de burro entre las manos; dicha vejiga la había preparado yo misma a lo largo de varias semanas, y en ella había puesto unos amarres, cada uno correspondiente a los miembros de una familia, pues a mi papá le habían pagado más de veinte millones de pesos, que en esa época era mucha plata, para exterminarlos a todos. Mija, este es el momento en el que usted va a empezar a ayudarme con los trabajos grandes, yo ya tengo mucho peso encima, ¿sí entiende? Hoy usted va a ofrendarle su primer trabajo al diablo y necesito que lo haga bien ¿o se quiere quedar sola? Sin mí le tocaría salir a mendigar o, peor, a vender su cuerpo a cambio de una sopa ¿eso quiere? Yo sé que no lo quiere, así que concéntrese, no se puede equivocar en el orden de las oraciones, a ver, empiece. Mi padre era un hombre cruel y práctico; a la única persona a la que había amado fue a mi mamá. Sabiendo que no podía arriesgarme a terminar en la calle, me puse de pie y alcé la vejiga por encima de mi cabeza; cerré los ojos y comencé a recitar la primera oración. Mi padre había abierto un orificio en una de las esquinas de la lápida y por ahí introduje el entierro. Mientras él le daba varias repasadas a la lápida con cemento fresco —que preparó antes de que nos metiéramos al cementerio—, seguí repitiendo de memoria las seis oraciones que debía usar, incluyendo la última, que debía recitarla al revés; cuando terminé con las oraciones prendí una vela que nos permitiría saber si el entierro había quedado bien enraizado. Mi padre acabó de resanar la lápida y se quedó mirándome fijamente. La luz de la vela me mostró que el alma del difunto había quedado amarrada, condenada a perpetrar el horrible mal que nosotros estábamos desencadenando, por lo que nos fuimos de ahí.

Como yo era tan joven en ese entonces, carecía de la experiencia y de la capacidad para concentrarme y evitar el arrepentimiento. Una bruja aprende a mantener su mente siempre enfocada, para dirigir mejor sus energías y para evitar pensamientos intrusivos que puedan afectarla para mal. Siendo tan niña, luego de haber ejecutado ese entierro me sentí mal. La culpa me atenazaba muy duro y por eso me ganó la curiosidad, de manera que comencé a buscar a la familia que íbamos a dañar, para saber un poco más de ellos. Mi padre nunca se preocupaba por mí, excepto cuando me necesitaba. Incluso había consentido que me matriculara en el colegio. Comencé a escaparme al mediodía, evitando las clases de la tarde, para vagabundear por el pueblo y seguirle el rastro a la familia. Al final logré encontrarlos gracias a que tenían un gato, que se salía de la casa y merodeaba por el barrio donde vivían. El gato traía prendida la misma energía de ellos y yo pude percibirla. Se trataba de un gato negro, de pelaje brillante, largas patas y unos ojos encendidos y hermosos. Gracias a él supe que aquella familia no era gente mala, por lo que mi sentimiento de culpa siguió incrementándose aún más.

Desde chiquita le había ayudado a mi papá con sus preparaciones, pócimas y conjuros, pero nunca le había ayudado en un ritual de manera directa y mucho menos había participado en uno para matar a toda una familia. Por ende, luego de averiguar quiénes eran, quise saber por qué los querían matar. Como no tenía el nombre de la persona que había pagado por ese trabajo, ni sabía nada de él, excepto que era un hombre, seguí rondando la casa de las víctimas, a la espera de encontrar alguna pista del cliente. La de ellos era una de las casas más grandes y lujosas de El Guamo; todas las tardes me paseaba por los alrededores y, como no tenía más compañía que el gato, poco a poco me fui encariñando con él. Era un animal muy lindo, y como sabía que en cuestión de meses iba a perder a su familia, me lo quería quedar. Luego de varias semanas rondando la casa de las víctimas tuve un sueño. En el sueño veía cómo el señor de la casa, el hombre mayor de la familia, salía de su casa en un carro que llevaba amarrada una cuerda negra. En el sueño tomaba la cuerda y la seguía; y el otro extremo, luego de recorrer toda la cuerda, daba a la terminal de buses del Guamo.

Comencé a rondar la terminal. Entonces averigüe que la familia a la que íbamos a destruir era dueña de una de las empresas de buses del pueblo. Esto me dio la fuerte intuición de que el cliente era un conductor. Y no tuve que esperar demasiado para descubrirlo. Una noche, cuando ya estaba por irme a mi casa, lo vi; con sólo mirarlo a los ojos supe que él era el origen de ese mal. Se trataba de un señor gordo, moreno, con un rostro feo y que caminaba de lado. Con el pasar de los días descubrí que manejaba una buseta que iba hasta Bogotá; el tipo estaba soltero, su familia era de El Espinal y tenía amantes e hijos regados por toda la ruta hasta la ciudad capital. De todos mis dones innatos, el que estaba más desarrollado era el de la clarividencia. Me bastaba con oler una prenda, tocar una pertenencia o a una persona, mirar un lugar, probar alguna cosa con la lengua o estimular cualquiera de mis sentidos con un elemento relacionado a una persona para que pudiera tener una visión ligada al elemento y su dueño o dueña; el conductor que pagó toda esa millonada para acabar con la familia dejó un tinto a medio sorber en una de las mesas de la terminal. Yo agarré ese tinto y gracias a él pude saber toda la verdad. Esa noche soñé con el conductor; él había trabajado para la familia a la que quería destruir. Una de las mujeres de esa familia, la hija menor del dueño, había tenido un amorío con el conductor y el tipo llegó a creer que sería aceptado como yerno por sus jefes, de manera que pudiera casarse con la muchacha e incluso esperó ascender dentro de la empresa. Cuando la relación fue descubierta, a la pelada la mandaron para Bogotá y al tipo lo echaron sin siquiera pagarle una liquidación. El conductor trató de reclamar, pero sus antiguos jefes tenían mucho poder en El Guamo y no fue posible hacer justicia.

