El Gato. Decimoquinta parte. Por: Nicolás Castro. (Chía-Cundinamarca)
I
En la espaciosa sala de espera del Palacio de las
Brujas, como lo llamaban con descarado desparpajo sus clientes, el ambiente
estaba tan distendido que pronto pude relajarme por completo. Mientras
aguardaba el fatídico encuentro con La lechuza, oía a las otras personas que
esperaban allí, hablando en voz alta, y nadie ocultaba su emoción por lo que
pudiera pasar con las consultas o pedidos que habían venido a hacer. Luego de
estar sentada por un par de minutos en un enorme sillón de madera maciza,
apareció una chica joven que se ofreció a atenderme y satisfacer cualquier
deseo que tuviera.
Al escucharla pronunciar la frase con la que me
ofreció sus servicios, no pude evitar sonreír. ¿Puede llevarme ahora mismo con
La lechuza? Le pregunté, y la chica, como reafirmándose en su rol, se estiró
hasta ponerse muy recta, me miró de soslayo y me contestó que sí, que eso
habría de suceder en cualquier momento, y que si tenía cualquier otro deseo que
quisiera ver realizado, como beber una taza de café, tomar agua o probar una
copa de vino, también era posible hacerlo.
Ah, era eso, fue todo lo que dije, tratando de
expresar cierto desdén con su servilismo. En ese lugar y momento yo no era
Sofía, sino Martina Matamala; miré a la chica de pies a cabeza y le dije, no
creo que haya ninguna otra cosa que desee ahora, por lo que, si no puede
llevarme ahora mismo a ver a Mirta de Samael, lo mejor será que busque a
alguien más para agasajar. Rematé mis palabras alzando una mano, cuyos dedos
retraje y luego estiré, despidiéndola. La muchacha hizo una venía honda y
forzada, se dio vuelta, desapareciendo tras una puerta giratoria, empotrada en
medio de dos muebles de biblioteca, que no era visible a simple vista.
A mi lado estaban dos viejos políticos que,
aprovechando la partida de la empleada, me abordaron en seguida. Así que tú
eres hija de Florencio, me dijo uno, y en seguida el otro se puso de pie y se
paró delante de mí. Sí, dije a secas, volteando a ver hacia el fondo de la
sala; sentí cierto agobio de pensar que el asedio de los hombres no iba a
detenerse en ese lugar tampoco. Yo tuve varios negocios con tu padre hace unos
años, me dijo el que estaba de pie, señalándome con su vaso lleno de licor, sin
ocultar la lascivia en su mirada ¿él sigue al frente de la distribución de los
medicamentos que importábamos desde Francia? ¿Consiguió fabricar aquí el
componente esencial para los analgésicos genéricos? En ese momento miré al
hombre que me interrogaba con toda la intensidad que pude. Traté de que, muy en
el fondo de su ser, sintiera la inquietud agobiante que sólo la proximidad de
una bruja negra puede provocar. Mi padre no me habla mucho de sus negocios, de
hecho, nosotros no hablamos muy seguido; pero, si lo que quiere saber es si él
está en disposición de hacer negocios con otros empresarios de la industria
química, yo le diría que sí, usted debe saber cómo es él ¿no? Pues al parecer
lo conoce, y entenderá que si tiene algo que ofrecerle, algo que pueda
interesarle, valdría la pena que trate de contactarlo. Lo que no puedo
garantizarle es que lo atienda en un breve tiempo, total, ni siquiera a sus
hijas suele dispensarles ese privilegio.
Los hombres parecieron afectarse con la manera como
les hablé y, luego de farfullar un par de comentarios entre dientes, se
alejaron de mí. Yo me sentí satisfecha no sólo por haberlos repelido, para que
no me fueran a acosar, sino porque, además, estaba comenzando a levantar mi
fachada de muy buena forma. Aquellos dos tipos, en realidad, podrían ser unas
marionetas de La lechuza, por lo que debía de dar una impresión impecable y
clarísima de mis intenciones.
