El Gato. Sexta parte. Por: Nicolás Castro. (Chía-Cundinamarca)
El clima bogotano
había cambiado drásticamente desde la mañana, como si la ciudad presintiera que
las oscuras fuerzas que la habitan estaban a punto de removerse, no para
desaparecer, sino para despertar y desatarse. El apartamento de María quedaba
sobre el ascenso hacia las montañas, por lo que al descender desde su barrio
tuvimos una vista panorámica de la ciudad. Y lo que María veía le parecía tan
impresionante como aterrador. Sobre Bogotá se había arremolinado una colosal
formación de nubes, muy negras, que lentamente giraban en torno a un punto
central. Debajo de las nubes más negras está ese cementerio, dijo María, sin
dejar de maniobrar su carro. Yo asentí, sin preocuparme o sorprenderme,
contemplando el negro nubarrón, suspendido en el aire, girando como un fantasma
gigante.
Mientras mi
acompañante seguía al volante, me levanté sobre la silla para ver en dónde
estaba el gato. Lo encontré, hecho un ovillo, sobre el asiento trasero;
mientras lo miraba, alzó la cabeza y me vio. Yo acaricié su mentón, le dije que
era un animal muy bonito y volví a acomodarme en mi asiento. Que yo no le
expresara a María ninguna contrariedad al ver semejante espectáculo delante de
nuestros ojos se debía a que no quería asustarla. Si le advertía que aquella
era, en verdad, una señal muy negra, podría espantarse y abandonarme. Pero lo
cierto era que esas nubes arremolinadas sobre el lugar al que íbamos a
dirigirnos anunciaban que algo ya se había despertado. Algo que presentía nuestra
intención de dirigirnos a su aposento. Y nos estaba esperando.
María se fue todo
el camino en silencio, concentrada en avanzar tan rápido como le fuera posible,
a pesar del gran número de carros y sus atascos y yo, sin que ella lo notara,
también estaba concentrada en una peligrosa labor. Mientras ella se esmeraba en
abrirnos camino hacia nuestro destino, yo repetía en mi mente todas las
oraciones de protección que me sabía de memoria, y veía cómo a nuestro
alrededor, al pronunciar dichas oraciones, se manifestaba una reacción
espiritual. Mientras María veía en las calles los volúmenes de los buses,
camiones y demás aparatos mecánicos deslizando sus ruedas sobre el asfalto, yo
contemplaba las cadenas del pecado, de los millones de pecados acumulados en
aquella ciudad, y que estaban manifestándose como un río energético de la peor especie.
Mientras María lidiaba con la agresividad y egoísmo de los vivos al volante, yo
contemplaba la desgracia de todos esos espíritus condenados y perdidos,
encadenados a una maldición, atrapados por la fuerza de aquellos flujos
energéticos. Esos espíritus se movían por las calles no porque respetaran el
trazado de los caminos, sino porque se movían tras sus recuerdos, o tras las
presencias de otras personas a las que todavía estuvieran unidas y, sobre todo,
se movían sobre la traza que una maldición les marcaba. Se movían sobre el
entramado de un oscuro secreto de la ciudad. El gran número de brujas negras
que había en la capital era suficiente razón para que hubiese tantos espíritus encadenados
a semejante formación energética. Alrededor de la urbe capitalina se removía un
inmenso amarre al que habían sido enhebradas, como hilos, todas esas almas en
pena. Y las brujas que acechaban en la ciudad se beneficiaban de este enorme
conjuro; en ese momento aquellos espíritus estaban moviéndose no sólo para
concentrar una gran fuerza espiritual, sino para buscarnos y advertirles de
nuestra presencia.
Luego de recorrer
un buen tramo de la ciudad, cuyas fachadas y enormes edificios seguían
impresionándome, en un momento dado doblamos desde la calle por la que íbamos
hacia una larga avenida. Al comenzar el descenso por la avenida vimos el
cementerio, abajo, al fondo. Sus muros exteriores, blancos, eran la fachada
perfecta para ocultar su oscuridad interior. Mis manos, que estaban unidas
conforme yo repetía mis plegarias, se separaron de golpe, dejando mis brazos
abiertos y extendidos; María, que se asustó con la brusquedad del movimiento y
con la expresión en mi cara por el sacudón que recibí, buscó donde aparcar su
carro. ¿Qué te pasó? Me preguntó, una vez lo orilló. María, en esta ciudad ha
estado pasando algo muy grave, todavía no estoy segura de lo que es, pero
tenemos que protegernos antes de entrar en ese cementerio. Yo bisbiseé,
llamando al gato, que de un salto brincó sobre mis piernas; María dio un
brinco, sobre su silla, al verlo aparecer de golpe. ¿Qué vamos a hacer con el
gato? Me preguntó. El animal ronroneaba y se apretaba contra mi pecho. Aunque
puede ser peligroso para él llevarlo allá, no creo que vaya a estar más seguro
en este carro. Entonces volví a asomarme al asiento trasero y tomé de allí mi
maleta. Al acomodarme de nuevo sobre mi asiento, con el gato sobre las piernas,
cerré mis ojos y volví a juntar las manos. Comencé a rezar en voz alta. Repetí
tres oraciones, tres veces, y luego le pedí a María que las repitiera conmigo.
