El Gato. Tercera parte. Por: Nicolás Castro. (Chía-Cundinamarca)



Antes de que saliera el sol me despertó un policía. ¿Dónde están sus papás? Me preguntó. Estoy esperando a mi tía, le dije. ¿Segura? Yo la vi hace más de una hora dormida en esa banca, ¿tiene el número de teléfono de su tía? Yo negué con la cabeza. ¿Y qué es lo que tiene ahí? Inquirió el policía, al ver un bulto sobre mi pecho. Es mi gato, le dije, y el gato se asomó y miró al policía y éste, por alguna razón, pareció asustarse con su mirada. Aquí no se permiten esos animales así, sueltos, mire a ver cómo hace para amarrarlo, me dijo, y se fue. Yo abracé al gato, contenta de que me hubiera librado del interrogatorio de aquel hombre. Afuera, tras los ventanales, podía ver cómo algunos buses aparcados recogían gente o la desembarcaban. A pesar de la hora, y del frío y de lo oscuro que estaba, había bastantes personas transitando por los pasillos. Yo tiritaba bajo mi cobija, pero sabía que no podía quedarme en esa banca más tiempo.

Me puse de pie, venciendo la sensación de vacío, que no era sólo de hambre, enrollé la cobija para guardarla y me puse a andar por el terminal de buses. No sabía qué hacer, pero como tenía algo de dinero, decidí desayunar. Entré en un restaurante tolimense y pedí un caldo. La muchacha que atendía el lugar no me quitaba los ojos de encima. Cuando le pagué, me abordó. ¿Tú estás solita? No, mi tía ya viene a recogerme. ¿Y desde dónde viene tu tía? Desde el sur. ¿Estás segura de que no estás solita? Nena, aquí por el terminal pasa mucha gente, ¿no quieres quedarte aquí en el restaurante a esperar a tu tía? No, no puedo, tengo que salir a la puerta, a esperarla. La muchacha no parecía creerme del todo, pero tampoco me dijo nada más. Abandoné el restaurante y me dirigí a una de las puertas. La muchacha me siguió por un rato, pero seguramente tuvo que devolverse, pues no la vi más.