En ese momento un hombre mucho mayor que mis
interlocutores previos se levantó de su sillón, caminó hasta la mitad de la
sala y golpeó con una cucharita de plata la copa en la que bebía un licor
ambarino. Señora y señores, ¿podemos hacer un brindis? Acaban de informarme que
la última lanza, la que hacía falta para cercar el recinto del Congreso, ha
sido satisfactoriamente instalada en su nicho ritual. Todos los presentes se
pusieron de pie y comenzaron a aplaudir y a vitorear. Un hombre joven, que
había estado observándome fijamente desde que entré, se acercó con sigilo por
un costado y me habló al oído. ¿Tú tampoco entiendes nada de lo que están
hablando estos tipos, cierto? Me preguntó. Yo lo miré a los ojos, de nuevo
tratando de sembrar en él la inquietud de una amenaza intangible, y le contesté
sin titubeos. Se equivoca, entiendo perfectamente de qué están hablando. El
hombre joven me sonrió con cierta inocencia. ¿Podrías decirme de qué se trata
todo esto? Yo resoplé, fastidiada, y miré al frente. Esta gente debe estar toda
asociada, y estarán, por lo que acabamos de oír, celebrando los avances de un
ritual complicado y peligroso para ejercer algún tipo de influencia sobre el
edificio del Congreso. El hombre, con cara de asombro, se bebió un largo trago
del vaso que tenía en la mano, sin moverse de su sitio, y no dijo nada más.
En ese instante apareció de nuevo la empleada. Señorita Martina, me dijo, para llamar mi atención. ¿Sí? Le contesté. La Lechuza la está esperando. ¡Excelente! Le dije, mostrando interés en seguirla. No se preocupe, me dijo, no hace falta que se mueva de aquí; del techo cayó un telón negro, que nos envolvió por completo a las dos, ocultándonos la sala. Desde arriba llegaba una luz muy intensa. Cuando el telón volvió a levantarse aparecimos en otra sala de espera, pero esta vez la sala era más pequeña y daba la impresión de estar ubicada, además, en un sitio muy alto, como una torre. La lechuza está preparándose para atenderla, me dijo, por favor, aguarde unos minutos en este sitio, yo le indicaré cuando pueda pasar por la puerta. Yo asentí y, mirando a mi alrededor, supuse que debía volver a sentarme.
II
En aquella sala sólo había tres personas. Tres
mujeres, cada una mayor que la anterior. Estaban distribuidas en la sala y no
parecían venir juntas. En aquel lugar hacía frío, a pesar de que la abundante
luz solar exterior, sin foco, seguía entrando por las ventanas y arcos; yo
había venido poco abrigada, pues no creí que necesitara un abrigo robusto en un
recinto cerrado, me había vestido con un vestido elegante y holgado, para
aparentar una vida acaudalada, como la que debería tener la hija de un tipo
como Florencio Matamala. Aquel hombre era un cliente frecuente del Palacio de
las Brujas. Lo que no sabía, eso sí, era si frecuentaba concretamente a La
lechuza, pues, además de ella, había otras brujas bastante siniestras y
poderosas que atendían allí. Yo había conseguido seguir a aquel hombre durante varias
de las ocasiones en las que rondé el palacio, semanas antes, hasta que logré
identificar plenamente el edificio; y haberlo identificado con total certeza a él,
que era uno de los clientes del palacio, también era parte esencial del plan,
pues esa era la pieza clave de mi fachad. Todo dependía ahora, en esencia, de
que yo convenciera a toda la gente del palacio de que en verdad era la hija de
Florencio Matamala.
La mujer mayor, que tenía un celular en una de sus
manos y una flor negra en la otra, me dirigió la palabra. Estaba vestida de
negro de pies a cabeza. Muchacha ¿a quién viene a ver usted? ¿Acaso no tendrá
cita con La serpiente negra? Yo la miré con altivez, como si me importunara que
me estuviera hablando. No sé quién es La serpiente negra, yo sólo he oído
hablar de La lechuza. ¡Uy! Exclamó, ¿viene a ver a Mirta? No hubiera creído que
una muchacha como usted estuviera acudiendo aquí con intenciones tan perversas.
