El Gato. Séptima parte. Por: Nicolás Castro. (Chía-Cundinamarca)
Subimos
las escaleras del puente cargando en nuestros cuerpos un peso muerto, que se
había adherido a nuestras almas sin que lo hubiésemos percibido y sin que
pudiéramos evitarlo. María jadeaba y hacía grandes esfuerzos para subir cada
peldaño. Yo la animaba a seguir y le pedía que no detuviera en su mente la
iteración del padrenuestro. En mi propia conciencia estaba fija la imagen de la
bruja que nos habíamos encontrado en el parque. Yo sabía que ella era la
responsable de lo que estaba sucediendo; había dado aviso a sus cómplices y, en
el cielo, un sinnúmero de brujas aleteaba, transformadas en aves negras,
descargando sobre nosotras sus voces maléficas. Ese era el peso que cargábamos,
la fuerza de sus palabras, que trataban de repelernos y de hacernos regresar. Y
tan poderosos eran los flujos energéticos agitándose a nuestro alrededor que el
gato, agazapado dentro de la maleta, daba maullidos lastimeros, como si algo le
doliera.
Ayudé
a María a remontar los últimos peldaños, hasta que estuvo en la cima del
puente. ¿Tienes un rosario amarrado a tu cuello, cierto? Sí, dijo María, me lo
puse antes de que saliéramos de mi apartamento. Enróllatelo en la muñeca y pon
tu mano delante de ti, como si fuera una barrera; sigue repitiendo el
padrenuestro en tu conciencia y avanza, ¡sin detenerte! Pues, de las dos, tú eres
la que tiene el alma más limpia, sin graves manchas, por lo que la fuerza de
tus oraciones debería bastar para detener el ataque que nos están haciendo.
¿Este peso que sentimos es un ataque? ¡Claro! Y si no tenemos cuidado
quedaremos aplastadas, tiradas sobre el suelo, sin podernos levantar. María dio
un paso al frente y continuó avanzando; de nuevo en su mirada se veía una
determinación muy intensa, a pesar de que sobre su espalda parecía estar
cargando una montaña invisible. Las brujas, en el aire, se reían y nos
maldecían. Volaban alto, dando giros en el aire, y pasaban rasando sobre
nosotras.
Llegamos
a la mitad del puente. Las brujas seguían descargando sus maledicencias sobre
nosotras, pero la fe de María seguía inamovible, repeliendo el embate maligno. Extrañamente
sobre la avenida, debajo de nosotras, no se movían ningún carro, ni camión, ni
bus. Tampoco había transeúntes. El cielo estaba cada vez más oscuro pues el
vuelo de las brujas, circular e incesante sobre el cementerio, obraba como un
vórtice y era el origen de los nubarrones negros que llenaban el cielo cada vez
más. Una de las hechiceras convertida en pájaro descendió sobre el puente,
bloqueándonos el paso. Ustedes no van a entrar aquí, nos dijo, y comenzó a
arañar el suelo; sus garras eran enormes y muy fuertes y conseguían agrietar el
concreto, arrancándole pedazos. En ese momento yo me adelanté a María y me
lancé, con todas mis fuerzas, contra la bruja; todo lo que podía hacer era
cerrarme interiormente, blindando mi espíritu, para que los maleficios que
estaban pronunciando en nuestra contra no me tocaran. La bruja se confió y no
intentó esquivarme. Cuando choqué mi cuerpo entero contra el de ella, estalló
en pedazos, de la misma forma en que lo hizo la bruja que había intentado
engañarnos con el rosario falso, minutos antes; como si estuviera hecha de humo.
Yo no esperaba ese resultado, no entendía por qué había estallado así; las
brujas, en el aire, parecieron espantarse con el choque sobre el puente.
¡María! Le dije, pues ella se había detenido por la impresión de lo que estaba
presenciando, ¡sigue avanzando, vamos a bajar!
Poco
a poco el peso muerto cedió. El cielo comenzó a despejarse y las brujas
desaparecieron. Sobre la avenida se vertió, de nuevo, el tráfico habitual de la
ciudad. Desde las ventanas de los buses un sinnúmero de desconocidos nos veía,
pero sólo en apariencia, pues ignoraban la lucha espiritual que estábamos
librando.
Ya
puedes detener la oración, por ahora nos han dejado en paz, le dije a María,
cuando estuvimos delante de las puertas del cementerio. Ambas tuvimos que
descansar un momento, el esfuerzo de atravesar el puente había sido enorme. A
través de las puertas del cementerio se veía a algunos visitantes adentro e,
incluso, algunas personas también transitaban frente a sus muros, sobre la
acera de la avenida. De repente, sin sobresaltos, todo había vuelto a la
normalidad, y aquello me extrañaba mucho, pues no era normal que las brujas que
nos habían atacado hubiesen cedido con tanta facilidad.
El
gato se había quedado callado; aun así, lo saqué de la maleta, para revisarlo.