Tal y como la empleada me lo había dicho, a pesar de ser muy temprano, por las puertas del terminal pasaba bastante gente. Me acomodé junto a un enorme pilar de concreto, a un lado de una de las entradas. Saqué de nuevo la cobija, me senté sobre la maleta y puse al gato, envuelto por la tela, sobre mis rodillas. Poco a poco la noche cedió. Afuera se oía el canto de los pájaros, de muy pocos pájaros, cosa que era extraña para mí, porque estaba acostumbrada al barullo feliz de todas las voces de las aves del Guamo. Allá, en mi pueblo, cada amanecer es un concierto de voces aladas. Conforme el día fue iluminándose, la cantidad de gente que entraba y salía era cada vez mayor. Entonces se me ocurrió una idea, como una intuición. Comencé a repetir una oración, estando con los ojos cerrados, que sirve para mirar dentro de las personas. Cuando abrí mis ojos iba fijando la mirada en una persona a la vez; al principio no vi nada raro, la mayoría de las personas que pasaban por allí cargaban con pecados, preocupaciones o pesares bastante comunes. Pero conforme me fui concentrando pude ver más. En un momento vi a una señora bajándose de un taxi, frente al terminal. Su cuerpo despedía un resplandor ahogado, opaco, casi negro. Al verla pasar más de cerca, pude distinguir el tipo de embrujo que traía dentro; un amarre con cintas, lazos y trenzas de cabello, para que tuviera que estarse en algún lugar al que la habían ligado, encerrada, sin posibilidades de vivir su vida. Como se había alejado de ese lugar, el maleficio la estaba atormentado, obligándola a volver. Pasado un rato vi a un señor, muy alto, pálido y delgado, que entró con una maleta al hombro. Se veía desorientado y cansado. Aquel hombre tenía varios alfileres enterrados en la cabeza. Le habían puesto una maldición para que no pudiera encontrar el rumbo y anduviera siempre perdido. El sol comenzó a alumbrar con intensidad la mañana y la fuerza de sus rayos parecía acelerar el ritmo de los transeúntes entrando y saliendo. Entonces vi a una mujer joven caminando con pasos holgados, vestida de negro, con un sombrero muy bonito, de ala ancha; al ver su cara distinguí su malestar, pues parecía enferma. Ella llevaba un amarre muy poderoso en el vientre; si no le retiraban ese maleficio, pronto moriría. Dejé al gato acomodado dentro de la maleta —le pedí que se quedara quieto—, detrás de una de las grandes puertas de entrada al terminal, y corrí tras la mujer. Cuando la alcancé, halé su abrigo, entonces ella se dio vuelta y se sorprendió al verme a mí, una niña, abordándola allí. Tú tienes algo aquí, le dije, señalándole el vientre. Ella frunció el ceño. ¿De qué me hablas? Me dijo, irritada. Sí, tienes algo dentro de tu cuerpo, pero esa cosa no es parte de ti; ¿tú puedes dormir bien por la noche? La mujer enarcó las cejas y comenzó a dar pasos para alejarse. ¿Por qué me preguntas eso? Me dijo, cuando continué caminando a su lado. Tampoco puedes concentrarte en el trabajo, las cosas en tu vida no parecen tener sentido para ti y casi todo el tiempo te sientes desesperada. La mujer se detuvo. ¿Cómo sabes todo eso? Es porque yo puedo ver esas cosas, ahora tienes que hacer algo para salvarte, ¡el arma más poderosa de una bruja es su secreto! Tú no sabías lo que tenías, pero ahora lo sabes y la bruja también sabrá que te has dado cuenta. ¿Bruja? ¿De qué bruja me hablas? Es alguien muy cercano a ti, te va a doler saber quién es, por eso, por ahora, es mejor que te enfoques en liberarte de lo que te hicieron. La mujer comenzó a sudar y se puso pálida. Se agachó, para encararme, y en su mirada parecía haber tanta desesperación como esperanza. ¿Tú me puedes ayudar? No, yo estoy sola en esta ciudad, no tengo cómo deshacer ese embrujo, pero si me das posada para no tener que dormir en la calle, puedo ayudarte a encontrar a alguien que te retire ese maleficio. Los ojos de la mujer se humedecieron. ¿Por qué estás sola en la calle? Tuve que escaparme para que no me hicieran daño, vengo de muy lejos. La mujer pareció muy afectada por lo que le estaba diciendo. Sobre sus mejillas corrieron dos lágrimas. Estaba muy impresionada. Me da miedo meterme en un problema por llevarte conmigo, pero también es cierto que nadie ha sabido ayudarme, he ido a todos los médicos posibles, pero no ha habido cura para mi enfermedad, lo que me dices tiene sentido, esto no es algo físico. No, no lo es, ¡y ya casi no tienes tiempo! No me dejes aquí, ayúdame y yo te ayudaré, le dije. La mujer se irguió y miró en todas direcciones, nerviosa. De un momento a otro, luego de pensarlo, me tomó de la mano y comenzó a caminar por el terminal. No estoy segura de qué hacer, me dijo, hoy, justamente, vine para tomar un bus lo más lejos posible, no fui capaz de ir a trabajar, lo más seguro es que me echen, pero no me importa, estoy harta de todo y quiero poder descansar. Huir no te va a ayudar de nada, le dije, porque lo que te atormenta está dentro de ti. La mujer me miró y el miedo en sus ojos era evidente. Antes de irnos necesito que recojamos a mi gato, le dije a la mujer, y ella se dejó guiar hacia el sitio donde lo había dejado.

Cuando estábamos por alcanzar la entrada en donde había dejado mi maleta, la empleada del restaurante, junto con el policía que me había despertado, se acercaron a nosotros. ¿Ella es su tía? Preguntó el policía. Yo miré a la mujer. Ella me devolvió la mirada, como si sospechara algo, pero entonces le respondió al agente. Sí, ella es mi sobrina ¿qué es lo que pasa? Nada, señora, que esta niña anduvo desde la madrugada en una banca, sola, y luego estuvo en el restaurante donde trabaja la señorita, desayunando; todo este tiempo la hemos visto sin un adulto y por eso queríamos asegurarnos de que no fuera una menor de edad extraviada. Sí, esto es culpa del papá de ella, ese señor es un irresponsable, pero ahora la niña ya está conmigo. El policía asintió, satisfecho, y se alejó junto a la empleada del restaurante que, me pareció, no terminaba de creernos. Comenzamos a caminar hacia la salida del terminal. ¿Cómo sabías que mi papá es una mala persona? Le pregunté. No lo sabía, estaba improvisando, me dijo, ¿quieres que vayamos a mi casa? Sí, le dije, de ser posible, quisiera dormir un poquito, luego, por la tarde, podemos empezar a buscar a la persona que pueda ayudarte. Antes de salir del terminal tomé mi maleta y alcé al gato. La mujer sonrió al verme con el felino entre mis brazos.

