El Gato. Duodécima parte. Por: Nicolás Castro. (Chía-Cundinamarca)
María debía de estar muy agotada, pues la valentía que
había mostrado hasta ese momento se estaba deshaciendo. Ahora andaba pegada a
mí, agarrándome la mano con fuerza, mirando a todas partes conforme salíamos
del edificio. El gato, como ya era usual, venía dentro de mi maleta, asomando
la carita y sus ojos chispeantes desde la abertura parcialmente descubierta. Mientras
ayudaba a María a sostenerse, dentro del ascensor, pensaba en el agotamiento
que ella estaba enfrentando. Semejante grado de debilidad puede causar estragos
en una persona, al punto de inducirla a aceptar lo que de otra forma no habría
consentido jamás. La magia negra, en parte, obra de esa forma; causa una
extenuación —que no es sólo física, sino espiritual— tan extrema en la víctima,
hasta despojarla de toda voluntad de acción, que ésta acaba aceptando cualquier
destino, sin importa que tan injusto o nefasto pueda ser.
María, sin lugar a duda, había conocido ese efecto
hasta sus consecuencias definitivas, hasta verse forzada a asumir que no tenía
salvación ni escapatoria. Por eso la había encontrado temprano, en la mañana,
en el terminal. Ella intuía que su vida estaba a punto de acabarse y por eso no
quiso ir a su trabajo, ni ver a nadie más; había decidido morir en otro lugar,
de una forma más digna, en silencio y soledad. La debilidad y la desesperación
la habían convencido de que su muerte era tan inminente como irremediable. Por
eso me llamaba la atención verla, de nuevo, tan asustada. La magia negra de
nuestra enemiga estaba, otra vez, tratando de inducirla a rendirse. Y ella, a
pesar de todo, seguía adelante.
Cuando aparecimos en la recepción del edificio nos
encontramos a uno de los empleados de servicios generales, sentado sobre uno de
los sofás en una de las salas de espera, con algunas escobas y un carrito de
limpieza delante de él. Lo saludamos en voz alta, pero no contestó. María, en
ese momento, apretó su mano contra la mía con suma fuerza. Tranquila, le dije,
preparándome para lo peor; entonces uno de los vigilantes, que llegó desde donde
no podíamos verlo venir, nos habló en voz alta, dándonos un susto. Señoritas,
nos dijo, el señor empleado se sentó ahí por la tarde y desde entonces no
reacciona, les cuento por si les extraña verlo así, sentadote, sin hacer nada.
Nosotras nos miramos y luego, cuando volvimos a mirar al empleado que estaba
sobre el sofá, ya no lo vimos más. ¿A dónde se fue? Inquirió María, azorada. El
vigilante abrió los ojos de par en par, impresionado con el hecho de que el
empleado ya no estuviera. ¡Estaba ahí! Dijo el hombre, con cierta burla,
llevaba horas sentado en ese lugar, yo le pregunté varias veces que qué le
pasaba, si necesitaba algo, pero no decía nada; yo asumí que, de pronto, le
dieron una noticia muy mala, o le pasó algo grave y estaba tumbado, choqueado,
sin poderse reponer. Por favor acompáñenos al carro, le pidió María, y el
vigilante sacó pecho, dio un sonoro ¡claro que sí! Se acomodó el kepi y vino
junto a nosotras.
María había dejado el carro en el parqueadero para
visitantes, frente a la entrada principal del edificio. El vigilante aguardó
hasta que estuvimos a bordo. María bajó su ventana, justo antes de irnos, y le
pidió al guardia que estuviera pendiente del empleado de limpieza, porque no
era normal, ni adecuado, que un empleado se quedara por ahí luego de terminado
su turno. El vigilante asintió de manera marcial, de nuevo sacando pecho, y
nosotras nos fuimos.
El edificio de María quedaba contiguo a la carrera
séptima. Salimos a la circunvalar y comenzamos el ascenso hacia La Calera. Al
abandonar la zona urbana, para ascender por la carretera solitaria y sombría,
que a esa altura se tiende en medio de la pendiente boscosa y oscura, comenzamos
a rezar un padrenuestro. María parecía más tranquila repitiendo la oración, así
que continuamos pronunciándola, las dos al unísono, hasta que alcanzamos una
curva pronunciada en donde había una estación de gasolina a un costado. Nos
detuvimos frente a la estación y María se bajó del carro.