El animal estaba perfecto, como si no hubiese experimentado instantes antes una
tensión enorme y tenebrosa. Traté de volver a ponerlo dentro de la maleta, en
donde estaría más seguro, pero él no quiso, así que lo dejé andar a nuestro
lado, ya que actuaba como si entendiera todo lo que estaba pasando. Le pedí a
María que me tomara de la mano y nos adentramos en el cementerio. Al cruzar
bajo el umbral de la entrada sentí un escalofrío. Las personas que entraban o
salían del cementerio no habían visto nada de lo que había pasado. Yo misma
nunca, jamás, en ninguna de mis andanzas junto a mi padre, había visto una cosa
así, y no estaba segura de si lo que habíamos visto había sido una simple
ilusión en nuestras mentes, o si realmente habíamos visto desplegarse el poder
oscuro y temible del aquelarre de las brujas de Bogotá.
Continuamos
caminando hacia el interior del cementerio; María se adelantó unos pasos,
convencida de estar percibiendo el llamado de una entidad que no parecía ser
maligna. Yo también podía percibir algo, pero no estaba segura de cuál era la
naturaleza del ser que nos llamaba. Entonces María, que avanzó varios metros a
buen paso, se detuvo de golpe; yo corrí tras ella, con el gato a mi lado y,
cuando la alcancé, vi que delante de nosotras estaba una mujer. Estaba vestida
de blanco, como con ropas de otra época. Su vestido era largo, holgado, y
llevaba también un velo sobre la cabeza, parecido al de las mujeres devotas a
Dios. María dio un paso atrás y su mano buscó la mía, su piel se había helado,
ella parecía ver lo mismo que yo; delante de nosotras no teníamos a una mujer
de carne y hueso, sino a un fantasma, pues sus pies, sobre el suelo, eran
visiblemente tenues, como si en realidad no se apoyara sobre las losas del piso
del cementerio. A pesar de su miedo, María no se apartó de mi lado; se quedó
quieta, observando a la mujer, que nos llamaba con la mano. ¿Nos acercamos? Me
preguntó. Sí, ella no es una de las brujas, contesté, viendo cómo el gato había
avanzado primero que nosotras, y daba giros alrededor de la entidad espiritual.
Caminamos
lentamente en dirección al espíritu que se manifestaba frente a nosotras. La
aparición sonreía, se veía serena y no se movía de su sitio. Cuando la tuvimos
a menos de un metro, logré distinguir su rostro, pero no dije nada
inmediatamente. María, agobiada por el sufrimiento de tantos años, dio un paso
adelante. ¿Quién eres? Le dijo. La entidad, que tenía parcialmente cubierto su
rostro por el velo, se destapó y nos habló con voz espectral, como si el sonido
viniese de un lugar remoto y oculto, pero aun así la oíamos con claridad. Soy
la fuerza que acudió en su ayuda cuando, sobre el puente, por poco las
embaucan. María me miró, confundida. ¿Nos ayudaste a cruzar el puente? Inquirí
yo. Sí, respondió el espíritu, yo deseaba que ustedes pudieran venir, ¡las
estaba llamando! María, inquieta y urgida por encontrar respuestas, volvió a
adelantarse. ¿Tú puedes liberarme del mal que me ha atribulado por tanto…? Pero
antes de que pudiera terminar de formular su pregunta, el espíritu se
desvaneció en el aire; sin embargo, antes de desaparecer pudimos oír claramente
cómo nos llamaba. Sigue el rastro, Sofía, sigue el rastro, se oyó, y María me
pidió que fuéramos tras ella.
¿Qué
sientes? Le pregunté, pues me sorprendía que no tuviera miedo de ver a un
fantasma. Tengo una sensación opuesta a la que padecí sobre el puente, es como
si ese espíritu supiera algo relacionado con mi cura, pues me siento muy bien y
deseo acercarme a ella. Sí, le dije, este espíritu va a revelarnos algo muy
importante, ella sabe quién te hizo el amarre, ella nos dirá a dónde debemos
ir, pero antes nos pedirá algo a cambio, ¿estás dispuesta a pagarle lo que nos
pida? ¡Sí! Dijo María, acelerando el paso. Ella también percibía el rastro que
debíamos seguir, lo mismo que el gato, que corría delante de nosotras, confiado
y ligero.
El
rastro era un tenue aroma, que también podíamos ver, como una impregnación
sonrosada que flotaba en el aire, translucida, casi invisible. Anduvimos en
medio de las tumbas, siguiendo el rastro, y conforme nos adentrábamos en el
interior del cementerio a nuestro alrededor veíamos a más y más personas, y
nosotras asumimos que serían visitantes que andarían a esa hora visitando a sus
muertos. Salimos a una larga galería de bóvedas decoradas y mausoleos. Al
fondo, sobre una tumba muy sencilla, el espíritu aguardaba. María se quedó un
momento viendo la multitud que se congregaba a nuestro alrededor. Mira la ropa
de toda esta gente, me dijo. Cuando reparé en el detalle que me señalaba me di
cuenta de que ninguna de esas personas estaba viva; todos eran espíritus de muertos.
¿Quién
es ella? ¿Por qué quiere ayudarnos? Me preguntó María, que cayó de repente en
la cuenta de lo extraño de la situación. Yo alcé mi vista, para mirarla directo
a los ojos; le sonreí y le dije, es mi madre, mi madre a quien nunca pude ver
antes, mi madre a quien siempre quise conocer ¡es mi mamá! Ella nos ayudará,
ella quiere que venzamos el mal que te aqueja. María sonrió también,
esperanzada, olvidándose del precio que tendría que pagar y que todavía no
conocía.
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