El Gato. Segunda parte. Por: Nicolás Castro. (Chía-Cundinamarca)

 


El viaje a Bogotá fue como un sueño quebrado; sus grietas eran relámpagos de pesadilla. Recién salimos del pueblo me sentí aliviada. El camino estaba ensombrecido por la noche, afuera casi no se veía nada y yo sabía que teníamos un largo camino por delante. La penumbra que envolvía al mundo, al camino, al bus y a mí misma me pareció, en principio, abrigadora y serena. El gato ronroneaba sobre mi pecho, acurrucado, complacido con las caricias que le daba bajo el mentón. Era un animal grande, adulto, y mientras estuve despierta se fue mirando por la ventana; me impresionaba su tranquilidad y no entendía muy bien por qué había sido tan fácil retenerlo a mi lado. Faltando todavía un buen rato para que pasáramos por El Espinal, me dormí. En el sueño veía a mi padre sentado en la mesa del comedor de la que era nuestra casa, en El Guamo. Todas las luces estaban apagadas, excepto la que tenía mi padre sobre la cabeza. Sobre la mesa había un plato hondo; al acercarme, veía que dentro del plato se retorcían innumerables figuras humanas, como espíritus atrapados dentro de una sopa que parecía más una poción oscura y burbujeante. Mi padre tenía una cuchara en la mano y decía que iba a tomarse la sopa del diablo; según él, eso iba a darle un conocimiento tan insondable como poderoso. Entonces yo me daba cuenta de que, en lugar de mesa, lo que había era una persona, boca abajo, sosteniéndose sobre sus brazos y rodillas, con el plato sobre su espalda; al fijarme mejor, veía que esa persona era una mujer. Yo tomaba el pelo de la mujer entre mis dedos y comenzaba a trenzarlo. Mi padre se enfurecía y me gritaba que dejara de trenzarle el pelo, pues así iba a evitar que completara el ritual. Antes de que él pudiera tomarse la primera cucharada de la sopa diabólica, terminé de trenzar todo el pelo de la mujer; en ese momento, debajo de mi padre, se abrió una grieta enorme, de la que salían destellos de llamas y un aroma a azufre y humo. Mi padre, entre gritos de agonía, se caía por la grieta. Y en ese momento, de golpe, la mujer que le servía de mesa a mi padre alzó su cara, que estaba marcada por una mueca de dolor; al verla, veía que era mi madre.

Me desperté, empapada en sudor, porque un vendedor ambulante me tocó el hombro. Mija, me dijo, estaba dando unos gritos muy feos, ¿está bien? El tipo no parecía ser una mala persona, pero me asusté y no quise contestarle nada. El hombre continuó ofertando sus bolsas de frituras hacia el fondo del bus; yo asomé la cara por la ventana y vi que ya estábamos en Girardot. El bus había parado para que la gente pudiera ir al baño y para recoger más pasajeros. Yo me quedé acurrucada en mi asiento, tratando de tranquilizarme. Era casi media noche y, aunque yo no lo sabía, eso quería decir que llegaríamos a Bogotá a la madrugada. Me asustaba la idea de llegar a semejante ciudad, de la que había oído cosas tan buenas como malas, sin saber qué hacer o a quién recurrir. Pero lo cierto era que, si regresaba al Guamo, mi padre podría vengarse de mí y hacerme algo horrible.

El bus comenzó a llenarse y luego de un rato una señora, bastante gorda, se sentó a mi lado. Yo me envolví en la única cobija que tenía, y que había empacado en mi maleta antes de escaparme, para que nadie me molestara. El bus arrancó cuando tuvo todos sus puestos ocupados. Al salir de Girardot, luego de avanzar un par de kilómetros a toda velocidad, no encontramos con un larguísimo trancón. Oí que el conductor decía que ese debía ser el trancón de toda la gente que regresaba a Bogotá ese día, un lunes festivo. Yo no sabía nada de puentes festivos, ni de atascos de carros remontando la cordillera, por lo que simplemente me acomodé en la silla, creyendo que la espera no sería tan larga.

El paisaje estaba sumido en una negrura insondable, alternada por los resplandores de las casas y las estancias a un lado del camino, solitarias y calladas. Sólo el rumor de los carros en fila, y de las voces de los pasajeros, me hacía alguna compañía. Poco a poco, debido al hambre y al cansancio, me volví a dormir. El efecto de la maldición de la bruja que nos había contrarrestado todavía se sentía, por lo que me encontraba débil y nerviosa. De nuevo soñé vívidamente. Ahora me había convertido en un pájaro. Un enorme chulo de plumas negras, cuyas alas enormes tenían más de dos metros de envergadura. El gato, convertido en un cachorro, iba acurrucado sobre mi espalda emplumada. Surcábamos los vientos de las alturas, en una noche resplandeciente, llena de estrellas y de una inmensa luna llena. A lo lejos, en medio de la oscuridad de la tierra, veíamos un cúmulo de luces acunado dentro de un valle bordeado de sombras. Me sentía atraída por la ciudad y por un aroma fétido que se levantaba desde ella, por lo que seguí el rastro del olor a muerte, hasta sobrevolar los tejados de la enorme urbe de cerca. El hedor me condujo hasta el centro de la ciudad, en donde se podía ver un antiguo cementerio. Dimos varias rondas alrededor de las tumbas, hasta que vi una abierta. Con el cachorro de gato a cuestas, mediante un gran esfuerzo, debido a las ventiscas que caían con fuerza desde lo alto, aterrizamos junto a la tumba sin tapar. Al mirar dentro de la tumba me llevaba un susto de muerte; desde el interior, sin previo aviso, se levantó un cadáver. Pero al superar el terror y mirar la cara del muerto, me daba cuenta de que eran los restos de mi madre. Su cara destrozada y descompuesta se acercaba tanto a mí que podía ver los gusanos royendo su carne muerta. Hija, me decía, ¡busca la verdad! Yo no morí cuando naciste, ¿acaso no recuerdas mi rostro? Estoy enterrada en el Cementerio Central ¡búscame!