Decidí quedarme montada en mi asiento, para vigilar el
lugar desde allí. El gato, de repente, comenzó a arañar las paredes internas de
la maleta; le abrí la cremallera del todo y éste, al salir, se fue para la
parte trasera del carro, y desde allá lanzaba sus maullidos lastimeros,
alertándome de algo. María, en medio de la gasolinera, comenzó a discutir con
uno de los expendedores. Yo me bajé en ese momento, pensando que el gato, con
sus ruidos, me advertía de algo que podría pasarle a María. La discusión había
estallado por el precio de los galones que necesitábamos llevar. El expendedor,
por alguna razón, le estaba exigiendo a María pagar más de quinientos mil pesos
por los tres recipientes que quería llenar. Pero ¿a usted qué le pasa? Le decía
ella. Nada, señorita, es que esos son los precios en este momento, siendo las
once de la noche ¡a mí me toca cobrar! Porque por eso es que me pagan. El
expendedor miraba su reloj con un ademán exagerado, señalaba al cielo y nos
miraba con los ojos desorbitados, como si estuviese borracho. Yo tomé una de
las manos de María, tratando de llamar su atención. Ella, furiosa, habría
recobrado algo de valor y estaba decidida a obligar al expendedor a venderle la
gasolina a un precio razonable. Pero el empleado no daba su brazo a torcer;
entonces yo halé a María de la mano, hasta que atendió mi llamado. Este hombre
no está actuando de una manera normal, le dije, dile que vas a pagarle lo que
te pide, pero luego, cuando vayamos a irnos, tomaremos los galones sin darle
nada a cambio. María se quedó un momento pensando en lo que le estaba diciendo,
como si no pudiera creérselo del todo. Pero luego se aclaró, miró al
expendedor, que caminaba sin rumbo en medio de los surtidores, tomando las
mangueras al azar, para tirarlas sobre el suelo, y me dijo que iba a seguirme
la corriente; sin embargo, en ese momento nos dimos cuenta de que el empleado
estaba regando toda la gasolina sobre el suelo.
¿Usted qué está haciendo? Le gritó María, que se lanzó
sobre él para quitarle una de las mangueras. Por fortuna el chorro no nos
empapó en combustible; pero el expendedor, que se movía de forma sumamente
torpe, sí se estaba mojando con el líquido inflamable. Cuida que no vaya a
encender nada, me gritó María, mientras lo empujaba con las pocas fuerzas que
le quedaban, lejos de los surtidores de combustible. Yo los seguí, vigilando
las manos del expendedor, y vi sobre un barril una soga, que tomé. Tuvimos que
llevarlo hasta donde empezaba el descenso de la ladera y allí, en medio de las
sombras, lo amarramos a un árbol con la soga.
Cuando volvimos a la gasolinera tuvimos que cerrar las
mangueras, que seguían derramando gasolina sobre el suelo. María se limpió
cuanto pudo las salpicaduras que le habían caído sobre el abrigo con una toalla
grasienta. Luego llenó tres recipientes de un galón cada uno; cuando nos
montamos en el carro el expendedor apareció, en medio de los surtidores,
tambaleándose y gritándonos. Arrancamos a toda velocidad, sin mirar atrás, y
cuando habíamos remontado un buen trecho de montaña sentimos un estremecimiento
terrible y luego oímos una explosión inmensa tras nosotras. El fogonazo fue tan
intenso que la noche, por un instante, se tiño de amarillo y naranja.
María, al volante, estalló en llanto. ¡No puede ser!
¡No puede ser! Gritaba. Eso fue producto de la magia negra de la maldita bruja
esa ¿cierto? Sí, María, tiene que haber sido eso ¿por qué ese señor iba a
explotarse con la estación? Tiene que haber sido ella. Continuamos andando por
un buen rato, hasta que llegamos a una zona en donde no había casas cerca.
Dejamos el carro aparcado junto al camino y, antes de dejarlo cerrado, abrí una
de las puertas para que el gato bajara, pero él continuaba maullando, como
alertado por algo, y yo no entendía qué era lo que quería. María seguía
sollozando, de pie, a un lado del carro, lamentándose a viva voz. Al ver que el
gato no se bajaba, me metí de nuevo en el carro y lo alcé, a pesar de que el
animal intentó resistirse, y lo saqué, para dejarlo sobre la hojarasca que
había en el suelo. Mientras tanto, María consiguió tranquilizarse y se encargó
de bajar el balde con el amarre y los tres recipientes con gasolina. Mientras
acomodábamos todo para la quema, el gato corrió hacia la espesura del bosque
que teníamos delante, hasta treparse a las ramas de un árbol.
