El Gato. Decimocuarta parte. Por: Nicolás Castro. (Chía-Cundinamarca)
El gato saltó desde el brazo del sofá en donde se
había acomodado, y desde donde había visto nuestra transformación, cómodo e
intrigado, y corrió por la mitad de la sala hasta que estuvo delante de mí.
Estiró sus patas con deleite, gozando con su liviana agilidad, y luego dio un
salto certero y feliz, trepando sobre mis rodillas. Me olfateaba el rostro, en
especial la boca, sonriente, cerciorándose de que sus sospechas eran ciertas;
yo seguía siendo yo, y él lo sabía, pues sus dones innatos le permitían ver a
la persona verdadera tras el disfraz. Pero nadie más, aparte de él, mi madre y
María, podrían saber esa verdad. El hechizo que mi madre había conjurado sobre
nosotras era un tipo de magia que yo no conocía, pero cuya poderosa naturaleza
podía intuir. Mi madre estaba corriendo un grave riesgo al recurrir a ella;
alterar la obra de Dios, para trastocar las formas de la carne de un cuerpo
dotado de un espíritu inmortal, era una jugada peligrosa y audaz. Era cierto
que esto me daba la potestad de entrar en la casa de la bruja. Y, en verdad, esa
sería una oportunidad invaluable; la de dirigirme directamente hasta su
consultorio, si encontraba las palabras adecuadas, en el momento preciso, para
convencer a sus ayudantes de que yo era una clienta acaudalada que merecía ser
atendida por la bruja más poderosa y siniestra de todo Bogotá.
¿Podía la magia de mi madre engañar a la bruja? Ya lo
estaba haciendo. Si la bruja había dejado de seguirnos y, si nos había perdido
el rastro, olvidando el lugar en donde se encontraba el apartamento de María,
era gracias a su magia. Pero una cosa era confundirla desde la distancia, para
que ya no pudiera vernos a lo lejos con claridad, y otra muy distinta era
engañarla directamente, estando frente a sus propios ojos. Besé al gato en la
boca, pues lo adoraba, y él pareció enternecerse y buscó más de mis caricias;
entonces debí dejarlo a un lado, sobre el sofá, pues el tiempo apremiaba y era
justo salir cuanto antes. De esa manera, yendo lo más pronto posible hasta ese
lugar, aligeraría la carga que mi madre estaba soportando. Ella tendría que
sostener, con su propia energía vital y espiritual, el encantamiento que había
trastocado nuestra identidad. Y era en especial su vitalidad, que pendía de un
hilo, lo que me preocupaba; si las fuerzas que había reunido para encarnarse, y
ser una persona de cuerpo presente otra vez, se agotaban antes de que ella
volviera conscientemente a su condición de espíritu desencarnado, quizás nunca
más podría volver a verla o contactarla. Si su vínculo con este mundo se rompía
de golpe, producto de un esfuerzo excesivo, ella podría acabar cayendo en un
limbo espiritual, que la condujera al mismísimo infierno, donde tendría
que pagar por sus pecados durante toda la eternidad.
María caminó delante de mí, hacia la puerta exterior
del apartamento, con una actitud solemne y misteriosa. Mi madre, desde la sala,
seguía mirándome muy tensa. Tráenos el perdón divino, hija querida, me dijo,
con sus ojos clavados en los míos; me pareció, aunque no sé si aquello era
posible, que mi madre estaba llorando al verme partir. María no quiso voltear a
mirar atrás y cerró la puerta del apartamento justo después de que el gato,
como una sombra veloz, saliera tras nosotras.
