El Gato. Decimotercera parte. Por: Nicolás Castro. (Chía-Cundinamarca)
La noche en que María se curó murió un hombre
inocente. El trabajador de la gasolinera estaba poseído por un espíritu que la
bruja había forzado a hacer su voluntad; el hombre se resistió a la posesión,
por eso sus movimientos fueron erráticos, como de borracho. No sabemos si
deliberadamente hizo explotar la gasolinera para evitar que la posesión
continuara. Pero María decidió creer que fue así. En todo caso, además de eso,
me dijo que debíamos reparar a los seres amados de aquel hombre a quien habían
matado para hacernos daño. María y yo buscamos a la familia durante dos
semanas, hasta que la encontramos, y les entregamos una fuerte suma de dinero
cuya cifra mi madre nos indicó. Además, María les contó una historia, en gran
medida inventada por ella, en la que les explicaba que su padre, hijo, hermano
y esposo nos había salvado de morir en manos del espíritu atormentado. En su
historia el hombre murió sacrificándose por otros, y su familia acogió ese
recuerdo y pudo encontrar consuelo en él.
El resto de la mitad de tus bienes, le dijo mi madre a
María, los irás entregando para completar esta encomienda, que la providencia
nos ha encargado, y que debemos cumplir a como dé lugar. Yo sabía que mi madre
estaba hablando sobre la posibilidad de obtener la redención divina. Si
hacíamos algo que mereciera el perdón de nuestros graves pecados como brujas,
podríamos liberarnos del peso de nuestros dones, y vivir una vida más
tranquila, sin la zozobra de no saber lo que nos guardará el destino y el enojo
de Dios. Pero a pesar de todo eso, aunque mi madre no lo sabía, yo no estaba
segura de querer dar ese paso. Quería, eso sí, que ella descansara en paz;
pero, si llegado el momento decidía quedarme con mi naturaleza mística, no
renunciaría a ella por la promesa de un descanso que podría ganarme más delante
en la vida, cuando hubiese vivido todo lo que esperaba vivir, porque la magia
es capaz de abrir caminos que le están vedados a la conciencia y la imaginación
del resto, y habría sido una pena dejar de andarlos por buscar una prematura redención.
Durante las dos semanas que buscamos a la familia del
hombre de la gasolinera, las acechanzas de la bruja se detuvieron abruptamente.
Cesaron los ataques. Mi madre nos decía que ella podía percibir sus
movimientos; estaba preparándonos una trampa, cuyas características todavía no
podíamos distinguir. La primera noche de luna llena luego de esas dos semanas,
un domingo, mi madre se manifestó de cuerpo presente, en la casa de María, para
prepararnos para nuestra jugada definitiva, la que debía garantizarnos la
destrucción de la bruja, o al menos de su capacidad para hacer el mal, y que
había sido planeada con cuidado, por todas, durante los días que habían
transcurrido desde la noche en que María se curó.
Ella y yo estábamos sentadas en su sala, mirando el
paisaje infinito del horizonte sobre Bogotá, que se extiende tan lejos mirado
desde el apartamento sobre las colinas, que no se le ve fin. Los colores del
atardecer acababan de esfumarse y quedaba el destello crepitante del fuego,
entremezclado con las nubes púrpuras, sonrosadas, envueltas en girones de
sombras que se iban acentuando cada vez más. El gato, perezoso y sereno, se
estiraba justo delante del ventanal, y luego se relamió las manos y las patas durante
un largo instante en el que no hicimos otra cosa que aguardar la aparición de
mi mamá. Ella se desencajó en el mundo material, apareciendo como una tenue
sombra que fue adquiriendo densidad y opacidad, hasta que fue enteramente un
cuerpo humano. María le entregó ropa con la que pudiera vestirse, que ya
teníamos preparada por su propio encargo; un vestido largo, negro, como el
enorme abrigo que quiso que le comprara también. Cuando mi madre estuvo vestida
se paró en medio de la sala, de espaldas a nosotras, pues María volvió a
sentarse junto a mí, luego de entregarle la ropa que usaría. Ustedes dos han
sido muy valientes, y no esperaba menos de ti, Sofía, que eres mi hija y te
conozco bien, sé que eres capaz de cosas inimaginables; de ti, María, nunca
estuve segura, y me cerraste la boca, pues me demostraste que podías
sobreponerte a tu propia debilidad. No es fácil levantarse de las ruinas del
ánimo quebrantado, pero tú encontraste la forma de hacerlo en un tiempo muy
breve. Si tuvieras dones innatos para la magia, hasta buena bruja podrías ser.
María carraspeo, irritada, pues de ninguna manera que ser una bruja, y eso yo lo
tenía muy claro, aunque mi madre no, que se soltó a reír de forma siniestra,
luego de decir lo último que dijo.
