El gato. Quinta parte. Por: Nicolás Castro. (Chía-Cundinamarca)


María había soportado años enteros, casi una década, de su suplicio. Todo comenzó cuando estaba terminando la universidad. Su novio de ese entonces, Antonio, era un dulce e inocente muchacho que no se enteraba de nada, mientras la vida, que no daba tregua, se desplegaba a su alrededor, a veces con violencia, y sin que a él le importara en lo más mínimo. Al principio a María le daba ternura su actitud bonachona y desentendida. La divertía tener un amigo que no trasegaba por la vida consiguiendo apenas mantenerse a flote, con los pulmones estrujados y la mirada prendida de un horizonte desesperado. Además, con él podía entregarse a los placeres mundanos que ofrece la vida, pues era un sibarita, ya que su familia tenía dinero de sobra para despilfarrar. Pero conforme se fue acercando el momento de la graduación, nuevas preguntas afloraron en la conciencia de María. Porque ella se había enamorado de él en tercer semestre. Y era cierto que vivieron un idilio de amor cuando nada más los apuraba. Pero ese tiempo terminó y María sabía que debía ajustarse a su realidad; pronto tendría que sobrevivir por si sola, tenía que asegurarse de esto, y no lo conseguiría si debía cargar con un peso extra que la halaba hacia el fondo indiferenciado de la existencia, en donde nada puede prosperar y todo se deshace en vaguedades y formulas vacías.

El amor había muerto en su corazón de una forma tan paulatina que, al descubrirlo, una tarde, sentada al lado de Antonio, sintió temor —por la posible reacción de él—, tedio —porque sabía que su suegra la acusaría y la haría responsable del dolor de su hijo— y, sobre todo, hastío —porque era suficiente con la incertidumbre laboral, las deudas y las peleas en su familia; no daba abasto y quería salir de esa situación cuanto antes—. La madre de Antonio era una alcahueta y una mala mujer. Retorcía la vida alrededor de su hijo, distorsionando la posibilidad de que él se diera cuenta de cómo era el mundo en realidad. Durante los primeros años de su noviazgo, María no se dio cuenta de esto; luego, cuando fue descubriendo el papel de la madre de Antonio en su desconexión con la realidad, comenzaron los problemas con ella. Varias veces su suegra la había acusado de manipular a su hijo, cuando lo único que había intentado era ayudarlo a ser más autónomo. Pero ese había sido un esfuerzo inútil. Tantos años habían estado juntos y ahora, de golpe, se daba cuenta de que ya no lo amaba. Todo lo que habían construido juntos se desharía. El esfuerzo aunado de sus voluntades entrelazadas se desenmarañaría, como un viejo alfiler cuyo hilo se hubiese desenhebrado, siendo incapaz de seguir tejiendo la trama que mantenía las cosas en su sitio, unidas.

María estuvo meses tratando de encontrar la forma de expresarse sin hacerle daño a su pareja. Pero él, desentendido de la vida, en contacto exclusivo con sus apetitos, anhelos y ensoñaciones, no se enteraba de nada. La madre, la suegra de María, anticipó la ruptura y comenzó a envenenarle la cabeza a su hijo, llenándolo de ideas sobre María y su supuesta intención de mantenerlos engañados, para aprovecharse de ellos. Según la madre de Antonio, su novia sólo lo había buscado para utilizarlo y sacarle dinero. Cuando María, al fin, se sinceró con Antonio, y le dijo que ya no quería estar más con él en una relación, la suegra hizo su movimiento definitivo; hinchó de resentimiento el corazón adolorido de su hijo, lo convenció de haber sido víctima de una mujer manipuladora y lo persuadió de entregarle todas las pertenencias que tuviera de ella en su poder.