Bajamos en silencio, llevadas por el ascensor. El gato
revoloteaba en medio de nuestras piernas. Está muy inquieto ¿qué le pasa? Me
preguntó María, de repente. Él sabe lo que estamos haciendo; sabe que vamos a
intentar algo que es casi imposible de cumplir. Entonces es verdad que te estás
arriesgando de más. Sí, le dije, a secas, pero eso ya lo he hecho otras veces,
más de las que te imaginas. María se puso tensa, tanto como mi madre. Yo no
quise decirle nada más. Cuando las puertas del ascensor se abrieron vimos al
vigilante, el mismo que nos abordó la noche en que María se curó, justo a un
lado de la salida. El tipo, al vernos, pareció sorprenderse. Caminó
directamente hacia nosotras, a pesar de que tratamos de evitarlo. Disculpen,
buenas noches, ¿sus mercedes de qué apartamento vienen? ¿Son visitantes? El
tipo me miró con un morbo excesivo, que trataba de disimular, sin éxito. A mí
me asustó sentir esa mirada lasciva sobre mí, sobre todo porque me hizo caer en
la cuenta de que los hombres que me cruzara, mientras estuviera transformada
por el encantamiento de mi madre, podrían mostrar ese mismo apetito enfermizo y
desagradable, cosa que, según el caso, podría ser un peligro para mi vida o
integridad. María le habló con contundencia, y le aseguró que éramos las
familiares de una vecina de ella; yo soy la tía de Claudia Fernández y ella es
mi hija, Martina, y sí, nos estamos quedando con ella, y necesitamos salir con
urgencia en este momento, haga el favor de no importunarnos. El vigilante,
sacando pecho y torciendo la boca, pues María había herido su orgullo, dio un
paso atrás, callado. Luego, cuando vio que el gato nos seguía, se asomó a la
puerta, y se quedó mirándonos fijamente.
El carro que te pedí está a punto de llegar, me dijo
María, que había estado luchando con su teléfono. El vigilante no nos quita los
ojos de encima, comenté. Lo sé, me imaginé que esto podía pasar, por eso no
podemos usar mi carro, o se dará cuenta que nos somos las familiares de mi
vecina y no sabemos si la bruja nos esté mirando a través de él. A lo lejos
asomaron las farolas de un automóvil que remontaba la pendiente de la
circunvalar. María me miró, tomó una de mis manos y me abrazó con mucha fuerza.
Estoy cansada de sentir que, en cualquier momento, podría perderlo todo otra
vez; por favor, Sofía, ten mucho cuidado, hagamos esto de la forma más
cautelosa posible, déjame ayudarte, no vayas a cargarte toda la responsabilidad
de terminar con esto tú sola, no quiero que te pase nada, no quiero perderte.
Las palabras de María lograron conmoverme. No te preocupes, nuestros destinos
están entrelazados; yo viviré muchos años y serán muchos los momentos que
compartiremos todavía.
El conductor que llegó a buscarme apagó las luces y
asomó la cara por la ventana, mirándome sin disimulo, expresando su inmediato
interés. María se acercó hasta él una vez aparcó en la acera del frente. Mire,
esta es la dirección a la que necesito que lleve a mi hija; hágame el favor y
me llama apenas la deje ahí, ella va para donde la abuela y la van a estar
esperando, no sobra decirle que tengo anotadas sus placas. Tranquila señito, no
se me alebreste, le respondió el conductor, con algo de insolencia. Yo me
acerqué a María por un costado, la abracé y le dije, mamá, en un rato te llamo,
no te preocupes tanto, no me voy a demorar nada en llegar allá, más tarde nos
vemos. María por poco no me suelta, pero tuvo que dejarme ir. En ese momento se
agachó y recogió al gato, que se acurrucó entre sus brazos, y el conductor,
extrañado, le preguntó a María si ese gato era de ella. Sí ¿por qué? Por nada,
señito, es que no ve uno todos los días un gato tan juicioso y manso.
El conductor estuvo lanzándome sus miradas y sus
preguntas todo el camino. Que si estudiaba, que si iba para una fiesta, que si
me gustaban los caballos, las fincas o la música popular que él llevaba sonando
a todo volumen en el radio. Yo le decía que no a todo, a secas, pero el tipo no
paraba de parlotear. ¿Y por qué la pusieron a irse hasta donde su abuela a
estas horas? Me dijo, y yo no soporté más su insolencia y le respondí tajante;
señor, hágame el favor de no preguntarme nada más, yo soy menor de edad y lo
que usted está haciendo me hace sentir incómoda. El tipo comenzó a reírse. Con
que menor de edad, qué rico, usted me suelta un besito y yo soy capaz de
convertirla en la reina de Ubaque, ¿sí conoce Ubaque? Mire que el próximo fin
de semana hay feria, con corrida de toros; ¿no le gustaría que la lleve a la
cabalgata, hembrita linda? Aquello me irritó sobremanera, por lo que decidí
darle un susto al tipo. Sí me gustaría, sobre todo si nos lleva a mi y a mi
novio, que trabaja en la policía y es muy celoso. El tipo se quedó en silencio
en ese momento, pero no por mucho tiempo. ¿Su novio es policía? Yo lo miré con
una furia evidente. Sí, es capitán, y él está allá, en la casa de mi abuela,
esperándome. El tipo, al oír eso, se rindió al fin, y el resto del camino me
dejó en paz.