El conductor conocía a mi padre y sabía lo que podía hacer. El tipo se llenó de rencor de una forma absurda y por eso decidió gastarse todos sus ahorros, fruto de su trabajo, para destruir a la familia que lo había ofendido. Los meses fueron pasando y el trabajo comenzó a surtir efecto. Todas las tardes, luego del colegio, pasaba por la casa de las víctimas; le daba de comer al gato, para que se acostumbrara a mí, y me fijaba si había novedades. Como el gato era de ellos, nada más con acariciarlo y que me lamiera las manos ya tenía suficiente influjo energético como para tener una visión sobre sus vidas. Y lo que veía era terrible. Primero se enfermó el señor de la casa, contra quien el trabajo apuntaba principalmente. Le dio cáncer de lengua y toda la garganta se le pudrió. Luego la esposa, la madre de la muchacha que el conductor quería, se quedó ciega. Por último, la abuela, madre del patriarca de la familia, tuvo una muerte horrible, atracada por unos tipos que venían de Bogotá, y que le propinaron varias puñaladas en el cuello y pecho.

Mi padre no mostraba el más mínimo arrepentimiento, su cliente estaba feliz con lo que estaba pasando y aguardaba el desenlace fatal. Sin embargo, el trabajo se complicó. Los meses fueron pasando y el exjefe de nuestro cliente no se moría. Entonces yo me di cuenta, gracias a una vela que encendí para adivinar el futuro de la familia, que la víctima había contratado a otra bruja, y esa señora comenzó a trabajarnos para devolvernos el mal que habíamos hecho. A mí me salieron unas manchas horribles en la piel, me dolía el cuerpo y mi estado de ánimo decayó mucho. Mi padre, a pesar de su falta de amor, se sintió muy ofendido con esto y se dedicó de lleno a asegurarse de que el trabajo que le habíamos hecho a esa familia surtiera efecto. Pero los esfuerzos de mi padre fueron en vano. Una tarde, estando yo encerrada en la casa, sintiéndome muy débil, oí ruidos en el patio. Casi a rastras me asomé y me llevé un susto terrible; nuestro cliente, el conductor de bus, que ahora estaba mucho más delgado, se colgó de un árbol que estaba en el patio de mi casa con una soga.

Mi padre se alertó mucho, pues sabía que si su cliente había llegado a ese extremo era porque la bruja que la víctima contrató era muy poderosa. Entonces mi papá me encargó atrapar al gato de la familia, para traérselo, pues con la mascota de ellos se podía reforzar el entierro. Yo no le dije nada, pues sabía que no servirían mis ruegos, pero no quería hacerle daño al gato. Cuando llegué con el animal, mi padre me dijo que íbamos a abrirlo vivo, para meterle en el estómago el pelo trenzado de las víctimas y unas fotos, de manera que apenas el gato se muriera, todos ellos también sucumbieran. Yo traté de fingir, pero la culpa que me daba matar al gato, al que le había dado de comer, con el que me había encariñado, era un problema para mi papá. Culicagada marica, ¿cómo se le ocurre encariñarse con este animal? ¿Usted es que no entendió que el arrepentimiento nos jode? ¿Usted me quiere ver muerto? Me dijo, cuando percibió mi aflicción.

Que me pidiera abrir al gato vivo fue demasiado. Luego de que mi papá me regañara y me recordara que mi madre había muerto por mi culpa, luego de que me amenazara con que iba a quedarme sola si él no podía completar ese trabajo, me escapé. El gato negro y yo pasamos por el cementerio, para sacar el entierro de la tumba. Luego, a la salida del Guamo, le prendimos fuego dentro de una caneca. Estando al lado de la fogata encendida, porque un entierro tarda mucho en quemarse, un bus que iba para Bogotá paró. Se trataba de uno de los clientes de mi padre. El conductor me preguntó que qué hacía ahí sola, junto al camino. Esperando un bus, le dije, porque mi papá me mandó para Bogotá. El conductor me creyó y accedió a llevarme sin cobrarme nada. Mientras nos alejábamos del Guamo comencé a sentirme mejor. El gato se fue sobre mi pecho todo el camino. A pesar de la incertidumbre, si queríamos vivir, no había marcha atrás.

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