La mirla. Por: Nicolás Castro. (Chía, Cundinamarca)
Un muchacho de cara
bella, pero opacada por la amargura, un muchacho alegre y frustrado, una suerte
de gótico tropical con buen sentido del humor, andaba solitario cargando su
guitarra al hombro, con gabardina cerrada, dejando atrás a sus amigos. El
viento helado que bajaba por las calles empinadas parecía reclamarlo, como
exigiéndole subir más rápido hacia La Candelaria. El chorro de aire frío lo
impactaba en la cara y el rostro y él, que no cedía, ni se sentía tentado a
retroceder, estaba decidido a llegar a su destino cuanto antes. En un momento
sacó sus manos de los bolsillos y se trenzó el cabello, conforme daba cada
zancada esforzada, de manera que su pelo enmarañado no se le revolviera sobre
los ojos, la nariz y la boca.
Se había bajado de un
bus en la décima con décima. Cruzó la plaza de Bolívar, mirando al suelo, sin
observar a ninguno de los parches que andaban por allí a esa hora. Los punks lo
miraron con cara de pocos amigos, una artesana suspiró al verlo pasar y cada
uno de los vendedores ambulantes, desde sus carritos de hojalata, lo reconocieron
a lo lejos, mientras atravesaba la plaza cabizbajo, con paso nervioso y
acelerado. Cuando pasó junto a la catedral alzó la vista; entonces vio a una
mirla que volaba alto, y un calosfrío le recorrió el cuerpo.
Al bus se había
montado junto a sus amigos, un grupo de pelados parecidos a él. Todos llevaban
el pelo largo, tocaban la guitarra, cantaban, bebían y todos se rebuscaban el
diario en los buses. Pero él, ese día, en lugar de contentarse con la
generosidad de los pasajeros, que habían vertido en sus gorras y palmas gran
cantidad de monedas, se había perdido de la compañía de sus amigos, que ya se
dirigían a invertir sus preciadas monedas en varias botellas de licor. Ese día
no le bastaba con llegar al centro a la misma juerga que tantas veces habían
celebrado. Ese día necesitaba algo más.
Por eso el muchacho se
había bajado mucho antes que sus compañeros del bus. Y ellos, creyendo que se
trataba de un arrebato pasajero, lo dejaron irse sin preguntarle nada. El
muchacho comenzó a remontar las calles estrechas, andando bajo la penumbra del
cielo que se adhería a los balcones antiguos; las nubes negras parecían colgar como
guirnaldas siniestras sobre la calle, tragándose las luces de las estrellas,
oscureciendo el firmamento. El muchacho sentía una opresión en el pecho y le
faltaba el aliento. La frustración que lo plagaba lo hacía sentir asfixiado.
Trataba de huir de su desesperación, pero no podía.
Mientras caminaba
pensaba que el momento de cortarse el pelo, vender su guitarra y meterse a un
trabajo fijo había llegado. Ya lo había intentado en el pasado. Pero la
opresión de los horarios inamovibles, de las ordenes pronunciadas como
sentencias, de las labores inagotables, lo laceraba desde muy adentro. Pensaba
que no podía soportar algo así, y creía que su destino era otro, uno que se le
escapaba entre los dedos al no poder sujetarlo, al ser incapaz de condensarlo
para hacerlo suceder. Además de temer a ese futuro laboral incierto y lapidario,
estaba cansando de tocar sus canciones en los buses por unas monedas, del
cuarto alquilado, las comidas comunitarias y la vida de barrio, de la juerga excesiva
y su pernicia adolescente. Nada de eso le bastaba, pero sus opciones tampoco lo
satisfacían. Anhelaba con excesivo ardor alcanzar la fama de un músico virtuoso
y genial, una fama que lo esquivaba y que ahora le parecía inalcanzable.
Esa imposibilidad de
materializar su más anhelado sueño era lo que lo agobiaba y hundía. Conforme se
acercaba al Chorro de Quevedo, que era hacia donde se dirigía, rememoraba con
desenfreno una miríada de nombres geniales. Los nombres de los músicos que más
había admirado. Y se desesperaba al imaginarse que nunca sería como ellos.
Al fin alcanzó la
encrucijada del Chorro de Quevedo. Se sentó en una de las bancas que estaban
libres, a esperar. Había tenido un sueño; en el sueño aparecía una mirla que se
posaba sobre la rama de un árbol que estaba delante de la banca en la que
estaba sentado. El muchacho no creía que su sueño se fuera a realizar, pero no
perdía nada con intentarlo. Muy en el fondo de su corazón anhelaba que
aconteciera. Deseaba hasta el delirio que el pájaro apareciera. En el sueño la
mirla le había hablado y le había dicho que ella podía ayudarlo a alcanzar la
preciada fama. Lo único que le pedía para concederle su deseo era estar ese
día, a esa hora, en el Chorro. El muchacho sacó su guitarra y se dedicó a tocar
las cuerdas para afinarlas. Luego estuvo ensayando algunos acordes para
calentar. Y finalmente se decidió a tocar. Reprodujo las canciones más tristes
que conocía. Y se decía a sí mismo que «si la mirla no aparece esta noche, es que todo
está perdido».
El muchacho se entregó
de lleno a la ejecución de su música. Cerró los ojos e imprimió todo su dolor
en las melodías que tocaba. La gente se fue agolpando alrededor de él, en
silencio, atraída por la intensidad y virtuosismo de sus melodías. El vivo
dolor de su corazón herido lo fustigaba, la idea de que su vida pudiera estar
truncada lo empujó a ejecutar su mejor obra con la guitarra y, mientras lo
hacía, dejaba que las lágrimas le rodaran por las mejillas. El muchacho creía
que estaba tocando su guitarra por última vez, antes de cegar su vida, pues ya
no encontraba sentido a su existencia.
Cuando la última y más
triste de todas las canciones que conocía agotó sus acordes, detuvo la
ejecución y suspiró muy hondo. Levantó la cara y abrió los ojos, dirigiéndolos
hacia las ramas del árbol, seguro de que sería imposible ver, en plena noche, a
una mirla parlanchina colgada de la madera, anunciándole que su vida cambiaría
de rumbo. En efecto, al mirar hacia las ramas, no vio a ninguna ave. Entonces
volvió a cerrar los ojos y, en ese instante, se oyó un aplauso estruendoso que
lo rodeo desde todos los frentes.
El muchacho se puso de
pie, azorado. Muchas de las personas que lo habían oído tocar lo grabaron. Su magnífica
ejecución de esa noche se viralizó en seguida. Y mientras el muchacho
contestaba a las preguntas que le hacían, dando a conocer su nombre frente a
las cámaras encendidas, vio pasar a un ave negra, ágil, delgada, que acabó
posándose sobre una de las ramas del árbol. Por un instante se quedó mudo, sin
poder dar crédito a lo que veía. La mirla cantó una breve melodía, luego dio un
par de saltos de rama en rama y alzó el vuelo de nuevo, perdiéndose en la
noche. La gente continuaba haciéndole preguntas al muchacho y él, por un
instante, no pudo seguir contestándolas.
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