¿Sólo tenemos que quemar esto, sin más? Me preguntó
María. Sí, le dije, no hacen falta más gestos, ni rituales; lo único que
necesitamos es desintegrar todo lo que hay dentro del balde. Mientras María
vertía la gasolina del primer recipiente dentro del balde, el empleado de
servicios generales de su edificio apareció desde la parte trasera del carro.
¡Ustedes no van a quemar eso aquí! Nos gritó. María, al verlo, tiró el
recipiente con gasolina dentro del balde y se dejó caer sobre el suelo. Yo no
le quitaba los ojos de encima al empleado del edificio, que caminaba lentamente
hacia nosotras.
¡Alto ahí! Le dije, yo no sé si usted puede
escucharme, pero si lo puede hacer, si algo de cordura le queda en su cabeza,
¡créame lo que le voy a decir! Entonces lo señalé, alzando una de mis manos.
Usted está poseído ¿oye la voz que le habla? Usted no está actuando por
voluntad propia, ¡deténgase! No deje que lo manipulen, ¿acaso le gusta ser el
títere de un espíritu inmundo? El hombre, que avanzaba lentamente, parecía
estar luchando internamente con la influencia maligna que lo plagaba. Decidí
acercarme a él un poco más y, cuando estuve más cerca, pude ver que me miraba
fijamente, con ojos de vivo terror; aquel hombre podía entender lo que estaba
pasando y estaba haciendo todo lo posible por resistirse. Y en ese instante,
cuando estábamos a menos de un metro de distancia, María apareció por un
costado, armada con un enorme garrote, que descargó contra las piernas del
hombre.
¡Vamos a quemar esta porquería de una buena vez! Dijo
María, decidida, cuando el empleado quedó tumbado, entre lamentos, sobre la
hojarasca del bosque. Yo corrí junto al balde; traté de despejar del suelo, con
mis manos, todas las hojas que pude. María entendió lo que estaba haciendo y me
ayudó a cavar un hueco. Aunque terminamos con los dedos adoloridos y las uñas
partidas, conseguimos cavar un pequeño hoyo en donde pudimos meter el balde.
Como sólo teníamos un encendedor, tuvimos que rasgar la camisa que traía puesta
María, para arrancarle una tira de tela; empapamos la tira, la prendimos y
lanzamos la tela flameante dentro del balde. Al entrar en contacto con la
gasolina, el fuego estalló; entre las flamas, que ardían de color purpura,
pudimos ver la cara de un demonio.
El fantasma de mi madre apareció tras nosotras. Aunque
casi deshecho, ese amarre todavía tenía la presencia de un demonio en su
interior; al quemarlo hemos cortado el vínculo de esa entidad contigo. María,
que oía todo estando de pie, a mi lado, se puso de rodillas y repetía, una y
otra vez, ¡gracias, Dios mío! Y luego de esto comenzó a dar saltos de alegría;
¡soy libre! ¡Soy libre! Gritaba, llena de júbilo pues, al parecer, al fin
comenzaba realmente a sentirse aliviada. Descargamos otro de los recipientes de
gasolina dentro del hueco, hasta asegurarnos de que todo se hubiese quemado.
Mientras María removía los restos con su garrote, asegurándose de que no
quedara nada sin quemar, yo me acerqué al empleado, que estaba en silencio,
tumbado sobre el suelo.
¿Qué fue lo que pasó, muchacha? Me preguntó. Usted
estuvo poseído por ese demonio que acaba de salir entre las llamas ¿oyó su voz?
Sí, me dijo, la voz horrible de esa cosa estaba metida dentro de mi cabeza, y
desde la tarde lo estuve oyendo hablarme sin parar; yo creí que me había vuelto
loco. Casi, le dije, si no hubiésemos podido destruir esa cosa que quemamos
ahí, usted no habría recuperado el control sobre sí mismo jamás.
El balde dentro del hueco se había derretido. María
quiso asegurarse y vació el tercer recipiente con combustible también. Las
llamas fueron adquiriendo un color normal, hasta que fueron poco más que una
brasa ahogada. El humo ascendía hacia las nubes negras dando giros en el aire;
el silencio era absoluto y la ventisca, que soplaba allí en las alturas, se
llevó el olor a quemado. La ciudad, a lo lejos, bajo nosotras, parecía muy
quieta y callada también.
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