Las últimas semanas, antes de la noche en que mi madre
se encarnó de nuevo, María había manifestado una y otra vez su deseo de
destruir a la bruja, incluso si eso le costaba caro, pues en el fondo no podía
renunciar a su deseo de vengarse. Yo le expliqué de muchas formas el costo que
eso podría tener; la misma tribulación que había reducido su vida a una
constante desesperación, una que le robaba toda alegría, que había hecho de su
trabajo una monotonía insoportable y desesperanzadora, y que la había condenado
a vivir agotada, agobiada, sin ningún deseo más que el de morir, podría
poseerla de nuevo, y multiplicada, y podría proyectarse más allá, a sus otras
vidas o posibilidades de existir. Al final María había conseguido aminorar su
sed de venganza y comprendió que materializarla sería un error. Entonces estuvo
lista para ejecutar el plan que habíamos diseñado, y que demandaría de nosotras
el máximo esfuerzo y concentración posibles.
Mi madre nos describió el plan de principio a fin, en
aquella noche de luna llena, cuya luz la envolvía de brillo, coronando la noche
con sus destellos, que veíamos en la parte alta del ventanal del apartamento,
que dejaba ver parte del cielo ensombrecido. Muy bien, mujeres, esto es lo que
vamos a hacer, nos dijo, y se volteó, para mirarnos a los ojos conforme nos iba
hablando. Sofía, ya sabemos, luego de tus recorridos en el sur de Bogotá, que
la casa de la bruja no estaba tan lejos, sino sobre las montañas, al oriente,
en Los Laches. Sabemos que es un edificio enorme y que constantemente lo
vigilan, tanto desde adentro, como desde afuera, unos veinte hombres, todos los
días, a todas horas. Sabemos, además, la cantidad abrumadora de entierros que
han desperdigado alrededor y bajo la casa. Es sencillamente imposible entrar por
la fuerza, atacando, por lo que el plan principal, como ustedes lo saben ya,
será entrar de incógnito, gracias al poder de un hechizo que debemos ejecutar
en este preciso momento. Sofi, tu eres quien mejor conoce la casa, la has visto
mediante tus visiones, serás tu la primera en entrar y lo harás esta noche,
durante la madrugada, cuando estés lista para empezar. Yo asentí. Mi madre, con
el gato enredándosele entre las piernas, de manera que no podía moverse
libremente, se quedó quieta, hablando muy tensa, ya que seguramente estaba
preocupada por mí. María, tú vas a esperar y luego comenzarás a acompañar a
Sofía, una vez sea necesario reforzar la coartada que ella va a darles, pues
debemos convencerlos de que ustedes dos son hija y madre y unas familiares
rencorosas, egoístas, envidiosas y dementes que pretenden maldecir a toda su
familia, hasta matar hasta el último de sus integrantes. Parte del hechizo
tendrá que sostener una fachada aquí, y en dos apartamentos más al norte, en
donde las brujas encontrarán a la supuesta familia. Todo será una alucinación y,
si todo sale bien, ustedes podrán acceder al consultorio de la bruja mayor, y
tendrán una oportunidad de oro para deshacer sus poderes, pues ella confiará en
ustedes gracias a la fachada que vamos a construir en la conciencia de ella y la
de sus compañeras, las integrantes de su aquelarre, de tal forma que el ataque
que van a hacerle surta un efecto íntegro y devastador, al no darse cuenta a
tiempo de lo que ustedes fueron a hacer a su consultorio, donde atiende sola,
sin nadie que pueda ayudarla.
Mi madre detuvo su relato y volvió a darnos la espalda.
María cerró los ojos. El gato corrió a un lado, al borde de uno de lo sofás,
para ver la escena del ritual desde un lugar cómodo. Yo cerré los ojos también.
Las palabras de mi madre comenzaron a reverberar de una forma desenfrenada y
ruidosa, como si revotaran infinidad de veces sobre todas las paredes del
recinto del apartamento. Su vibración retumbaba en mi pecho y mis oídos que,
luego de un rato, comenzaron a doler. Entonces se cortaron todos los sonidos y
el silencio repentino nos golpeó, como un susurro disparado directo a la cara,
sobre los ojos, y nosotras los abrimos y nos vimos distintas. María, ahora,
parecía ser una mujer de unos cuarenta y cinco años y yo, al verme en un espejo
de cuerpo entero que María había sacado de su habitación a la sala, aparentaba
unos diecisiete años. Muy bien, Sofía, estás listas para irte, me dijo mi
madre, mirándome fijamente a los ojos, de tal forma que pude ver el halo
fantasmagórico que se desprendía de estos, por las flamas blancuzcas en su
interior, y me sentí absolutamente decidida a ir hasta allá y comenzar con la
parte del plan que me correspondería exclusivamente a mí. Me puse de pie y le
di un abrazo a mi madre. Entonces miré a María. De los ojos de ella caían
varias lágrimas. María, no te preocupes, le dije ¿acaso no confías en mí, luego
de todo lo que hemos vivido? Y ella, al oír esto, se repuso y asintió,
confiada, sabiendo que yo no fallaría en mi misión y que, por el contrario,
habría incluso de hacer más de lo que se esperaba de mí.
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