La rata. Por: Nicolás Castro. (Chía-Cundinamarca)
Yo crecí en una casa llena de gatos. De niño me crió mi abuela, una mujer buena que durante muchos años fue una acumuladora
compulsiva de estos animales. No habría sido problemático que tuviera cinco,
diez o quince, si hubiese podido cuidarlos a todos de una manera adecuada desde
el principio. Pero la verdad es que siempre hubo más de cien, y la mayoría,
durante muchos años, permanecieron enfermos, desnutridos o lastimados por sus
constantes peleas, sin que mi abuela se preocupara de atenderlos. Ella creyó,
durante demasiado tiempo, que su único deber era recogerlos de la calle, y esa
era su excusa para no detenerse. Más que amor, lo de mi abuela era una pulsión
acaparadora y egoísta, a pesar de que ella, en realidad, no era una mala persona.
Mi infancia junto a ella me dejó marcado y, aunque
siempre he intentado respetarlos y cuidarlos, nunca he sido un verdadero amante
de los animales, ni soporto su presencia en los espacios en los que habito. He
intentado trabajar este rechazo inconsciente con psicólogos y psiquiatras, pero
ha sido inútil. La presencia de cualquier mamífero, ave, reptil o insecto me
produce ansiedad, zozobra, sudoración excesiva y alergias de todo tipo.
Que mi abuela me criara puede causar una impresión
equivocada. Mis padres no me abandonaron, ni mi abuela era una mujer
empobrecida que a duras penas pudiera darme de comer. Por el contrario, mi
abuela siempre tuvo dinero de sobra; heredó estando joven el dinero de su padre
y enviudó antes de los cincuenta. Vivía en una casa palaciega en el centro del
barrio Palermo, en Bogotá, y fue ella quien les quitó la custodia a mis padres,
un par de hippies mantenidos que jamás consiguieron enderezar el rumbo. Mis
padres contribuyeron a mi problema con los animales con su falso ambientalismo;
decían luchar por la conservación de especies en peligro, pero lo cierto es que
su lucha era más una excusa para no trabajar y poderse pasar la vida viajando.
Sabiendo del estado de abandono en el que me tuvieron siendo un bebé, mi abuela
les dio un ultimátum sorpresa, y fue tan contundente su sentencia que ellos,
blandengues y vagos, aceptaron entregarme sabiendo que más que perderme,
estaban recuperando la aparente libertad de despilfarrar su existencia
persiguiendo quimeras y placeres mundanos.
Mi abuela no era una mujer desequilibrada, sino una
persona brillante y muy talentosa que, además de su fortuna económica, heredó
la compulsión que la convirtió en una acaparadora de gatos. Cuando yo tenía
unos doce años alcanzó de nuevo la lucidez plena; entonces compartimos casa con
un regimiento completo de cuidadores, veterinarios y aseadores que hicieron de
la convivencia con los felinos algo mucho más agradable. El problema fue que yo
soporté sus años de delirio salvador, cuando acumuló la mayoría de animales sin
todavía ofrecerles los cuidados adecuados, que fue lo que me marcó para siempre.
El hedor, principalmente, la pestilencia que plagó su casa por casi una década,
fue lo que me impidió volver a convivir con un animal cuando pude independizarme.
Sólo tenía dieciséis años cuando eso sucedió. Me fui
de la casa de mi abuela, con su ayuda, y a los pocos meses entré a la facultad
de medicina, carrera que escogí, en gran medida, para ayudarme a superar mis
traumas; mi vocación de médico es genuina, y es el amor por mis semejantes lo
que me permitió atenderlos a pesar de sus humores corporales, fluidos y
secreciones. Antes de que yo me fuera mi abuela transformó su casa en una
fundación animalista, una de las más renombradas de Bogotá, lo que muy en el
fondo de mi ser me permitió perdonarla. Nuestra relación nunca fue mala, ni yo
le expresé ningún odio jamás, pues nunca lo sentí. Pero sí la culpaba de mis
padecimientos de niño, de las alergias, la ansiedad y los temores a la
suciedad, las enfermedades y el asco excesivo por cualquier olor desagradable.
A pesar de todo, nuestra relación siempre fue cordial, cercana, y así se
mantuvo hasta el día en que murió, un día lluvioso de septiembre cuando apenas
iba por la mitad de mi carrera. Su muerte me hizo sentir terriblemente solo; el
resto de mi familia era demasiado disfuncional y rara vez los veía. Y eso sin
contar con mis padres, a quienes en realidad veía una vez cada cinco o seis
años.
Decidí alquilar un apartamento grande que pudiera
compartir. Siempre fui yo el que llevó la mayor carga con los gastos, pero eso
no me molestaba pues tenía suficiente dinero para hacerlo. Y a mis amigos, con
quienes vivía, en cambio, les faltaba el dinero, por lo que me sentía bien de
poder ayudarlos. Pronto mi apartamento se convirtió en el epicentro de una
intensa actividad social. Comidas, reuniones, mítines políticos, tardes de cine
club, noches de fiesta; de repente mi existencia era de lo más intensa, variada
e interesante. Y a mí eso me complacía de una forma muy profunda, pues sentía
que con ello estaba superando mi hondo miedo a la soledad.