Ella estaba muy nerviosa y erraba el orden o la pronunciación de las palabras. Continuamos
repasándolas hasta que, luego de varios intentos, al fin, consiguió repetirlas
en el orden correcto. Siento como si algo me envolviera, como un calor, y se
siente bien, me dijo María. Sí, has estado bajo el influjo de presencias
oscuras, has percibido el frío de la muerte; ahora puedes sentir el abrigo de
la protección divina, que es lo único que puede evitar que nos hagan algo
cuando entremos en ese cementerio. María se veía nerviosa, pero también había
determinación en su mirada. Yo tomé una de sus manos. María, te agradezco mucho
el esfuerzo que has hecho para creerme, sin embargo, llegadas a este punto,
debo ser sincera contigo; lo que nos espera allá adentro es peligroso y es
posible que no salgamos bien libradas de esto. Ella negó con la cabeza. Yo no
he tenido que hacer ningún esfuerzo, Sofía, tú misma me has mostrado lo que
tenía que ver, ¿cómo podría no creerte? Ambas nos quedamos en silencio,
mirándonos fijamente. ¿Es posible que al entrar en ese lugar encontremos una
cura definitiva para mí? Sí, si queremos una cura definitiva para ti, tenemos
que entrar ahí, sin embargo, tu sanación tomará tiempo, no será inmediata,
debemos correr este grave peligro sin certezas, movidas únicamente por la
esperanza de conseguir, al final, lo que estamos persiguiendo. María lo pensó
un instante y luego asintió. De nuevo su mirada se veía determinada a seguir
adelante, sin importar el costo.
Avanzamos en el
carro un par de cuadras más hasta dejarlo aparcado en una calle aledaña a la
avenida. Al otro lado de ésta estaba el cementerio. Yo abrí la maleta y le
indiqué al gato, mediante mimos, que entrara en ella. Así lo hizo. Nos bajamos
del carro y caminamos hasta un pequeño parque, con algunos árboles, que quedaba
contiguo a la avenida. Desde allí veíamos los muros blancos del cementerio.
María, vamos a terminar de cerrar la protección sobre nosotros, acércate y
repite conmigo lo que te voy a decir. Las dos nos arrodillamos junto a una
banca de concreto y comenzamos a orar. Las personas que pasaban por allí se nos
quedaban viendo, pero nadie nos decía nada. Entonces una señora, que parecía
ser una vecina del barrio, se nos acercó. Tenía un rosario amarrado a una de
sus muñecas y su mirada era dulce, con sus ojos saltones y brillantes. ¿Ustedes
están rezando el rosario? Nos preguntó, pero cuando alcé la vista, la mujer se
quedó petrificada, mirándome a los ojos y, en ese instante, el gato saltó desde
la maleta; corrió hasta el borde de la banca y desde allí bufó con todas sus
fuerzas en dirección a la señora, que se asustó al ver al gato tan agresivo.
Nosotras continuamos rezando; la señora, a pesar de que el gato parecía querer
atacarla, rodeó la banca, intentando acercársenos.
Al terminar las
oraciones María permaneció de rodillas, concentrada en las sensaciones que
estaba experimentando, sobre todo de alivio, pues ahora sí se sentía protegida.
Yo me puse de pie, de golpe, y me paré delante de la señora. ¿Usted cree que
una bruja no va a reconocer a otra? Le grité, y le arranqué el aparente rosario
que traía enrollado en la muñeca; las cuentas salieron despedidas por doquier
y, conforme tocaban el suelo, se deshacían, como si estuvieran hechas de humo.
La mujer se soltó a reír. ¿Y qué va a hacer una culicagada mugrienta como
usted, que no sabe nada de la magia? Entonces la mujer alzó las manos y la
mirada, como si estuviera llamando algo. María se levantó y se acercó a mí.
¿Qué quiere esta mujer? No sé, pero es una bruja, de eso no tengo dudas. La
mujer, con los brazos extendidos al cielo, de pie, comenzó a convulsionar.
Vámonos, María, le dije, tomándola de la mano y halándola. El gato corrió tras
nosotras. Cuando llegamos al borde de la avenida, sobre la acera, volví a abrir
la maleta, para que el gato entrara. Entonces vimos cómo la mujer se deshacía
en el aire, como si ella misma también hubiese estado hecha de humo. María, le
dije, repite el Padrenuestro en tu mente, sin parar, hasta que te diga que
pares; tenemos que cruzar la avenida por ese puente, una vez estemos del otro
lado ya no habrá marcha atrás. María, con su rostro pálido mostrando un gesto
de determinación, asintió, y me tomó de una mano. Yo me tercié la maleta, al
hombro, y entonces me puse en paz con Dios, con el mundo y conmigo misma.
Mientras
caminábamos hacia el puente, en el cielo se iba haciendo más claro un clamor;
desde lo alto llegaba un murmullo, como un coro de voces, ¿eran las voces de
los ángeles de Dios? O tal vez era el aleteo de alas demoníacas, cuyas
gargantas estarían regodeándose en sus blasfemias.
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