El Gato. Décima parte. Por: Nicolás Castro. (Chía-Cundinamarca)



El espectro de mi madre, a pesar de su corporeidad, era en todo caso un espectro. Verla desaparecer fue la constatación de su naturaleza distinta, que pertenecía ya a otro plano espiritual. Dimos unos cuantos pasos fuera del cementerio, luego de que se desvaneció, y tanto María como yo nos quedamos quietas, de pie, sin saber qué hacer, pues en verdad estábamos muy asombradas y, sobre todo, no conseguíamos pensar en otra cosa que no fuera nuestro deseo de comenzar a actuar, lo más pronto posible, contra la bruja que nos había hecho tanto daño. A mí no me importaría irme así, muerta del hambre y del cansancio, a enfrentar a esa mujer ¡si la tuviera delante de mí le daría tantas cachetadas que su cara se pondría como una remolacha! María, llena de furia, había recuperado un mínimo de aliento, y decía todas estas cosas en voz alta, con viva indignación. Yo comencé a dar los primeros pasos en dirección a la avenida y María me siguió de cerca. El gato seguía entre mis brazos y la maleta sobre mi espalda; mientras oía a María amenazar a la bruja en voz alta, sonreía y asentía a todo lo que me decía, pero no le contestaba nada. Entonces María se detuvo a los pies de la escalera del puente, que debíamos cruzar para poder llegar hasta su carro, y que estaba suspendido sobre la inmensa avenida frente al cementerio. Yo frené en seco también.

¿Y? ¿Tú no quieres lo mismo, Sofía? ¿Qué es lo que vamos a hacer ahora? Yo me senté sobre uno de los escalones, para reponerme un poco antes de subir. Sin alterarme por lo que María decía, acaricié al gato, que se restregaba contra la manga de mi brazo, deleitándose con los mimos que le prodigaba. Lo que vamos a hacer, dije de repente, es ir a comer, porque yo tengo el estómago vacío desde ayer y tú, por lo visto, no desayunaste muy bien. María enarcó las cejas, sorprendida con el comentario sobre su desayuno. ¿Acaso sabes lo que comí esta mañana? No con certeza, le contesté, pero sospecho que tuvo que ser un desayuno muy flojo. ¿Y por qué piensas eso? María se veía contrariada; parecía tener ganas de pelearse con quien fuera. Lo pienso porque, primero, estás muy delgada, y no pareces una mujer que coma con muchas ganas y, además… pero antes de continuar María me interrumpió. ¿Cómo no voy a estar delgada, y qué ganas voy a tener de comer, si he estado al borde de la muerte? Nuestras miradas se habían encontrado; ninguna de las dos bajaba los ojos, ni los cerraba. Entonces yo estallé en risas, me puse de pie y le dije a María, ¡con más razón tenemos que irnos ya, a comernos una bandeja gigante de esas que venden con todo, sopa, guiso, carne, papa, arroz y ensalada! María, que no había confluido con mi chiste, me tomó por un brazo y me detuvo cuando traté de emprender la marcha escaleras arriba.

¿A ti te parece que yo voy a enfrentarme a esa bruja sabiendo que me menosprecias? María seguía irritada y su cara se había enrojecido. ¡Yo no voy a dar un paso más hasta que me digas quién crees que soy! ¿Una consentida, blandengue, que se contenta con poco? Yo corrí escaleras arriba, obligándola a seguirme. Tras de mí escuchaba el traqueteo de sus tacones sobre el concreto del puente, mezclándose con sus palabras airadas y cada vez más insolentes. ¡Ven aquí, Sofía! ¡De las dos, tú eres la menor, la menos experta en la vida, la que menos entiende este mundo! ¡Ven aquí, muchachita, tú no sabes quién soy yo, tú no entiendes lo que he pasado, por eso hablas de mí como si hablaras de una tonta que no sabe ni alimentarse! ¡Ya quisiera verte preparando un desayuno decente, uno que pudiera dejarme satisfecha, pero ni sabes qué me gusta y sé, no lo niegues, que no tienes ni idea de cómo alimentarte adecuadamente! Conforme corría a lo largo del puente pude ver una sombra alargada cruzando el cielo, muy alto, sobre nosotras. Cuando llegamos al otro extremo del puente me detuve. A lo lejos, bordeando una esquina, se veía el parque que estaba a un lado de la calle en donde habíamos aparcado el carro. Era allí donde nos habíamos encontrado con la bruja del falso rosario que intentó engañarnos, para detenernos y evitar que cruzáramos al cementerio. Esa bruja fue la que le dio aviso a las otras, las que llegaron volando y nos atacaron en el puente.

