Guayabal de Armero. Por: Álvaro Enciso Prieto. (Nocaima-Cundinamarca)
En los dos últimos años de estudiante capitalino de secundaria, la vida me dio la preciosa oportunidad de pasar vacaciones de fin de año en ese apacible caserío de tierra caliente, gracias al Negro Navia, uno de mis compañeros de bachillerato, cuya familia tenía una casita frente a la carretera Armero-Mariquita y a pocos pasos de la línea del ferrocarril.
No se por dónde empezar a narrar las intensas vivencias juveniles de
mediados de los años setenta en ese, para mí, paraíso tropical de calor,
naturaleza, diversión y amoríos.
Quizás en orden de imágenes y su impacto en la memoria, estarían los ojos
verde oliva de una hermosa mestiza de nariz aguileña y piel canela oscuro, que
atendía en una de las esquinas el negocio familiar de unas deliciosas
almojábanas, tan famosas que atraía los fines de semana a clientela desde
Ibagué. Algunos dirían, o eran las almojábanas o era la hermosa mestiza; para
mí lo segundo, las almojábanas, aunque de verdad deliciosas, no agitaban mi
enamoradizo corazón.
Siguiendo el orden de impacto de las imágenes, tengo vivas en el recuerdo
las luces rojas y azules de un par de casitas frente a la carretera, que noche
a noche recibían su clientela masculina, y que juro, no tuve la oportunidad de
visitar.
Pasando a otro tipo de recuerdos y sensaciones, nunca olvidaré el
humillante ruido que hicieron contra el piso un par de bolas de billar pool,
gracias a mis torpes habilidades con el taco, cosa que jamás había hecho en mi
vida. Qué oso tan peludo, dirían mis hijos muchos años después.
Pero retomando episodios más agradables, nunca olvidaré lo que nos
gozábamos en el paseo casi diario a Armero, que incluía baño en el río
Sabandija (a riesgo de ser picados por una raya en el barro de su orilla) para
prepararnos a la caminada de más de una hora por toda la vía principal y a
pleno sol de la mañana.
Llegar a Armero y derechito a buscar la piscina La Magdalena (¿Quién se
olvidaría de ese nombre?), en donde por emulación, imitación, presión, honor,
orgullo, y no poca osadía juvenil, aprendí a hacer clavados desde el trampolín.
No puedo recordar cómo diablos durábamos todo el día sin almorzar, quizás sólo
a punta de gaseosas y galguerías, pero nos quedaba energía para arrancar hacia
las cinco o seis de la tarde nuevamente “a pata” por la carretera hacía
Guayabal, con el torso desnudo y las toallas en la cabeza haciendo monerías y
pendejadas por esa vía, gracias a Dios infinitamente menos transitada que hoy.
Eso sí llegábamos de noche con un hambre que nos hacía devorar todo lo que
en las ollas quedara, y que de todas formas nos obligaba a “repelar” con pan y
gaseosa en la tienda de la hermosa morena.
La jornada se completaba con un paseo nocturno por las pocas calles del
caserío, todas sin pavimentar, pero envueltas en el delicioso y cálido aroma de
su vegetación, y rodeadas del ruido primorosamente monótono de los grillos.
Terminamos la secundaria y poco a poco nos fuimos separando de las
compañías juveniles con las que nos gozábamos los fines de año en Guayabal,
pero nos quedaron en el recuerdo las bellas y agotadoras jornadas en ese
calmado lugar, que marcó el final de nuestra adolescencia.
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