El Gato. Cuarta parte. Por: Nicolás Castro. (Chía-Cundinmarca)
El gato quedó
suelto en el apartamento y por un buen rato no supe más de él. María sacó el
amarre de la magullada cabeza de la ducha, la misma que vertía agua caliente
sobre su cuerpo entero todas las mañanas, y a pesar de tener puesto un grueso
guante de goma sintió cómo el objeto palpitaba. Tal y como se lo pedí, una vez
extrajo el envoltorio de la pieza metálica lo tiró dentro de una bolsa de
basura. Al dejarlo allí, levantó sus ojos y me miró fijamente. Yo veía la
contrariedad en su interior, las dudas, el miedo, el cansancio, la rabia, ella
todavía no sabía si podía confiar en mí; era una mujer intuitiva, buena, a la
que le había tocado enfrentarse con esa maldad sin merecerla, sin que hubiese
una razón comprensible detrás. Créeme, comencé a decirle, que nada más con
retirar este objeto las cosas comenzarán a mejorar. María no decía nada y sólo
mantenía su mirada fija sobre mis ojos. Dentro de este objeto está la fuente de
tu enfermedad, como ya no seguirás bañándote con el agua impregnada de su
esencia, poco a poco vas a recuperarte.
María bajó la
mirada, fijándola sobre la bolsa. ¿Sólo con retirar esto voy a sanarme? Me
preguntó. Este era el primer paso, uno muy importante, pero todavía nos queda
mucho por hacer. Cuando tuve esa cosa entre mis dedos la sentí palpitar, como
si estuviera viva, me dijo María, luego de un momento de estarnos mirando a los
ojos. Sí, el amarre está vivo, y la vida que tiene es la vida que te estaba
robando, si el amarre se hubiese detenido, entonces tú estarías muerta,
despojada de toda vitalidad. María se quedó frente a la bolsa, de rodillas, en
silencio. Toda esta maldad ¿para qué? ¿Cómo se le ocurre a alguien hacer una
cosa así? ¿Cómo es posible que le hagan a una esto, sin decir nada, sin mostrar
la cara? Antes de preguntarte toda esas cosas, le dije, tienes que liberarte;
no dejes que la rabia te nuble, ni que eche raíces en ti, la magia negra es así,
es ilógica, mi papá me decía que nosotros trabajamos con las bajas pasiones,
con las peores emociones, que son las más irracionales, la gente hace estas
cosas por envidia o por celos, se condenan a un sufrimiento eterno en nombre de
nada, sólo por dejarse arrastrar por un desprecio que no debería ser razón
suficiente para condenarse en vida, tanto a sí mismas, como a sus víctimas.
María agarró la
bolsa y se levantó. Es muy difícil no tener rabia, ¡maldita gente! Y maldita
estupidez humana. Yo me quedé en silencio, dejándola que se desahogara. ¿Cómo
es posible que una persona cercana a mí me hiciera esto? Eso fue lo que me
dijiste ¿no? Que fue alguien cercano a mí. Sí, le contesté, a secas. Jamás le
he hecho daño a nadie, no tengo ni idea de quién pudo ser, ¿por qué me pasa
esto a mí? ¿Por qué me hicieron este daño si yo no le he deseado ningún mal a
nadie, nunca? Yo escuchaba en silencio las quejas de María y sentía una honda
pesadumbre en el pecho. El de las brujas era, en verdad, un don ambivalente,
peligrosísimo, ¿qué podía pensar de mí misma, que había nacido con el poder de
hacer ese mal? No podía justificarme ante María, pero, al menos, podía intentar
ayudarla.
María se fue del
baño y estuvo un buen rato encerrada en su cuarto, haciendo llamadas —podía oír
su voz ahogada, tras la puerta, subiendo y bajando de tono de forma exaltada—,
mientras que yo me quedé en la sala, con la bolsa que contenía el amarre delante.