El gato dio un sonoro maullido, trepado sobre uno de los sofás, cuando María terminó de relatarme su historia. Yo asentía, mientras mantenía mis ojos cerrados, tratando de concentrarme. Dame tu mano, le dije, y María extendió su palma sobre la mía. Al sentir su mano caliente y un poco húmeda, tuve una visión muy clara. En ella la exsuegra de María le entregaba sus pertenencias a la bruja. Y en esta visión, a diferencia de la primera, pude contemplar el lugar en el que la bruja se hallaba; una casa de cinco pisos, junto a una calle muy empinada, desde donde se podía ver la inmensa extensión de Bogotá, hacia el horizonte, bordeada por las montañas. Abrí los ojos y le describí la escena a María; una calle muy empinada rodeada por edificios enclenques, de ladrillo pelado, sobre la que estaba plantada una inmensa casa, de mejor apariencia y cinco pisos, desde cuya terraza se podía ver la extensión entera de la ciudad. Lo que me describes suena a muchos lugares tanto al norte como al sur, las colinas y las montañas alrededor de la ciudad están densamente pobladas; podría estar en cualquiera de esos barrios, que son infinitos y muy peligrosos. No importa, le dije, al menos ya tenemos una pista, tendremos que seguir buscando.

El gato saltó desde el sofá en donde se encontraba, viniendo tras de mí, cuando me puse de pie. Yo me acerqué a mi maleta y luego miré a María. ¿Cuántos cementerios hay en Bogotá? Muchos, contestó María. ¿Hay alguno que sea reconocido como el cementerio del centro de la ciudad, o que sea llamado el cementerio central de Bogotá? Sí, contestó María, hoy pasamos muy cerca de él. Al oír eso estuve segura de que ese debía ser el lugar desde donde mi madre me llamaba. Un cementerio central cuya presencia había percibido con claridad cuando veníamos para el apartamento. Tenemos que ir allá, le dije a María. Ella resopló, desanimada. Fue a buscar las llaves del carro y, con resignación, hizo un ademán para que la siguiera. ¿Y el gato? Pregunté, pero el animal corrió tras de mí y se subió sobre mis brazos. A pesar de ser un animal grande, no era pesado. María le acarició la cabeza con el dorso de la mano, y el gato olisqueó sus dedos, como si algo en ellos llamara su atención.

Bajamos en el ascensor y María comenzó a llorar. Haber recordado la historia con su ex, y haber caído en la cuenta del momento cuando su exsuegra le había mandado a hacer el trabajo de magia negra que por tanto tiempo la tuvo enferma, le pesaba y le dolía; sin embargo, el suyo ya no era un dolor ahogado, como el dolor de alguien que se sabe condenado a morir. Ahora, su dolor era el trance terrible de quien vuelve a la vida luego de un largo periodo de pesadumbre y angustia. Duele, en verdad, recuperarse de algo así, pero es mejor ese dolor que la zozobra inescrutable de sentirse irremediablemente perdido, le dije a María. Al escucharme, María me miró y se soltó a reír; luego se limpió las lágrimas del rostro. Hablas como si fueras una adulta, me dijo. A veces las cosas que digo las escucho como en un susurro en mi mente, le contesté, como eso que te acabo de decir, que es cierto, pero que no lo pensé yo, sino el espíritu que me cuida; otras veces no estoy segura de quién me habla, a veces son las almas de los muertos que he ayudado, a veces son entidades siniestras. María me oía en silencio, con los ojos muy abiertos, entre sorprendida e intrigada. Alégrate, María, le dije, porque tú no estás condenada como yo, que cargo con estos dones, y que me arriesgo a que el mismísimo Dios me castigue con la peor de las condenas.

El timbre del ascensor precedió la apertura de las puertas. María dio un paso afuera y yo la seguí. ¿Qué es lo que vamos a hacer en el cementerio? Me preguntó. Cuando venía para Bogotá tuve un sueño, en ese sueño mi madre me pedía ir a ese lugar, si logro hablar con mi mamá es muy posible que ella nos ayude a encontrar a la bruja. María comenzó a caminar hacia su carro. El gato saltó desde mis brazos y se coló, como una flecha, en el interior del automóvil, cuando María abrió la puerta.

Yo me monté luego que ella, me acomodé en la silla y, cuando María estuvo al volante, decidí contarle lo que yo esperaba encontrar en el cementerio. Allá, entre las tumbas, hay dos verdades ocultas; la primera, la identidad real de la bruja que te hizo daño, y su lugar de residencia. La segunda, la identidad real de mi madre, a quien yo no pude conocer, y cuya presencia se ha manifestado en mis sueños desde que tengo memoria; lo que he sabido por ella en esos sueños contradice todo lo que mi padre me dijo sobre su vida y personalidad. María conducía el carro a toda marcha, prestando atención a lo que le decía. Hoy, tú y yo, sabremos al fin lo que por mucho tiempo hemos aguardado conocer.


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