¡María! Dije, alzando la voz, tenemos que bajarnos ya de este puente. María no parecía entender la situación en la que estábamos y seguía alegando sobre el asunto del desayuno. ¿A dónde pretendes que vayamos a comer, Sofía? No sé si recuerdas que tengo que entregar la mitad de mis pertenencias ¡y eso incluye casi todo mi dinero! Más te vale que estés pensando en montarte en mi carro ya mismo, porque… ¡sí! Le dije a María, interrumpiéndola, eso mismo quiero ¡que nos montemos en tu carro ya! Mientras gritaba estas cosas el gato saltó a los escalones y corrió bajo el puente. Yo agarré a María de la mano, halándola con fuerza, y por poco nos caemos rodando por las escaleras.

El gato avanzó directamente hasta el carro, como si entendiera a la perfección lo que estaba sucediendo. María, gesticulando con furia, se montó también, y cuando cayó sentada sobre su asiento su cara perdió por completo el color que tenía instantes antes. ¿Qué es lo que está pasando, Sofía? Esa ira que te dominó al salir del cementerio es la influencia de alguien más ¿te das cuenta? Sí, cuando me subí al carro lo percibí, de repente me di cuenta de lo absurdo que fue todo, ya no me siento enojada, discúlpame Sofi. No, no hay nada que disculpar, yo sabía que eran esas brujas que nos atacaron, ¡nos tienen vigiladas! Lo mejor que podemos hacer es volver a tu apartamento. María, de un instante a otro, volvió a ponerse colorada. ¿Cómo crees que nos vamos a ir ya para mi apartamento, si queda en el norte, muy lejos de aquí? ¿Quieres matarme de hambre? Como me sentía muy cansada y quería comer pronto, desistí de seguir luchando con la ira que le estaban sembrando a María y le seguí la corriente. Voy a llevarte a comer a un lugar que no te imaginas lo bueno que es, espero que sepas valorarlo, dijo ella, y arrancamos en el carro a toda velocidad.

Por el camino María condujo su carro a la máxima velocidad posible. Además, maniobraba como si ignorara la presencia del resto de los automóviles. Llegó, incluso, a cerrar a varios taxistas, acercando el carro tanto que pude ver la cara de espanto de aquellos hombres cuando, de la nada, se vieron asaltados por mi acompañante, trastocada ahora en una feroz piloto de carreras. Al menos, pensé, vamos a llegar rápido a ese restaurante. Y así fue. En menos de veinte minutos estuvimos delante del lugar. María condujo el carro hasta el parqueadero. Deja a ese gato aquí, me ordenó. Yo me quedé quieta, ignorando su orden, esperando a que se adelantara. Vas a meterte dentro del morral de nuevo, le dije al gato, y él entró de la manera más dócil. Salí del carro, me tercié la maleta y seguí a María.

