El Gato. Undécima parte. Por: Nicolás Castro. (Chía-Cundinamarca)

 


Bastó con abrir un poco el cierre de la maleta y el gato salió, desesperado, abriendo la cremallera con el ímpetu de su fuerza. Sus garras por poco me abrieron las manos, pues salió como si estuviera huyendo de algo aterrador, dando maullidos furiosos, hasta pararse sobre la silla de atrás. Bufaba con mucha fuerza, mirando en dirección al restaurante, y todos los sonidos que emitía me calaban hondo, como si su furia y sus lamentos tuvieran un ritmo que me llamaba, que me inducía a una especie de trance. María luchaba con el arranque; sus nervios no la dejaban pensar claro, ni actuar, y no conseguía que el motor se encendiera. Su rostro estaba fijado en una mueca de espanto, pero un espanto velado, como de alguien que no se recupera del shock de haber visto lo impensable. Unos segundos después de que el gato hubiese salido de la maleta tuve otra visión.

De repente pude ver los espíritus de las personas dentro del restaurante. Era como si mi mirada pudiera atravesar las paredes y entrara directamente en el recinto donde estaban todas las mesas. Adentro, tirada en el suelo, estaba la mesera, y el resplandor de su alma era muy intenso, como el destello de una luz a punto de extinguirse; encima de ella, desprendiéndose de su interior, vi a un espectro horrible y oscuro, cuya apariencia, en parte humana, era también demoníaca. Al aguzar la vista, para tratar de verla mejor, pude ver que parecía ser una mujer joven, pero con el alma impregnada por una esencia maligna. Entonces el espectro me miró y sus ojos flamearon, llenos de un fuego oscuro, y se lanzó hacia mí a través de las paredes y ventanales. En ese momento volví del trance.

¡María! Dije en voz alta. Cálmate y arranca el carro. ¿Y qué crees que estoy intentando hacer? Dijo María, histérica, aún sin conseguirlo. ¡María, cálmate ya! Tú sabes que lo que estás sintiendo te lo están sembrando, ¡respira profundo y repite después de mí! ¡Sangre del maestro eterno, luz divina del firmamento, palabra celestial del Padre, protéjanme! ¡Sigue repitiéndolo! ¡Sangre del maestro eterno…! María, haciendo uso de sus últimas fuerzas, repitió la oración conmigo, una y otra vez, hasta que logró volver en sí. A nuestro alrededor había algo, una fuerza, un campo, protegiéndonos. El espectro que yo había visto, ahora invisible, alcanzaba a revelarme sus ojos siniestros; yo podía ver su mirada suspendida en el aire, rondando el parqueadero, tratando de entrar en el carro. Entonces el motor se encendió y María, de nuevo demostrando sus dotes para la conducción, lo sacó de allí en dos movimientos rápidos y certeros. Anduvimos un buen rato a gran velocidad y el gato, como si hubiese querido precisamente pedirnos que huyéramos, se tranquilizó; se había quedado en el asiento de atrás, mirando el camino que íbamos recorriendo, como si buscara a alguien que nos estaba siguiendo.

¿Qué es lo que acaba de pasar? ¿La mesera estará bien? María preguntaba estas cosas mientras aceleraba el carro más y más. ¿A dónde vamos? A tu apartamento, le contesté. María hizo un esfuerzo por concentrarse; respiraba ruidosamente, sin ritmo, pero conforme nos alejamos del restaurante su respiración se fue desacelerando y ella misma recobró el sosiego. Poco a poco disminuyó la velocidad y, luego de un momento, me dijo que habíamos retomado la ruta que nos llevaría a su casa. ¿Qué fue lo que pasó en ese restaurante, Sofía? ¿Acaso una de esas brujas estaba trabajando justo ahí? No, le dije, la mesera no era una bruja, lo que sucedió fue exactamente lo que nos advirtió mi madre; la bruja a la que estamos buscando ya sabe de nosotras, ya conoce nuestras intenciones e intentó atacarnos tomando posesión de esa pobre muchacha. ¿Y qué pasó con ella, está bien? Yo me quedé en silencio; pensaba en la mesera y en lo injusto que sería que la mesera acabara muerta por culpa de la bruja. No lo sé, María, es posible que la mesera sobreviva, tengo la impresión de que recibió un disparo, pero no uno mortal… todo sucedió demasiado rápido y no tengo forma de saber con certeza qué va a pasar con ella.

Luego de las preguntas nos quedamos calladas. Yo me sentía absolutamente agotada. María, a pesar del evidente cansancio que también soportaba, y al hambre, seguía al volante sin bajar la guardia, llevándonos tan rápido como podía hacia su casa. Yo me quedé tumbada sobre mi silla, de lado, y sólo miraba a María conducir. Me impresionaba la fortaleza que estaba mostrando; poco a poco, debido al esfuerzo excesivo, comencé a quedarme dormida, y antes de cerrar los ojos sentí al gato que, desde el asiento de atrás, volvió al frente y se recostó sobre mis piernas. Al poner una de mis manos sobre su cabeza, escuché la voz de mi madre, que volvía a cantarme la nana con la que tantas otras veces me había tranquilizado, y una honda paz me condujo a lo profundo de un sueño.