María puso la bolsa sobre la mesa del centro de su sala. Yo me acerqué a la
bolsa, hasta tenerla delante de mi cara, a pesar de que todavía despedía
levemente aquel hedor nauseabundo. El gato, que había estado fuera de mi vista,
apareció de repente, trepando a la mesa. Rodeó la bolsa varias veces, luego se
me acercó y, cuando lo toqué, tuve una visión; en ella veía a la bruja que nos
había contrarrestado a mi padre y a mí, con una foto de cada uno en las manos.
La visión duró poco, pero lo suficiente para saber que era la misma bruja. La
casa de María era el lugar más hermoso en el que hubiese estado jamás. No sólo
el edificio era impresionante y altísimo, sino que el interior del apartamento
estaba decorado de una forma muy bella, cuidando cada detalle. A mí me parecía
un lugar tan ostentoso como bonito. Nunca en mi vida había visto un sitio así.
Me paré y miré a través de las ventanas; se podía ver toda la ciudad, cuya
planicie urbanizada, vista desde allí, parecía extenderse hasta el infinito. Al
ver el tejido intrincado de calles, tejados y muros, me llenó una sensación de
vértigo, pues recordé a la gente que vi en la terminal y pensé en la bruja a la
que debía encontrar. Bogotá era un coloso indiferente que alojaba bajo la
sombra de su inmensidad a todo tipo de personas, muchas de ellas en verdad
perversas; y yo, a pesar de ser casi una niña, tendría que enfrentarme pronto a
una de esas terribles personas que habitaban la urbe capitalina. El gato,
ronroneando bajo mi regazo, se deleitaba con mis caricias bajo su mentón.
María salió de su
cuarto muy exaltada. Había estado hablando con su mamá, su hermana y su mejor amigo.
Las tres personas en las que más confiaba, a quienes nunca les ocultaba nada.
No le vayas a contar esto a nadie más, le dije, pues todavía no sabemos con
certeza quién te hizo esto y no debemos darle herramientas para contratacar.
María abrió los ojos de par en par, como si hubiese caído en la cuenta de algo
muy importante, entonces se acercó a mí y se sentó a mi lado, sobre uno de los
sofás. ¿Tú no sabes quién fue? Me preguntó. Aún no, le contesté, pero en el
amarre debe estar toda la verdad. María volteó a ver la bolsa sobre la mesa en
el centro de la sala. Si no sé quién me hizo esto, no puedo cuidarme de esa
persona, ¿cómo podría protegerme si no sé su identidad? María juntó las manos,
en un ademán de ruego. Te lo juro, yo no soy el tipo de persona que correría a
vengarse una vez se enterara de algo así, yo lo que deseo es sanarme, y para
sanarme tengo que evitar que me sigan dañando ¿no? Dime quién fue, Sofia,
necesito saber quién fue. Las palabras de María sonaban sinceras, yo la
escuchaba con mucho cuidado, atendiendo a cada una de sus pequeñas
manifestaciones, al volumen y al tono de su voz, a la manera como decía las
cosas y, en verdad, podía sentir que era una mujer buena, libre de los vicios
que determinan que otros sean personas siniestras. Es verdad, le contesté,
luego de un momento, que si no sabes quién te hizo esto, podrías cometer el
error de permitirle que te siga dañando. María me miraba con los ojos llenos de
lágrimas, expectante, ya no con una expresión de desesperación en el rostro,
sino de esperanza. Todo lo que usemos para abrir el amarre debe destruirse
junto con el amarre, luego, cuando le prendamos fuego ¿me entiendes? Le dije.
María asintió. ¿En dónde dejaste los guantes? En la regadera. Ve, tráelos y no
toques nada más con ellos, luego, cuando terminemos con esto, tendremos que ir
por agua bendita para limpiar todo lo que haya tocado ese amarre, en especial
la regadera, pues los guantes están impregnados con su sustancia. María, al oír
eso, sonrió por primera vez desde que nos cruzamos en la terminal. Yo tengo
agua bendita aquí en la casa, a pesar de que no he sido muy creyente en los
últimos años, mi madre sí tiene mucha fe y ella dejó un frasco de vidrio lleno
con el agua que hizo bendecir en la basílica de Chiquinquirá. Yo me levanté y
le dije que me lo enseñara. Entonces fuimos hasta la regadera; María se roció
las manos con agua bendita, esparció un poco sobre el lugar donde había dejado
los guantes, y se los puso. Lleva algo que pueda cortar el amarre, le pedí, y
ella tomó unas tijeras de jardinería.