El barrio en el que nos encontrábamos era parecido al barrio en el que estaba el apartamento de María, pero al entrar al restaurante tuve la sensación de que todo se veía aún más lujoso que afuera. Para mí, estar en ese lugar era como estar en una película; de nuevo sentía que estaba en el lugar más ostentoso que hubiese visto jamás. María me miró con cierto desdén. A ti te gusta el pescado, me imagino, ¿no? Sí, le dije. ¿Y qué quieres, un bacalao, un salmón, un róbalo…? Cualquiera, María, yo no conozco nada de esto, dame lo que prefieras. María hizo una mueca de desdén y luego fijó los ojos en la carta. Estuvo un largo rato así y luego llamó a la mesera con un ademán que me pareció bastante grosero. Ordenó algo que no entendí qué era y se fue al baño. Este es el día más raro de toda mi vida, pensé, y eso que he vivido días muy extraños, pero nada como esto, sabía que venir a esta ciudad me mostraría cosas nuevas y extrañas y, a pesar de esperarlo, con cada hora que pasa las expectativas que tengo vuelven a ser superadas.

María volvió del baño pálida y ojerosa. ¿Estás bien, Sofi? Me preguntó. Sí, María, no te preocupes ¿cómo estás tú? Avergonzada, me siento mal de que esa ira me domine de esa forma ¿no puedes detenerla? No, no sé cómo frenar algo así, podríamos intentar con algunas oraciones, pero creo que lo mejor es comer primero, no quiero enfermarme por ir más allá de mis fuerzas. María llamó a la mesera, que se acercó sin ocultar su fastidio, pero al hablar de nuevo con ella su semblante cambió del todo, pues el trato que le dio fue diametralmente inverso al de unos minutos atrás. Dios mío, dijo María en voz alta, pedí dos platos carísimos, pero ni modos, ya los están preparando. Considéralo como parte de tu pagamento para librarte de la maldición, le dije, riéndome un poco.

Esperamos un buen rato calladas, pues ninguna tenía alientos para hablar. El aroma antecedió a los platos; la comida se veía rara, pero olía muy bien. La misma mesera que nos había atendido antes trajo los platos, pero su comportamiento era muy distinto al de hace un momento. En lugar de mostrar confusión, fastidio o intriga, se veía absolutamente fresca e indiferente. El gato, a un lado de mi silla, comenzó a maullar con mucha fuerza, como si le sucediera algo grave. María se sorprendió de oírlo, pero no dijo nada. Cuando la mesera ya iba a irse, le hablé. ¿Tienes la hora? Le pregunté, y cuando la mesera llevó su mano al bolsillo, buscando su celular, extendí mi mano y la toqué; en ese instante una terrorífica visión se desplegó dentro de mi mente. Era como si hubiese metido la cabeza dentro del mismísimo infierno, con almas torturadas y desesperadas por doquier. Cuando volví del trance, que duró menos de un segundo, miré a María. ¿Qué pasa, Sofi? Me dijo, pero antes de que pudiera contestarle la mesera alzó un cuchillo en alto e intentó apuñalarme. María levantó su plato, lanzándoselo a la cara, y ambas aprovechamos para correr afuera, directo hasta el carro de ella, al que nos montamos.

Mientras María, con las manos temblando por el terror, intentaba meter la llave en el arranque, dentro del restaurante sucedió algo terrible. La mesera no se calmaba, estaba intentado salir al parqueadero a la fuerza y, a pesar de haber sido abordada por los vigilantes, continuaba con el cuchillo en una mano, blandiéndolo de forma peligrosa para los hombres de seguridad. Entonces sonaron varios disparos. ¡Dios mío!, dijo María, no vamos a poder comer si quiera, ¿qué fue lo que pasó? Yo trataba de ver qué era lo que sucedía, pero no atinaba a ver nada. Y en ese instante se me ocurrió sacar al gato de la maleta…


Comentarios

Entradas más populares de este blog

El retorno de los ameritas. Por: Nicolás Castro. (Chía-Cundinamarca)

La muchacha. Por: Nicolás Castro. (Bogotá-Distrito capital)

Extraño. Por: Nicolás Castro. (Bogotá, Colombia)