Serpenteamos sobre las colinas, dejando atrás un
barrio ensombrecido tras otro. Al fin, luego de más de media hora de recorrido
desde que el hombre se quedara callado, llegamos a la casa. Estaba firmemente
plantada sobre una gran curva, y parecía una fortaleza rectangular, maciza,
impenetrable. Apenas llegamos un hombre joven, de unos treinta años, se
apareció junto al carro. ¿Ese es su novio? Preguntó el conductor. Yo le dije
que sí y me bajé y cerré la puerta con todas mis fuerzas. Entonces caminé derecho
hasta el hombre que se había asomado.
El hombre, al verme bajar, se detuvo y esperó a que yo
me acercara a él. Buenas noches, me dijo, con cierta complacencia en el rostro.
Buenas noches, le contesté, ¿aquí queda el consultorio de La Lechuza, la
señorita Mirta de Samael? El hombre no se inmutó con la pregunta. ¿Quién la
busca? Me dijo, luego de mirarme de arriba abajo. Yo soy Martina Matamala, hija
de Florencio Matamala, el empresario de los químicos. Al decirle esto le
extendí la mano y el tipo me sonrió. No sabía que don Florencio tenía una hija,
y menos que fuera tan bonita, ¿qué se le ofrece? Vengo con una necesidad
urgente, necesito hablar con Mirta ¿se puede? El tipo se puso muy serio otra
vez. No sé, tenemos que ver en qué está ahora mismo ¿se puede saber por qué
está viniendo a estas horas? Yo me reí. ¿Cuáles horas? Le pregunté. Es
madrugada, dijo el hombre. ¿Y adentro también es de madrugada? Aquella pregunta
hizo que el tipo bajara la guardia. Muy bien señorita, deme un momento voy a
avisar que vamos a entrar. Por favor no se demore, le dije, usted sabe que uno
no viene aquí para nada bueno, y lo que yo necesito es peor de lo que usted se
podría imaginar, tengo mucho afán. Ya, contestó el hombre, confiado, vamos a
ver si la pueden atender.
Mientras el tipo llamaba a través de su celular yo
hice lo mismo. Hablé con María, fingiendo que era mi madre, y le avisé que ya
estaba en el sitio y que en cualquier momento iba a entrar. María me bendijo y
volvió a pedirme que no corriera ningún riesgo innecesario.
Caminé tras el guardia, cuando me dijo que podíamos
seguir. Él era sólo un centinela, y cuando subimos las escaleras y alcanzamos
la puerta pude comprobar lo que había visto en mis visiones de ese sitio; al
abrirse las puertas de par en par, y ver el interior de la casa, lo que vi fue
un palacio colonial. Adentro, a diferencia de afuera, era mediodía, uno
radiante y soleado; y lo extraño era que, a pesar de la abundante luz amarilla,
en realidad no había ningún sol alumbrando. La luz llegaba a través de los
abundantes ventanales, balcones y arcos, como si afuera de la casa estuviera
brillando en su cénit un generoso sol. Pero lo que se veía a través de aquellos
cristales y aberturas era sólo una pantalla uniforme de luz cálida. Adentro, en
todas direcciones, se extendían los pasillos, galerías y salones. El interior
de la casa era un laberinto hermoso, con muros labrados, pasadizos secretos,
escaleras ocultas y todo tipo de artilugios de madera y piedra, diseñados para
confundir y perder a quien entrara allí sin autorización.
Seguí al hombre hasta una enorme sala rectangular.
Allí pude ver a varias personas y reconocí a varios políticos que había visto
en las noticias. Las personas que se encontraban esperando en esa sala eran
personajes acaudalados, importantes, que dirimían sus asuntos beneficiándose de
la influencia secreta de las brujas.
Tome asiento, me dijo el hombre, y yo me acomodé sobre
uno de los enormes asientos. Varios de los viejos presentes me miraron
fijamente. El hombre, antes de irse, me dijo, como usted sabrá, la espera aquí
puede tomar un rato, pero en un momento vendrán a atenderla para hacer de su
espera un rato agradable; descuide, La Lechuza mostró interés en escucharla, en
virtud de su apellido, por lo que pronto estará ante ella.
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