Yo le sonreí, complacida de que dijera aquello. Las apariencias engañan ¿no es
ese un principio de la magia negra? Yo he venido aquí buscando la más negra de
las artes oscuras. En ese momento intervino la menor. ¿Vienes a matar a
alguien? Me preguntó. Sí, contesté, a secas. Yo he venido a vengarme de un tipo
que me violó cuando era muy niña, comentó la muchacha. Me dijeron que para ese
fin La costurera podía servirme bien, ya que ella es experta en el uso de los
alfileres encomendados al mismísimo infierno, y cuando clava uno en un fetiche
ofrendado a los Jerarcas del Pandemonio, el resultado final no puede ser otro
que la más horrible de las agonías. Yo escuché todo aquello en silencio, como
si, en el fondo, no estuviera prestando atención. Entonces habló la mujer del
medio, que estaba vestida de negro también, con una mortaja envolviéndole la
cabeza. La mujer roja, que sabe usar la magia roja como ninguna otra bruja en
este mundo, me ayudó a mí con mi marido infiel. Ese desgraciado me hizo sufrir
mucho, pero hoy mismo va a comenzar el calvario que lo pondrá de rodillas a mis
pies. A mi no me basta con matarlo, yo quiero que se convierta en mi esclavo,
quiero hacerlo pagar con mis propias manos por todos los días de sufrimiento
que tuve que padecer junto a él. De nuevo, me contuve de comentar nada y
mantuve un semblante frío e indiferente.
La serpiente negra, volvió a decir la mujer mayor,
puede matar o esclavizar a cualquier ser humano, y también puede hacerle algo
peor; puede transformar al objetivo de sus maleficios en otra persona, para que
viva la peor de las vidas e, incluso, puede extender esa vida, para que la
persona, diga usted, transformada en un anciano en silla de ruedas, sin un solo
peso en el bolsillo, padezca esa existencia por cincuenta o cien años. La mujer
dijo todo esto mientras me miraba. Yo, en el fondo, sabía que estaban
intentando ofrecerme los servicios de esas otras brujas, por lo que no dije
nada.
¡Bueno! Parece ser que usted en verdad necesita a La
lechuza, dijo la mujer mayor, poniéndose de pie. Mucho gusto, señorita Martina
Matamala, yo soy La serpiente negra; supongo que no tengo que explicarle que
estas dos son La costurera y La mujer roja. Alcé la vista y pude ver que la
mujer del medio, que hasta ese momento mantuvo su cabello oculto por la
mortaja, tenía una larga cabellera rojiza. Nosotras podemos hacer lo que usted
necesite, por un precio menor que el que La lechuza va a exigirle. Yo no dije
nada. La serpiente negra dio varios pasos, hasta pararse en medio del recinto
circular, de piedra, en el que nos encontrábamos. En ese instante chasqueó los
dedos y a nuestro alrededor los muros se derrumbaron. Al caerse la piedra entró
un ventarrón sofocante, ardiente, y el mediodía exterior se extinguió en ese
instante; ahora estábamos en una especie de fosa negra, inmensa, en cuyas
grietas y abismos se adivinaban series de flamas azuladas, opacas y distantes.
Desde afuera comenzaron a llegar gritos de viva agonía, y luego de un instante
pude distinguir a los espíritus de los condenados, vagabundeando por la yerma
de piedras afiladas, en medio de las cuales el suelo exhalaba el fuego oscuro e
inmaterial. Cuando miré de forma más detenida, distinguí la expresión de agonía
de aquellos espíritus, que todavía tenían forma humana; en verdad parecían
sufrir, y lo estremecedor de la escena es que se trataba de infinitos
espíritus, desperdigados en aquel lugar que tampoco parecía tener fin, pues se
extendía hacia un horizonte sin final.
¡Niña! Me dijo La serpiente negra. Este es el infierno, y usted no podrá evitarlo si se encomienda a La lechuza, porque la primera cosa que usted tendrá garantizada con ella será el castigo eterno, ¿está segura de querer condenarse? ¡Sí! Dije en voz alta, y cuando pronuncié aquel sí, las tres mujeres se esfumaron, los muros volvieron a su sitio y de nuevo la luz cálida y amarilla de un mediodía infinito entró en el recinto circular.
III
La visión del infierno había conseguido inquietarme
mucho. Esperaba tener que pasar por varios interrogatorios y pruebas antes de
ver a La lechuza, pero no supuse que aquello fuese a demandar, también, una
visita al peor destino posible para un espíritu humano. El infierno era, en
verdad, un lugar horrible; y aunque yo no iba a encomendarme a La lechuza, y
venía con la firme intención de destruirla, hacerlo iba a requerir que yo usara
una magia muy negra, una que, en definitiva, acabaría por condenarme precisamente
a ese castigo eterno.