Regresamos a la
sala. El gato estaba sobre uno de los sofás, mirando el amarre fijamente. Deberíamos
extender algo bajo la bolsa, le dije a María, y ella trajo otro plástico que
extendió sobre la mesa. Comenzamos a inspeccionar el interior de la bolsa de
basura. Aunque muy leve, María me dijo que dentro del amarre todavía se sentía
el latido. Esparcimos una buena cantidad de agua bendita sobre el envoltorio y
éste dio varios saltos, como un pedazo de carne fritándose en una piscina de
aceite hirviendo. María comenzó a cortarlo y el hedor nauseabundo de su
interior volvió a impregnar toda la casa. Al rajar el plástico exterior pudimos
ver que había un segundo envoltorio, de goma, recubriendo el amarre. Poco a
poco María consiguió triturar la goma, que era bastante dura, hasta abrirle un
boquete; entonces asomaron unos pelos. María me miró, como dudando. Saca esa
maraña de pelo, le indiqué. Ella fue retirando una larga trenza que, al sacarla
toda, reconoció que estaba tejida con su propio pelo. Esto la espantó bastante,
pero yo le di ánimos para continuar, puesto que la verdad estaba oculta debajo
de la maraña de pelo. María respiró profundo y continuó la operación. Envueltas
por el pelo había varias piezas de arcilla y grasa, cuatro en total. Se trataba
de unas figuras femeninas, que estaban dentro de unos ataúdes fabricados con el
mismo material de los cuerpos. Una de las figuras tenía varios alfileres
clavados sobre el pecho. Otra tenía una cadena envolviéndola de cuerpo entero.
Otra tenía un trapo negro atrapándole la cabeza y la última estaba dividida en
varias secciones, como un cuerpo diseccionado. María comenzó a llorar al ver
aquellas figuras. Las desarmamos con las tijeras y dentro de las figuras
hallamos un anillo, varios aretes y un lente de unas gafas. Todas estas cosas
son mías, me dijo, el lente es de unas gafas que tuve hace años, recuerdo que
esas gafas se me perdieron, a pesar de que soy muy ordenada y nunca pierdo
nada. Yo le dije a María que dejara todos los objetos que estaban dentro del
amarre en el interior de la bolsa, sumergidos en el agua bendita. Entonces me
puse de pie y extendí mis manos sobre aquellos objetos. Comencé a repetir una
oración a gran velocidad, sin errar ninguna palabra, ni el orden debido. De un
momento a otro, de la bolsa comenzó a salir vapor de agua, que olía
terriblemente mal, y luego de un momento en medio del vapor se distinguió un
rostro.
María, a mi lado,
se puso de pie de golpe, espantada al ver el rostro entre el vapor ascendente.
¿Quién es? Me preguntó. Sigue mirando, le dije. Luego de un momento el rostro
se hizo más claro. ¿Ahora sí la reconoces? Le pregunté a María. Sí, dijo ella,
pálida y con una expresión de desconcierto y rabia. ¡Es la mamá de mi ex! ¡Ella
era mi suegra! Yo asentí, confirmando la identidad de la persona. ¿Ella misma
me hizo esto? No, le dije, ella pagó para que te hicieran esto, pero quien se
encargó de conjurar este mal en tu contra fue una bruja y, de hecho, se trata
de una bruja muy poderosa. ¿Quién es esa bruja? Me preguntó María, asustada. Creo
que la bruja que contrataron para dañarte es la misma bruja a la que yo tengo
que encontrar, la bruja que nos devolvió a mi padre y a mí el maleficio por el
cual yo me escapé del Guamo.
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