Las serpientes. Por: Nicolás Castro. (Chía-Cundinamarca)
Se trataba de la fiesta más importante de toda la
historia de nuestra familia, algo que debía recordarse por generaciones. El
hijo adorado de mis tíos, el primo más galante y exitoso de todos, iba a
casarse. Mis padres no podían dejar pasar la ocasión. Habían comprado una
fastuosa casa en las inmediaciones del humedal Córdoba, en plena Niza Antigua,
en el norte de Bogotá, y querían que la casa fuera la sede de la celebración.
La casa había sido adquirida en un remate al que se
presentaron pocos postores. No era cualquier subasta. Mi padre, un viejo y
galardonado funcionario de la DIAN, había ganado el derecho a participar junto
a otros tres funcionarios tan viejos como él. La puja fue un ritual vacío, pues
entre ellos ya habían discutido y decidido quién se quedaría con la casa. Mi
padre tuvo que ofrecerle a cada uno de los otros postores algo a cambio y, por
esto, se endeudó bastante, pero obtuvo lo que quería.
No era la primera vez que mi padre se salía con la
suya sólo por un capricho. Y no era la primera vez que lo conseguía arriesgando
el patrimonio de nuestra familia. La casa había costado demasiado y él debió
ponerla en arriendo, de manera inmediata, para recuperar una parte de lo
invertido. Pero en lugar de eso aguardó a la fiesta durante meses, sin dejar
que “nadie” la ocupara, pues sólo la compró con ese objetivo; que fuera la sede
de la gran celebración de nuestra familia. Mi madre, que desde que tengo
memoria padece de bipolaridad en un grado muy intenso, nunca protesta por estas
cosas, pues ella a duras penas consigue mantenerse en contacto con la realidad.
Su vida son las redes sociales y los influencers. Día y noche opina y comparte
contenidos digitales, manteniéndose al margen de la realidad física,
fenomenológica, práctica. No entiendo cómo consigue entretenerse tanto mirando
a tantas personas tan tristes jugando a ser chistosas. O quizás es que soy un
amargado, total, siempre me he sentido solo y abandonado.
Muy en el fondo de mi corazón deseaba que la fiesta
saliera mal. No sólo porque mi padre es una persona egoísta, usurera y
envidiosa, que organizó todo el evento para sí mismo, para poder ponerse en el
centro de nuestra familia cercana y extensa, para poder recibir como anfitrión
a mis tíos y primos que vinieron desde EEUU. Además, lo deseaba como una
venganza secreta e individual. Mi padre siempre me ha menospreciado y para ese
momento de mi vida no podía ignorar el daño que eso me causaba.
Yo supe que la fiesta saldría mal con unos días de
antelación. Y lo supe de la manera más rara posible. A pesar de las críticas
que le hago a mi madre, yo también vivo aislado de la realidad concreta y
brutal que nos atraviesa a todos. Prefiero la virtualidad, pero no a los youtubers
o a los ídolos del aburrimiento, lo mío son los juegos. Tomo pastillas para la
ansiedad y yo mismo he aprendido a manejar las dosis, de manera que me permitan
pasar días enteros frente a la pantalla. Mi familia no espera nada de mí; puedo
hacer lo que quiera y he elegido enclaustrarme para vivir en realidades
alternativas, divergentes y que puedan estimularme y hacerme sentir vivo de
verdad. Faltando tres días para la fiesta comencé a sentirme demasiado ansioso.
Sabía que no podía incrementar la dosis de las pastillas sin acabar narcotizado
e incapaz de hacer nada, por lo que decidí salir a pasear. La nueva casa que mi
padre había comprado, junto al humedal, debía estar como mínimo vigilada por
alguien y fue a mí a quien enviaron a morar en ella. Usted se va a ir a vivir a
esa casa, me dijo mi padre de un momento a otro, porque usted puede vigilarla,
pero, al mismo tiempo, será como si la casa siguiera desocupada, porque usted
no tiene vida social, usted no existe, y eso me garantiza que la casa no recibirá
daños. Acepté porque sabía que no me haría cargo de nada y estaría solo con mis
juegos, y la verdad es que fui feliz de ser libre para quedarme conectado todo
el tiempo que quisiera, porque en la casa de mis padres no hay día que no me
recuerden que soy un vago. Vivir en la casa nueva me dio el silencio y la
soledad que tanto necesitaba. Porque no era una soledad real. En la casa estuve
durante seis meses sin salir, y ningún día lo pasé verdaderamente solo. Mi
existencia virtual está llena de personas con las que comparto desde mi
pensamiento hasta mis gustos. Allá es donde existo realmente. Y en la casa
nueva pude, por primera vez en mi vida, ser yo mismo durante semanas enteras
sin interrupciones. Todos los días llegaba la comida ya preparada. Todas las
noches venían por la basura. Yo sólo debía dejar las cosas que ya no necesitaba
junto a la puerta principal, empacadas, para que se las llevaran.