Mientras pensaba en todas estas cosas, sentada en el
sillón, sola, la joven empleada que había estado atendiéndome volvió a
aparecer. Señorita Martina, comprenderá que La lechuza debe asegurarse de que
usted entienda la clase de servicios que ella ofrece, y sus implicaciones; por
favor, sígame, voy a llevarla con ella ahora mismo.
Caminamos de un lado a otro de la sala circular y
entramos por una puerta de madera enorme y pesada, que la empleada empujó como
si no tuviera peso. Entonces la joven mujer se paró a un lado y me indicó, con
un ademán de su mano, que siguiera caminando por una oscura galería que se
extendía por varios metros, hasta que la penumbra interior no dejaba adivinar
sus formas y continuidad. La lechuza la está esperando, me dijo, y la empleada
regresó sobre sus pasos, cerrando las puertas, dejando mi camino en completa
oscuridad. Comencé a caminar en la misma dirección que la empleada me indicó,
sin poder ver nada, y a lo largo del recorrido comencé a experimentar un
malestar horroroso. Era como si de repente una angustia de muerte se hubiese
apoderado de todo mi ser; sentí que en cualquier momento iba a desplomarme,
pues me faltaban las fuerzas. Tampoco podía respirar bien. Sin embargo, a pesar
de la inquietud y el hondísimo miedo, no dejé de caminar. Con cada paso que
daba se intensificaba la sensación de que algo horrible estaba a punto de sucederme.
Cuando el pánico colosal que estaba enfrentado se convirtió en una carga
demasiado pesada para mí, y me detuve por un segundo, el edificio entero se
vino abajo. Caí hacia un vacío indiferenciado; el vértigo y la sensación de la
gravedad incrementaron mi espanto hasta su máxima expresión, y yo no pude
contenerme más y di un largo grito ahogado, creyendo que, al final, me habían
descubierto, y ahora estaría cayéndome por un abismo sin fin, condenada a
sufrir la sensación de ingravidez y de inminente choque contra un suelo que no
aparecía por ninguna parte.
Poco a poco, conforme me repuse de la sensación de
desvanecimiento, comencé a ver que arriba de mí había una luz; yo giraba con
violencia en el vacío, cayendo sin parar, y conforme me esmeraba por verla, la
luz se hacía más y más intensa. De repente hubo un fogonazo de brillo que llenó
el espacio entero y, como si nada, abrí los ojos estando en la parte más alta
de un campanario. El recinto estaba hecho enteramente de piedra, a excepción de
la campana en su centro, que era de metal, como la cadena de la que colgaba.
Todo mi cuerpo y mente se habían aliviado del insoportable malestar que unos
instantes antes los habían llevado hasta sus límites. Y en aquel campanario no
había nadie.
Me senté bajo uno de los arcos. Afuera no se veía
nada, sólo la luz cálida e indiferenciada, sin foco, que llenaba el espacio
vacío. Debajo del campanario estaba el resto del Palacio de las Brujas, con sus
intrincados salones, galerías y torreones. Aquel campanario era su lugar más
alto y resguardado. Esperé, sentada allí, repasando mis ideas; lo único que se
me ocurría para vencer a La lechuza era utilizar el secreto más oscuro que me
había enseñado mi padre, esto era, valerme de un ofrecimiento al mismísimo Satanás,
para llevarme a La lechuza conmigo, de manera que los espíritus de ambas se
consumieran en el furor de la ira diabólica del señor del averno astral.
Me puse en paz conmigo misma y me dije que esa era la
única salida. Había hecho un recorrido muy largo para llegar ahí y no podía
perder la oportunidad. La lechuza en verdad había creído que yo venía a
solicitar un trabajo de magia negra, tendría la guardia baja y yo podría
arrastrarla conmigo hacia la condenación eterna. Esto liberaría a mi madre de
sus culpas y pecados y también dejaría libre a María de cualquier amenaza.
Luego de un largo rato de espera apareció La lechuza,
en su forma de pájaro, volando desde lo lejos. Todas sus plumas eran blancas,
rematadas con visos celestes en las puntas; semejantes colores eran como una
burla, pues aquella era la peor bruja que jamás se hubiese asentado en Bogotá,
que era una ciudad que, de por sí, ya había visto aparecer a otras brujas
sumamente siniestras.