Cuando estábamos terminando la carrera llevamos a
Magda, la novia de uno de mis amigos, a vivir al apartamento. Habíamos
mantenido cierta regla que prohibía que lleváramos a nuestras parejas a vivir a
nuestra casa, como si con eso garantizáramos una convivencia pacífica. Quien se
había inventado dicha regla había sido el propio novio de Magda, Ramiro, que
luego cambió de parecer. Hombre, yo propuse eso cuando empezamos la carrera
porque estábamos en pleno furor adolescente; no quería que por un lío de amores
fuéramos a terminar separándonos, pero ahora ya casi somos médicos y la vida va
a darnos un vuelco, es el momento de traer a nuestras novias, amantes o esposas
a vivir aquí. Ramiro era un tipo locuaz y metódico, capaz de argumentar lo que
fuera y de convencer a cualquiera de lo que él creía verdadero. Nos persuadió a
todos y por eso llegó Magda a nuestro hogar. Lo que Ramiro no sabía es que la
presencia de ella habría de ser la mayor de todas sus equivocaciones, que no
fueron muchas, desde que nos conocimos estudiando medicina.
Magda era una obsesiva del orden. Pronto sus
comentarios comenzaron a hacer mella en la convivencia de nuestra fraternidad.
La presencia de aquella mujer desbalanceaba nuestra larga y armoniosa amistad,
porque tenía un talento increíble para decir exactamente lo que acabaría por
desatar una discusión. Algunos días se trataba de la comida, otros de la ropa
sucia, otros del piso manchado, otros de las migajas sobre la mesa. Alegaba que
el apartamento se llenaría de hormigas si no limpiábamos cada rincón que
hubiese recibido mugre o residuos de alguna cosa, sin importar que en Bogotá, y
en un edificio, las hormigas no tuvieran cómo convertirse en una plaga. Luego
comenzó a insistir hasta la saciedad en que en el apartamento había una rata.
Todos los días decía haber encontrado mierda de rata en la alacena, o nos
enseñaba cables y muebles que parecían haber sido roídos por un animal. A mí
eso me descompuso, pensando que en verdad había una rata, y comencé a
enfermarme de la piel y de los nervios. Estando así de mal no fui capaz de
mediar entre mis amigos y las cosas se vinieron abajo.
La fraternidad
de médicos, como nos gustaba llamarnos, se resquebrajó. El primero en irse
fue Julián, seguido de un primo suyo que vivía y estudiaba con nosotros. Viendo
que estábamos a punto de enemistarnos, una tarde, cuando ya habíamos salido de
la facultad, nos reunimos en la sala. Mientras discutíamos airadamente las razones
por las cuales nuestra buena convivencia se había roto, Ramiro hacía todo lo
posible por evitar que se dijera lo obvio; todos nuestros líos empezaron desde
que Magda llegó a compartir nuestro hogar. Felipe y Pedro, que seguían viviendo
con nosotros, alegaban que el problema era la rata y que si lográbamos
exterminarla todo se solucionaría. Pero Julián, que a pesar de que ya no vivía
con nosotros estuvo presente en la reunión, fue quien dio el primer paso en la
dirección correcta, acusando a la novia de Ramiro; estalló una discusión
terrible, tan fuerte que el techo sobre nuestras cabezas se descascaró,
arrojándonos un enorme pedazo de madera que cayó sobre la mesa del centro de la
sala.
El apartamento, en esa sección de la sala, tenía una
estructura de madera con varios tragaluces; resultó que era cierto que había
una rata en el apartamento, y el animal había estado devorando la estructura de
madera alrededor de los tragaluces. Entre los escombros que cayeron del techo
hallamos una serie de objetos rarísimos que Julián, que tenía estudios en antropología,
supo identificar como unos fetiches, es decir, unos muñecos vudú cuya finalidad
era hacernos magia negra, pues llevaban nuestras fotos y nombres adheridos a
ellos. Los muñecos eran bastante ridículos, y por un momento nos reímos de la
forma cómo nos representaban. El muñeco de Ramiro, que siempre fue un poco
obeso, parecía un balón de rugby.
Ramiro fue el único que no pudo aceptar la verdad.
Hasta el final, y a pesar de las pruebas documentales que expuso Julián, se
negó a reconocer que su novia nos había estado trabajando con sus artes
oscuras. Él acabó muy mal, pues no pudo separarse de aquella mujer. Nosotros,
en cambio, recuperamos nuestra fraternidad y seguimos viviendo en el
apartamento, que permanecería libre de animales, excepto por la rata, a quien
decidí adoptar, pues era el primer animal con quien podía convivir sin que me
enfermara.
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