Sin embargo, sabía que cuando la fiesta aconteciera me
demandaría estar desconectado durante incontables horas, horas en compañía de
mis familiares que, por decir lo menos, no me agradaban para nada. Más bien
eran, de hecho, como unos alienígenas invasivos e irritantes para mí. Tendría
que soportar sus comentarios hirientes, su arrogancia y sus historias
intrascendentes sin alterarme. Saberlo me indujo a un estado de inquietud y
nerviosismo. Tuve que poner mis plataformas de streaming en pausa,
reproduciendo en mis canales, en bucle, viejos videos de mis mayores hazañas en
mis dos videojuegos favoritos, Fortnite y Free Fire, para poder despegarme del
computador. Bajo el influjo de la ansiedad salí primero al patio de la casa. Un
enorme, descomunal patio con árboles y jardines muy bien cuidados. Estuve un
rato tomando el sol allí, pero no me sentí mejor. Tras las rejas oía el ruido
de los ladridos de los perros y de la gente que paseaba; me asomé por entre las
varas y pude ver cómo el humedal se extendía hacia lo lejos, haciéndose más
espeso conforme uno se adentraba en él. Fantaseé con que se trataba de un
simulador de realidad virtual. Decidí salir, a pesar de que aquello también me
ponía un poco nervioso. Pero eran unos nervios diferentes. No era una emoción
atrapada, sino que me empujaba a moverme y adentrarme en un mundo desconocido
para mí, una emoción muy parecida a la que experimentaba cuando jugaba juegos
de realidad virtual. Comencé a caminar por el humedal y me encontré a varias
personas en los senderos, casi todas paseando a sus perros. También vi a una pareja.
Y en otro lugar vi a un hombre con varios niños, quizás sus nietos. El humedal
es un lugar sumamente tranquilo y agradable. El denso follaje y los altos
árboles bloquean la luz solar. Sin embargo, se puede sentir el calor de la luz.
El aire huele fresco, excepto cuando el viento sopla sobre las aguas que están
adentro, tras toda la vegetación. Entonces puede oler un poco fétido, pero no
demasiado.
Mientras caminaba por los senderos del humedal me
olvidé de mi malestar. Miraba las plantas y árboles, la mayoría de los cuales
no había visto jamás. Me entretenía observando las formas y patrones de las
hojas, detallando sus similitudes y diferencias. De repente me di cuenta de que
me había adentrado profundamente en el humedal. Entonces, debajo de las hojas
resecas y húmedas del suelo, vi a una serpiente moviéndose lentamente. Al
principio pensé que sería una de esas culebritas inofensivas que se ven en la
capital y la sabana de Bogotá. Pero cuando me acerqué, me di cuenta de que era
bastante grande y que, además, no estaba sola. Varias serpientes emergían del
fango y de las hojas medio podridas, zigzagueando, como si fueran en dirección
a las casas, fuera del humedal.
Corrí de regreso, no tanto por el miedo, que en todo
caso sentía, sino porque quería tomar a esas serpientes y meterlas en la casa.
Me metí de cabeza en el cuarto de aseo, buscando guantes, bolsas y unas pinzas
o alguna herramienta que pudiera ayudarme. Fracasé en el intento, sobre todo
cuando consideré mi completa falta de destreza manual. Salí de nuevo al patio y
me encontré con la sorpresa de que las serpientes me habían seguido, o eso
creí. Como las serpientes estaban en el patio, y como me habían vuelto las
ganas de jugar, me encerré de nuevo. A la noche me asomé por una ventana, con
una linterna en la mano; las serpientes se habían ido.
A la mañana siguiente, faltando dos días para la
fiesta, pude ver que las serpientes no se habían ido del patio, sino que se
habían escondido en los rincones, dentro de las materas y bajo cualquier objeto
voluminoso, como la parrilla o los grupos de troncos que delimitaban los
jardines. A pesar de mi torpeza con las manos, contribuí cuanto pude a mejorar
sus escondites agregando maleza, hojas y ramas del humedal. Ese mismo día, a la
tarde, la casa fue ocupada por un sinnúmero de trabajadores logísticos. Yo me
tuve que ir para la casa de mis papás y no volví hasta el día de la boda.
Ese día me levanté de pésimo humor, entre irritable y
deprimido, suponiendo que la fiesta sería larguísima e imposible de interrumpir.
Una de las empleadas de mi madre me vistió de pies a cabeza. Esa misma empleada
me llevó hasta la fiesta en su propio carro. Por el camino la vi mirando por la
ventana, con cierto aire de añoranza, cuando llegamos a Niza. No sabía si era
que deseaba vivir allí, o en un lugar así, o si simplemente la embargaba la
belleza que observaba. Cuando entré en la casa la encontré completamente
transformada para la fiesta. Y la boda ya se había celebrado y ahora estaba por
iniciar la fiesta. De repente se oyeron gritos que provenían del patio.
Entonces vi a montones de familiares míos, a los que no reconocía, junto a los
que sí identificaba, saliendo a toda carrera de la casa. El terror era general
y la fiesta acabó cancelándose.
A la noche, en redes sociales pude ver montones de
publicaciones que hablaban de una plaga de serpientes en el humedal Córdoba, en
Niza. En mi casa todo eran gritos de furia y frustración, pero al menos yo
estaba completamente al margen. Saboreaba la amargura de la venganza sólo por
probarla una vez.
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