En el sueño nos veía a nosotras en el carro, andando de noche, como si fuésemos por una carretera de montaña. El carro serpenteaba entre las sombras, con las luces de sus farolas alumbrando el camino, y encima de nosotras se veía una sombra, más grande y más oscura que la noche misma. Cuando desperté, el aroma de una suculenta cena encendió todos mis sentidos, por lo que me senté sobre el sofá en el que me había dejado María. Ella estaba al fondo de su apartamento, en la cocina; había preparado algo y yo no quería esperar un segundo más para probarlo. Con dificultad, pues estaba muy débil, me levanté y caminé sobre las alfombras de la sala, cuyas hebras me acariciaban las plantas de los pies, haciéndome cosquillas. A nuestro alrededor los ventanales del apartamento dejaban ver las luces de las otras torres y de la ciudad. Ya era de noche, debía de haber dormido varias horas. Al acercarme a María no hice ruido, por lo que cuando la saludé, le di un susto tremendo.

María se dio vuelta con los ojos bien abiertos. Al verme se soltó a reír. Sofí, ¡por Dios! Casi me matas del susto. Yo le sonreí. ¿Qué es lo que preparaste? Pregunté, bostezando. A María se le iluminaron los ojos. Debes estar hambrienta, siéntate, linda, por favor ponte cómoda, ¿cómo voy a pagarte por todo lo que has hecho por mí hoy? No sé cómo, pero esta comida la preparé con todo mi amor para, precisamente, empezar a devolverte todo el bien que me has hecho. María me ayudó a acomodarme sobre el comedor, que estaba contiguo a la cocina, y entonces ella sirvió varios platos con alimentos diferentes; en uno había un poco de caldo de pollo, en otro unas verduras salteadas y en otro un arroz amarillo y aromático que se veía muy sabroso. María se sirvió un poco también para ella y al fin pudimos comer. El gato, que rondaba la casa, apareció en ese momento bajo mis pies, y se puso a frotarse contra mis tobillos.

¿Estamos en peligro aquí? Me preguntó María, cuando acabamos de comer. No lo creo, le dije, de manera tajante; mi madre nos está protegiendo, ella creó un vínculo muy fuerte con el gato y a través de él nos está ayudando, fue ella quien me mostró a la bruja, en el restaurante, cuando estaba saliéndose del cuerpo de la pobre mesera, y fue ella la que me indicó la oración correcta para detenerla y poder escapar. María miraba a través de uno de los ventanales, a lo lejos; se veía tensa y cansada. Ahora, al ser ésta tu casa, tenemos garantizada la protección que mi madre nos está brindando, pues la casa de una persona es un lugar importante, con ciertas características que pueden servir para fijar una fuerza protectora. ¿Y qué fue lo que viste en el restaurante? ¿Viste a la bruja? No, no del todo, pude ver una manifestación de su espíritu, y en verdad era horrible; sin embargo, la bruja no se cuidó de ocultar su apariencia en el plano espiritual y, aunque su alma está muy contaminada por un influjo diabólico, logré distinguir en parte su apariencia física; lo que vi era una mujer muy joven, más que tú, desfigurada por su confluencia con las fuerzas oscuras con las que se ha alineado.

María y yo nos quedamos calladas un rato. Estábamos agotadas. Pero todavía restaba algo por hacer en ese día. En un momento dado me levanté del comedor y le pedí a María que me siguiera. Ella vino tras de mí y nos sentamos en los sofás de la sala. Trae el amarre, le pedí a María, que lo había dejado sumergido en agua bendita antes de irnos. Ella trajo un balde amarillo dentro del cual estaba el entierro que habían plantado en su ducha. El hedor se había disuelto; los objetos sumergidos ahora estaban inertes, despojados de su poder. Tenemos que destruir esto, no debemos dejar ningún cabo suelto. María miraba el interior del balde con temor. ¿Vamos a hacerlo aquí? No, le contesté, pero antes de irnos, tenemos que hablar con mi madre. ¿Vamos a salir a esta hora? Sí, tenemos que irnos colinas arriba, hasta alguna zona apartada, lejos de la ciudad, y allá vamos a quemar esto, no hay tiempo que perder, y para poder hacerlo, necesitamos que mi madre nos proteja, pues la bruja está al acecho.

El gato, al oírse la mención de mi madre, apareció sobre uno de los sofás. Yo le puse mi mano derecha sobre la cabeza. María se hundió en el sofá en el que estaba, asustada. Yo repetí una breve letanía y el fantasma de mi madre apareció ante nosotras, con sus ojos chispeando blancas flamas. María se enderezó y yo me acerqué tanto como pude al espectro de mi madre. Sus ojos fantasmagóricos se fijaron en mí.

Sofi, deben apresurarse, pues la bruja viene tras de ustedes, ¡tomen ese balde y mezclen el agua bendita con gasolina! Continúen agregando combustible hasta que todo, el agua y los objetos, desaparezcan.

El fantasma de mi madre desapareció, pero yo pude sentir cómo una parte de su presencia seguía con nosotros. Miré a María, que estaba pálida y con expresión de vivo terror. ¿Tenemos que ir afuera? Me preguntó. Sí, pero no temas, pues mi mamá va a protegernos; debemos pasar por una gasolinera, para comprar gasolina y quemar esto cuanto antes. María no se movía de su lugar. Yo tomé al gato entre mis manos y lo alcé; en sus ojos veía el destello de las mismas flamas blancas que había visto instantes atrás en los ojos de mi madre.

 

 

 

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