La mujer había dejado su carro aparcado en el enorme parqueadero del terminal. Nos subimos y yo me sentí mucho más aliviada. Yo me llamo María, me dijo la mujer, ¿cómo te llamas tú? Sofía, le contesté. María condujo su carro fuera de la terminal y durante un largo rato no nos dijimos nada más. Yo miraba la ciudad a través de la ventana, impresionada, pues nunca había visto un lugar con edificios tan grandes y altos, ni semejantes avenidas, ni tal cantidad de carros y de gente. Entonces pensé en todas las personas a las que les había visto un embrujo, en la terminal. Saber esto me asustaba y me intrigaban muchísimo. Debía de haber muchas brujas en Bogotá para que se viera a tantas personas afectadas por trabajos de magia negra con sólo sentarse a mirar la gente pasar en el terminal. En ese momento volteé a ver a María. Ella iba en silencio, al volante, con los ojos llenos de lágrimas.

Antes de verte a ti, comencé a decirle, vi a otras personas cargando maldiciones en sus cuerpos, yo no sé si eso es normal, pero en El Guamo, que es de donde yo vengo, no hay tantas brujas o brujos. Yo nunca he creído en estas cosas, contestó María, pero desde que me dijiste, hace un rato, que estoy sufriendo de todo lo que mencionaste por culpa de una bruja, he comenzado a caer en la cuenta de muchas cosas. ¿Estás recordando todo lo que coincide, todo lo que no tenía explicación y que ahora forma una cadena de casualidades? Sí, me dijo, en un suspiro, y comenzó a sollozar. La gente es muy mala, le dije, mi papá es el brujo más malo y poderoso del Guamo, por eso me tuve que escapar, él quería que destruyéramos a una familia por encargo de un cliente suyo y yo no quise seguir con eso, entonces la víctima contrató, también, a una bruja, y yo creo que esa bruja a la que le pagó para devolvernos todo es de aquí, de Bogotá. ¿Tú crees que en esta ciudad hay mucha gente que sabe hacer esas cosas? No estoy segura, pero parece que sí.

El resto del camino volvimos a quedarnos en silencio. María vivía en un barrio muy lindo, cerca de unas colinas, en un apartamento alto. Al entrar, en seguida percibí el aroma fétido de un entierro oculto en la casa. El hedor resaltaba bastante porque María era una mujer muy pulcra, y tenía su apartamento muy organizado y limpio. María, le dije, necesito que vengas conmigo. Ella me siguió. Entramos en el baño y, dentro de la ducha, pude percibir algo. ¿Tienes un martillo? Le pregunté. ¿Un martillo para qué? Necesitamos algo fuerte para que golpees la cabeza de la ducha. María se puso muy nerviosa. ¿Qué me estás diciendo, hay algo metido ahí? Sí, le dije. María se fue y trajo una barra de hierro. Aunque le costó mucho, luego de darle varios golpes, logró que la cabeza de la ducha se desprendiera y cayera dentro de la bañera. Ve por unos guantes de cocina y una bolsa de basura, le pedí. Al volver le dije que se los pusiera. Vas a examinar la cabeza de la ducha, hasta que encuentres algo extraño en su interior y, cuando lo tengas, lo vas a meter en la bolsa.

María, con sus manos temblorosas, comenzó a inspeccionar el objeto magullado por sus golpes. Su rostro se enrojeció y le escurrían las gotas de sudor. Aquí no hay nada, me dijo, frustrada, luego de inspeccionarlo por un buen rato. Mira bien en el interior, le dije, trata de meter los dedos dentro del metal. María siguió bregando y, para su asombro, logró palpar algo blando en el fondo de la cabeza de la ducha; en un momento logró desprender del bulto una tira de plástico negro, de la que tiró hasta que sacó un objeto envuelto en una bolsa negra, con forma ovalada. ¿Qué es esto? Dijo María, al sacarlo, horrorizada. Esta es una de las herramientas de la bruja que te quiere muerta, le dije, todas las mañanas te estabas bañando con la esencia contenida en ese amarre.

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