La lechuza se posó bajo uno de los arcos y me miró con
ojos flamígeros. Las llamas que se desprendían de sus ojos eran iguales a las
flamas del infierno. Cuando me miró de esta forma, fija y voraz, yo me turbé y
tuve que mirar al suelo. Luego, al reponerme y volver a verla, La lechuza había
asumido su forma humana, y resultaba que tenía una apariencia muy parecida a la
mía. No parecía tener más de veinte años.
¿Qué es lo que quieres de mí? Me dijo, sonriente,
acercándose hasta donde yo estaba. Deseo matar a mi padre, pues me ha condenado
a una existencia sin sentido, contesté. ¿Matar a tu padre? Me preguntó. Él es
un muy buen cliente mío, ¿y yo cómo sé que eres su hija? Entonces tomé de mi
cartera un papel elaborado por mi madre, que era una partida de bautismo falsa;
La lechuza la tomó entre sus manos y la examinó por un largo rato. Yo me puse a
sudar, pensando si, más bien, debía intentar apuñalarla con la daga que también
tenía oculta en el bolso. Pero entonces la bruja me devolvió el papel. ¿Trajiste
la daga? Yo saqué la hoja, empuñándola con fuerza. Dame una prueba de tu sangre, dijo. Yo me
corté un dedo. La lechuza extendió la mano. Yo alcé la mía sobre la suya,
dejando caer una aparente gota de sangre; en realidad, aquella era la sangre
que había preparado mi madre para esa prueba, por lo que La lechuza la probó
con su propia lengua y constató, cegada por la ilusión, que yo era Martina
Matamala.
¿Cómo quieres que muera tu padre? Antes de eso quiero
pedirle otra cosa, dije. La lechuza pareció sorprendida al oírme decir eso.
¿Qué cosa quieres, además de matar a tu padre? Usted comprenderá, Mirta de
Samael, que lo que le estoy pidiendo es una cosa terrible; y tan grave es que,
en definitiva, al pedírselo me estoy condenando por siempre. No quiero dar este
paso sin antes conocer, al menos, el verdadero nombre de la mujer que va a
concederme este negro deseo. La lechuza se soltó a reír. ¿Quieres saber mi
nombre, niña? Y en ese momento me dio la espalda. Yo no podía parar de temblar,
pues creía que en cualquier momento iba a descubrirme; acariciaba la hoja de la
daga, aguardando el momento de asirla por el mango para herir de muerte a la
bruja.
Nadie me había preguntado mi nombre antes. Ningún
cliente, al menos. ¿Para qué quieres saberlo? Inquirió. ¿Para qué? Pues para
saber cómo se llama la persona que va a darme lo que más anhelo, además de
condenarme al peor destino posible para un alma humana, ¿no le parece
suficiente razón? La bruja sonrió. Sí, creo que entiendo tu curiosidad, y
siendo una niña ingenua e insolente, no veo por qué deba negártelo, total, el
pago que el demonio me dará por tu alma es lo suficientemente sustancial. La
bruja me encaró, acercándose hasta ponerse muy cerca de mí. Por supuesto, mi
nombre no es ni La lechuza, ni Mirta de Samael; nací hace seiscientos años
aquí, en Bogotá, y mi nombre original era Dolores Lizarralde.
La lechuza alzó una mano, para tocarme el rostro, y
con las yemas de sus dedos alcanzó a rosar una de mis mejillas; en ese instante
supo quién era yo, y justo antes de que yo consiguiera ejecutar el hechizo que
le entregaría al demonio tanto el alma de ella, como la mía, volví a verla en
su forma espectral, transfigurada por todos sus años de obras malignas. En ese
instante la torre del campanario explotó en pedazos. Ambas quedamos suspendidas
en el vacío, atrapadas por una fuerza invisible.
Debajo de nosotras se había abierto un vórtice, que
nos conduciría directo al infierno. La fuerza del portal comenzaba a tragarnos,
pero nuestro traslado se vio interrumpido por la aparición de un ángel. Tenía
una miríada de ojos y de alas, y estaba cercado por unos anillos dorados, que
lo envolvían. Sobre sus alas destellaban, escribas en las plumas más grandes, varias
palabras escritas en el lenguaje de los ángeles. Aquella entidad nos irradió
con su luz; entonces supe que mi final había llegado, pero me sentí tranquila,
pues estaba contenta de saber que mi madre y María serían libres de todo mal y
castigo. La lechuza y todos sus maleficios, así como los maleficios de las
brujas que trabajaban en su aquelarre, habían sido destruidos.
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