Abrí los ojos y entonces, en lugar del recuerdo horrible del sueño, en mi mente se dibujo el recuerdo del rostro de mi madre, que podía ver con toda claridad. Cerré de nuevo los ojos. Si yo podía recordar a mi madre, debía ser porque la había visto con vida, y si la había visto ¿cómo podría haber muerto dándome a luz? Sentí el impulso de levantarme, y al abrir los ojos de nuevo me encontré con la mirada de la señora que viajaba a mi lado. La señora parecía impresionada, casi asustada, y luego de un rato de mirarnos fijamente, me habló. Niña ¿está viajando sola? Yo negué con la cabeza. La cara de la señora denotaba descreimiento y desconfianza. ¿Para dónde va? Me preguntó. Para Bogotá, le dije. ¿Y tiene dónde llegar? Bogotá es una ciudad muy peligrosa, ¿segura que va con alguien? Yo asentí con la cabeza, desconfiada. ¿Y dónde está la persona que la está acompañando? Es el conductor, inquirí. La señora, decidida a saber la verdad, se puso de pie y fue hasta la cabina del conductor. Entonces agarré la maleta y, con la cobija encima, a toda velocidad, busqué un asiento en los últimos puestos; sin embargo, todos los puestos estaban ocupados, por lo que tuve que acurrucarme en el pasillo, sobre el suelo, en medio de varias maletas y costales.

La señora, por supuesto, estuvo llamándome al no encontrarme. Niña, ¡niña! pero ¿qué se hizo esa muchachita? Niña, ¡niña! Yo apretaba al gato contra mi pecho y él, sereno, seguía ronroneando plácidamente. La señora seguramente iría hasta el último puesto a buscarme, por lo que como pude me acomodé entre las maletas que había allí, tapándome con la cobija, cuidando de no lastimar al gato. La señora, tal y como lo esperaba, iba de puesto en puesto preguntando por mí, y cuando pasó a mi lado, sentí un escalofrío recorriéndome todo el cuerpo. Si bien tenía los ojos cerrados y la cobija encima, cuando la señora estuvo a un lado de donde yo estaba, pude verla; veía una silueta abultada, colorada, de un tono casi rojo. Ver eso me puso aún más nerviosa. Era posible que fuese una conocida de mi papá, que anduviera buscándome. La señora regresó a la cabina del conductor. Al destapar mi cabeza, pude oírla decir que se iba a bajar allí, en medio de la nada, porque según ella se le había quedado algo en Girardot y debía emprender el camino de regreso. Entonces no tuve dudas; aquella era una enviada de mi padre que andaba tras de mí.

Volví a mi puesto, un poco más tranquila de saber que la señora se había bajado del bus. Dormí el resto del camino y, cuando estuvimos en la terminal de transportes, el conductor me despertó. Mija, me dijo, esa señora que se subió en Girardot y que se bajó antes de Tocaima estaba preguntando por una niña perdida ¿no será que usted se le voló a su papá? No me vaya a meter en un problema con él, imagínese donde le dé por hacerme algo. Yo negué con la cabeza. Mi papá me mandó para acá a donde una tía mía, a recoger unos ingredientes para un trabajo, ¡a la que van a castigar es a mí, donde yo no haga lo que él me pidió! El tipo seguía con cara de desconfianza. A mí me van a recoger aquí, le dije, me toca esperar en esa salita de allá, y señalé un rincón acomodado con bancas, a un lado de los puestos de despacho, en donde se venden los tiquetes de bus. El conductor, todavía escéptico, me dio dos billetes y me hizo jurarle que no le diría a mi padre que él me había traído hasta Bogotá. No quiero líos con su viejo, ese señor es de cuidado. Yo recibí los billetes y me fui a sentar en las bancas. El gato, sorprendentemente, permanecía acunado entre mis brazos, dormido. Puse mi maleta a un lado y, al acomodarme sobre la banca, extendí la cobija sobre mis piernas. El conductor se alejó seguido de otros dos hombres. Y yo, a pesar del susto que tenía, me fui quedando dormida, pues estaba agotada y hambrienta.

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